Area 81

1. Pete Simmons ('07 Huffy)

—No puedes venir —dijo su hermano mayor. George habló en voz baja, pese a que sus amigos, un grupo de doce o trece chicos del barrio que se hacían llamar los Salteadores Pedorreros, lo esperaban en la otra esquina. No muy pacientemente—. Es muy peligroso.

—No tengo miedo —contestó Pete.

Lo negó con relativa rotundidad, pese a que sí tenía miedo, un poco. George y sus amigos se dirigían a las montañas de arena situadas detrás de la bolera. Allí pasarían el rato con un juego que se había inventado Normie Therriault. Normie era el cabecilla de los Salteadores Pedorreros, y el juego se llamaba Paracaidistas del Infierno. Un camino surcado de roderas conducía hasta el borde de la gravera, y el juego consistía en recorrerlo a toda velocidad en bicicleta gritando « ¡Los Salteadores son los amos! » a pleno pulmón y, sin parar, tirarse del asiento de la bici. El salto era desde una altura de tres metros más o menos, y la zona de aterrizaje aceptada era blanda, pero tarde o temprano alguien caería en grava en lugar de en arena y posiblemente se rompería un brazo o un tobillo. Eso lo sabía incluso Pete (aunque medio entendía que por ese mismo motivo la atracción resultaba aún mayor). Entonces los padres se enterarían y ahí se acabaría para siempre Paracaidistas del Infierno. Pero de momento el juego —practicado sin casco, por supuesto— proseguía.

Comoquiera que fuese, George sabía que no debía dejar jugar a su hermano; en principio, él cuidaba de Pete mientras sus padres estaban en el trabajo. Si Pete destrozaba su bicicleta, una Huffy, en la gravera, George probablemente tendría que quedarse castigado en casa durante una semana. Si su hermano pequeño se rompía un brazo, lo castigarían todo un mes. Y si —¡Dios no lo quisiera!— se partía el cuello, George suponía que bien podría ser que tuviera que buscar la manera de matar el tiempo en su habitación hasta el día de su marcha a la universidad.

Además, quería mucho a ese pequeño tocapelotas.

—Entretente por aquí —insistió George—. Volveremos dentro de un par de horas.

—Entretenerme con ¿quién? —preguntó Pete.

Eran las vacaciones de primavera, y al parecer sus propios amigos, aquellos que, según su madre, eran de la «edad apropiada», estaban todos fuera. Un par de ellos habían ido a Disney World, en Orlando, y cuando Pete lo pensaba, se le henchía el alma de envidia y celos: un cóctel deplorable pero extrañamente grato al paladar.

—Tú entretente y punto —repitió George—. Vete a la tienda, o lo que sea. —Rebuscó en el bolsillo y sacó un par de billetes de un dólar arrugados—. Ten, un poco de pasta.

Pete los miró.

—Caray, con eso me compraré un Corvette. O a lo mejor dos.

—¡Date prisa, Simmons, o nos marchamos sin ti! —exclamó Normie.

—¡Ya voy! —respondió George levantando la voz. Bajándola de nuevo para dirigirse a Pete, añadió—: Coge el dinero y no seas plasta.

Pete aceptó los billetes.

—Hasta he traído la lupa —dijo—. Iba a enseñarles…

—Todos han visto ese truco infantil mil veces —atajó George, pero cuando vio a Pete torcer las comisuras de los labios, intentó atenuar el golpe—. Además, mira el cielo, tontaina. No se puede encender fuego con una lupa un día nublado. Entretente con algo. Cuando vuelva, jugaremos en el ordenador a Battleship o alguna otra cosa.

—¡Vale, cobardica! —gritó Normie—. ¡Hasta luego, pajillero!

—Tengo que irme —dijo George—. Hazme el favor de no meterte en líos. No salgas del barrio.

—Seguro que te partes la columna y te quedas paralítico para toda tu puta vida —repuso Pete… y se apresuró a escupir entre los dedos abiertos en V para dejar sin efecto la maldición—. ¡Buena suerte! —deseó a su hermano en voz alta—. ¡Salta más lejos que nadie!

George alzó la mano para darse por enterado pero no volvió la vista. Se irguió sobre los pedales de su propia bicicleta, una Schwinn grande y vieja que Pete admiraba pero no podía montar (lo intentó una vez y se pegó un batacazo hacia la mitad del camino de acceso). Pete lo observó acelerar a lo largo de aquella manzana de casas de las afueras de Auburn para alcanzar a sus colegas.

Pete se quedó solo.

Sacó la lupa de la alforja y la sostuvo sobre su antebrazo, pero no vio punto de luz ni sintió calor. Desanimado, lanzó una ojeada a las nubes bajas y guardó otra vez la lupa. Era buena, una Richforth. Se la habían regalado la Navidad anterior, para usarla con su hormiguero, el proyecto de la clase de ciencias.

«Acabará en el garaje acumulando polvo», había dicho su padre, pero, a pesar de que el proyecto del hormiguero había terminado en febrero (Pete y su compañero, Tammy Witham, habían sacado un diez), Pete no se había cansado aún de la lupa. Le divertía especialmente chamuscar hojas de papel en el jardín de atrás hasta perforarlas.

Pero aquel día no. Aquel día la tarde se desplegaba ante él como un desierto. Podía volver a casa y ver la televisión, pero su padre había bloqueado todos los canales interesantes al descubrir que George grababa en vídeo digital Boardwalk Empire , serie en la que aparecían gángsteres de la vieja escuela y tetas. Pete también tenía el ordenador bloqueado de manera similar, y no había encontrado aún la forma de sortear el control parental, pero la encontraría; era solo cuestión de tiempo.

¿Y entonces?

—Y entonces ¿qué? —dijo en voz baja, y empezó a pedalear lentamente hacia el final de Murphy Street—. Y entonces… ¿qué… joder?

Demasiado pequeño para jugar a Paracaidistas del Infierno porque era muy arriesgado. Vaya rollo. Ojalá se le ocurriera algo con lo que demostrar a George y a Normie y a los demás Salteadores que incluso los niños pequeños podían afrontar el peli…

En ese preciso momento se le ocurrió una idea, así sin más. Podía explorar el área de servicio abandonada. Dudaba que los mayores conocieran su existencia porque había sido un niño de la edad de Pete, Craig Gagnon, quien le había hablado de ella. Le contó que había estado allí con otros dos chavales, de diez años, el otoño anterior. Quizá todo fuese mentira, claro, pero Pete creía que no lo era. Craig le había dado un sinfín de detalles, y no era un niño con mucha inventiva. En realidad, tenía pocas luces.

Con un destino en mente, Pete pedaleó con más brío. Al final de Murphy Street, dobló a la izquierda por Hyacinth. No vio a nadie en la acera, tampoco coches. Oyó el zumbido de una aspiradora procedente de casa de los Rossignol, pero por lo demás todos podrían haber estado dormidos o muertos. Pete supuso que en realidad estaban en el trabajo, como sus padres.

Torció a la derecha por Rosewood Terrace y dejó atrás el letrero amarillo donde se leía SIN SALIDA . En Rosewood había solo una docena de casas más o menos. Una alambrada impedía el paso en el extremo de la calle. Al otro lado crecía una espesa maraña de matorrales y árboles jóvenes de poca altura. Cuando Pete se acercó a la alambrada (y al cartel totalmente innecesario que colgaba en ella con la advertencia CALLE CORTADA ), interrumpió el pedaleo y dejó rodar la bicicleta.

Entendía —vagamente— que si bien él consideraba Mayores a George y los otros Salteadores (y sin duda así era como los propios Salteadores se veían a sí mismos), en realidad no eran Mayores. Los verdaderos Chicos Mayores eran adolescentes gamberros con carnet de conducir y novia. Los Verdaderos Chicos Mayores iban al instituto. Les gustaba beber, fumar hierba, escuchar heavy metal o hip hop, y morrearse con sus novias.

De ahí el área de servicio abandonada.

Pete desmontó de su Huffy y echó una ojeada alrededor para ver si alguien lo observaba. No había nadie. Ni siquiera estaban a la vista las gemelas Crosskill, un par de pelmas a las que les gustaba saltar a la comba (en tándem) por todo el vecindario cuando no tenían clase. Un milagro, en opinión de Pete.

No muy lejos oía los sucesivos silbidos de los coches que circulaban por la I-95, en dirección sur, hacia Portland, o en dirección norte, hacia Augusta.

Aun si Craig dijo la verdad, seguramente han arreglado la alambrada , pensó Pete. Así son las cosas hoy día .

Pero cuando se inclinó, vio que la alambrada, si bien parecía intacta, en realidad no lo estaba. Alguien (probablemente un Chico Mayor que se había incorporado hacía mucho a las aburridas filas de los Jóvenes Adultos) había cortado la tela metálica de arriba abajo en línea recta. Pete lanzó otra ojeada en torno y acto seguido introdujo los dedos entre los rombos y empujó con las manos. Esperaba resistencia, pero no la hubo. La porción cortada de alambrada se abrió como la cancela de una granja. Los Auténticos Chicos Mayores habían estado utilizando ese acceso, estaba claro. Bravo.

Tenía su lógica, si uno se paraba a pensarlo. Quizá tuvieran carnet de conducir, pero ahora, en la entrada y la salida del Área 81, impedían el paso esos conos de color naranja utilizados por los operarios de las autopistas. La hierba crecía a través del asfalto resquebrajado del aparcamiento vacío. Pete lo había visto con sus propios ojos miles de veces, porque el autobús escolar pasaba por la I-95 entre Laurelwood, donde él lo cogía, y Sabatus Street, tres salidas más allá, donde se hallaba el Colegio de Enseñanza Primaria N.º 3 de Auburn, también conocido como Alcatraz.

Recordaba los tiempos en que el área de servicio aún estaba abierta. Por entonces incluía una gasolinera, un Burger King, una yogurtería TCBY y una pizzería Sbarro’s. Pero un día la cerraron. Según el padre de Pete, había demasiadas áreas de servicio en la autopista y el estado no podía permitirse mantenerlas todas.

Pete pasó la bici por la brecha de la alambrada y después volvió a colocar esa cancela improvisada de modo que las formas de los rombos coincidieran y la valla pareciera de nuevo intacta. Se encaminó hacia el muro de matorrales con cuidado de no pisar con las ruedas de la Huffy algún cristal roto (había muchos a ese lado de la valla). Empezó a buscar lo que sabía que tenía que haber allí; el corte en la alambrada indicaba que debía de haberlo.

Y allí estaba, señalado por colillas aplastadas y los cascos vacíos de unas cuantas botellas de cerveza y de refrescos: un sendero que se adentraba en la maleza. Todavía empujando la bici, Pete lo siguió. Los altos arbustos lo engulleron. A su espalda, Rosewood Terrace continuó sumida en su ensoñación durante otro día de primavera encapotado.

Era como si Pete Simmons nunca hubiera estado allí.

El sendero entre la alambrada y el Área 81 tenía, calculaba Pete, algo menos de un kilómetro, y se veían señales de la presencia de Chicos Mayores a lo largo de todo el camino: media docena de pequeños frascos marrones (dos todavía con sus respectivas cucharillas para coca con restos de mocos pegados), bolsas de patatas fritas vacías, unas bragas de encaje prendidas de un espino (el muchacho tuvo la impresión de que llevaban allí su tiempo, unos cincuenta años, quizá), y —¡bingo!— una botella medio llena de vodka Popov con el tapón de rosca todavía puesto. Después de debatirse en la duda por un momento, Pete se la guardó en la alforja junto con la lupa, la última entrega de Locke & Key , y unas cuantas galletas Oreo Doble Crema en una bolsita hermética.

Empujando la bici, cruzó un arroyo de aguas mansas y, premio, llegó a la parte de atrás del área de servicio. Allí se alzaba otra valla, también cortada, y Pete la atravesó sin más. El sendero seguía entre hierba alta hacia el aparcamiento de detrás. Donde, supuso, en su día estacionaban los camiones de reparto. Cerca del edificio vio en el asfalto rectángulos oscuros donde antes se hallaban los contenedores de basura. Bajó la pata de cabra de su Huffy y la aparcó en uno de esos espacios.

El corazón le latió con fuerza cuando pensó en lo que venía a continuación. Entrada ilegal en propiedad ajena, ricura. Podrías ir a la cárcel por esto . Pero ¿se consideraría allanamiento de morada si encontraba una puerta abierta o una tabla suelta en una de las ventanas tapiadas? Supuso que eso seguía siendo entrar, pero ¿entrar era delito por sí solo?

En sus adentros sabía que sí, pero llegó a la conclusión de que entrar sin forzar la puerta no conllevaba pena de prisión. Y a fin de cuentas, ¿no había ido allí para correr riesgos? ¿Para tener algo de que alardear después ante Normie y George y los demás Salteadores Pedorreros?

Y sí, vale, tenía miedo, pero al menos ya no se aburría.

Tanteó la puerta en que se leía SOLO PERSONAL AUTORIZADO y descubrió que estaba no ya cerrada sino cerrada a cal y canto : ni se movió. Al lado había dos ventanas, pero nada más verlas supo que se hallaban firmemente tapiadas. Recordó entonces la alambrada intacta solo en apariencia y probó a desprender las tablas. Nada. En cierto modo fue un alivio. Tenía una excusa para irse si quería.

Solo que… los Auténticos Chicos Mayores sí entraban allí. A ese respecto no albergaba la menor duda. ¿Cómo lo conseguían, pues? ¿Por delante? ¿A la vista de todo aquel que circulara por la autopista? Quizá sí, si iban allí de noche, pero Pete no tenía intención de comprobarlo a plena luz del día. No cuando cualquier conductor con móvil que pasara por allí podía telefonear al 911 y decir: «He pensado que a lo mejor les interesa saber que hay un chaval metiendo las narices en el Área 81. Donde antes estaba el Burger King, ¿sabe?».

Preferiría romperme el brazo jugando a Paracaidistas del Infierno antes que llamar a mis padres desde el cuartelillo de la policía de carretera de Gray. De hecho, preferiría incluso romperme los dos brazos y pillarme el pito con la cremallera del vaquero.

Bueno, eso quizá no.

Se acercó a la zona de carga y descarga, y allí, una vez más: premio. Al pie del muelle de hormigón había docenas de colillas aplastadas, amén de unos cuantos frascos marrones más en torno a su rey: una botella de jarabe antigripal NyQuil. La superficie del muelle, hasta donde retrocedían los enormes tráileres para descargar, le llegaba a la altura de los ojos, pero el cemento había empezado a disgregarse y ofrecía abundantes puntos de apoyo para un niño ágil calzado con unas botas Converse Chuck Taylor. Pete levantó los brazos por encima de la cabeza, hincó los dedos en las hendiduras de la superficie agrietada del muelle… y el resto, como suele decirse, ya es historia.

En el muelle, con pintura roja ya descolorida, alguien había escrito: EL INSTITUTO EDWARD LITTLE ROMPE, LOS RED EDDIES SON LOS AMOS . Falso , pensó Pete. Los Salteadores Pedorreros son los amos . A continuación echó una mirada alrededor desde su posición elevada, sonrió y dijo:

—En realidad, yo soy el amo.

Y allí de pie, por encima del aparcamiento trasero vacío del área de servicio, se convenció de que así era. Al menos de momento.

Se descolgó del muelle —únicamente para asegurarse de que no entrañaba mayores dificultades— y se acordó entonces del contenido de su alforja. Provisiones, por si decidía pasar allí la tarde explorando y tal. Dudó qué coger y al final decidió desabrochar las correas de la alforja y llevárselo todo. Incluso la lupa podía serle útil. Una vaga fantasía empezó a cobrar forma en su cerebro: joven detective descubre a la víctima de un asesinato en un área de servicio vacía y resuelve el crimen aun antes de que la policía se entere del delito. Se imaginó a los Salteadores escuchándolo boquiabiertos mientras les explicaba que en realidad aquello había sido coser y cantar. Elemental, queridos gilipuertas.

Bobadas, desde luego, pero sería divertido jugar a eso.

Subió la alforja al muelle de carga (con especial cuidado en consideración a la botella de vodka medio llena) y después volvió a encaramarse. El portón de metal acanalado que daba acceso al interior medía al menos tres metros y medio de altura y estaba trabado en la parte inferior mediante no uno sino dos candados descomunales, pero encuadraba un postigo de tamaño humano. Pete probó el picaporte. No giró, ni el postigo de tamaño humano se abrió cuando empujó y tiró de él. Con todo, sí cedió un poco. Bastante, de hecho. Pete bajó la vista y vio que había una cuña de madera insertada en la rendija al pie del postigo, una precaución absurda donde las hubiera. Aunque, claro, ¿qué cabía esperar de chicos que se colocaban a base de coca y jarabe para la tos?

Pete retiró la cuña, y esta vez, cuando tanteó el postigo, se abrió con un chirrido.

Los ventanales delanteros de lo que había sido el Burger King no estaban tapiados sino protegidos con tela metálica, así que Pete podía ver lo que hubiera que ver sin mayor problema. En la zona del restaurante habían desaparecido todas las mesas y reservados, y en la zona de la cocina, poco más que un lóbrego agujero, asomaban cables de las paredes y colgaban algunas de las placas del falso techo, pero no podía decirse que el lugar estuviese desamueblado.

Ocupaban el centro de la sala dos viejas mesas de juego, juntas y rodeadas de sillas plegables. En esa doble superficie había unos diez ceniceros de latón mugrientos, varias barajas Bicycle roñosas y un estuche de fichas de póquer. Decoraban las paredes veinte o treinta desplegables de revista. Pete los inspeccionó con sumo interés. Sabía qué era un coño, había alcanzado a ver más de uno en HBO y CinemaSpank (antes de que sus padres se enteraran y bloquearan los canales premium de la televisión por cable), pero estos eran coños afeitados . Pete no entendía muy bien a qué venía tanto revuelo —a él le daban un poco de repelús—, pero suponía que les vería la gracia cuando fuera mayor. Además, las tetas al aire lo compensaban. Las tetas al aire eran una pasada.

En el rincón había tres colchones inmundos, también juntos, como las mesas de juego, pero Pete tenía ya edad para saber que no era póquer a lo que se jugaba allí.

—¡Déjame verte el coño! —ordenó a una de las chicas de Hustler colgadas en la pared, y ahogó una risita. Después dijo—: ¡Déjame verte ese coño afeitado ! —Y dejó escapar una risa más sonora. Medio deseó que Craig Gagnon estuviese allí, pese a que Craig era un tarado. Podrían haberse reído juntos de esos coños afeitados.

Empezó a deambular, aún se le escapaba la risa a borbotones de vez en cuando. Aquel era un sitio húmedo pero no frío en realidad. Lo peor era el olor, una combinación de humo de tabaco, humo de hierba, bebida rancia y creciente podredumbre en las paredes. Pete pensó que quizá olía también a carne podrida. Probablemente de sándwiches comprados en Rosselli’s o Subway.

En la pared junto al mostrador donde antes la gente pedía Whoppers y Whalers, Pete descubrió otro póster. Este era de Justin Bieber cuando el Beeb rondaba los dieciséis. Los dientes del Beeb estaban pintados de negro, y alguien le había añadido una esvástica en la mejilla. Unos cuernos demoníacos en tinta roja sobresalían de su pelo de paje. Había dardos clavados en su rostro. En la pared, escrito en rotulador por encima del póster, se leía: BOCA 15 PUNTOS, NARIZ 25 PUNTOS, OJOS 30 PUNTOS CADA UNO .

Pete desclavó los dardos y retrocedió por la sala amplia y vacía hasta llegar a una línea negra pintada en el suelo. Allí se leía: LÍNEA BEEBER . Pete se situó detrás y lanzó los seis dardos diez o doces veces. En el último intento obtuvo 125 puntos. Le pareció una puntación más que aceptable. Se imaginó a George y Normie Therriault aplaudiéndole.

Se acercó a una de las ventanas cubiertas con tela metálica y desde allí miró las islas de hormigón donde antes se hallaban los surtidores de gasolina y, más allá, el tráfico. Un tráfico fluido. Supuso que cuando llegara el verano la autopista estaría de nuevo a rebosar de turistas y veraneantes, a menos que, como presagiaba su padre, el precio de la gasolina subiese a dos pavos el litro y todo el mundo se quedara en casa.

¿Y ahora qué? Había jugado a los dardos, había visto coños afeitados más que suficientes para…, bueno, quizá no para toda la vida pero como mínimo sí para unos meses, y no tenía ningún asesinato que resolver. Así pues, ¿ahora qué?

Vodka, decidió. Eso era lo siguiente. Tomaría unos cuantos sorbos solo para demostrarse que podía, y de esa manera sus futuras fanfarronadas sonarían creíbles. Después, imaginó, se largaría de allí y volvería a Murphy Street. Haría lo posible para que su aventura pareciera interesante —incluso emocionante—, pero en realidad aquel sitio no era nada del otro mundo. No pasaba de ser el sitio adonde los Auténticos Chicos Mayores iban a jugar a las cartas y a montárselo con chicas y a estar a cubierto cuando llovía.

Pero la bebida… eso ya era otra cosa .

Se llevó la alforja a los colchones y se sentó (procurando evitar las manchas, que abundaban). Sacó la botella de vodka y la observó con ceñuda fascinación. A sus diez años, yendo ya para once, no sentía especial deseo de probar los placeres adultos. El año anterior afanó un cigarrillo a su abuelo y se lo fumó detrás del 7-Eleven. Se fumó la mitad, para ser más exactos. Después se inclinó y arrojó el almuerzo entre las zapatillas. Aquel día había obtenido una información interesante pero no muy valiosa: las alubias y los frankfurts no tenían muy buen aspecto cuando entraban por la boca, pero al menos sabían bien. Cuando volvían a salir, tenían un aspecto espantoso y sabían peor.

El rechazo inmediato y categórico de su cuerpo ante aquel único American Spirit lo indujo a pensar que el efecto de la bebida no sería mejor, sino probablemente peor. Pero si no bebía al menos un poco, toda fanfarronada sería falsa. Y su hermano George tenía radar para las mentiras, al menos en lo que se refería a Pete.

Seguramente volveré a echar las papas , pensó, y luego dijo:

—El lado bueno es que no seré el primero que vomite en este vertedero.

Ante esta idea volvió a reírse. Sonreía aún cuando desenroscó el tapón y se acercó la boca de la botella a la nariz. Olía un poco, pero apenas. Quizá era agua en lugar de vodka, y el olor no era más que un vestigio. Se llevó la boca de la botella a su propia boca, en parte con la esperanza de que fuera así y en parte de que no lo fuera. No tenía grandes expectativas puestas en aquello, y desde luego no quería emborracharse y quizá partirse después el cuello al descolgarse del muelle de carga, pero sentía curiosidad. A sus padres les encantaba ese brebaje.

—Quien no arriesga no gana —dijo sin ninguna razón en particular, y dio un breve sorbo.

No era agua, eso por descontado. Sabía a petróleo caliente. Lo tragó básicamente por efecto de la sorpresa. El vodka le dejó un rastro de calor en la garganta y le estalló en el estómago.

—¡Jobar! —exclamó Pete.

Se le saltaron las lágrimas. Alargó el brazo para sostener la botella a distancia, como si le hubiese mordido. Pero el calor en el estómago ya remitía, y se sentía bastante bien. No borracho, ni como si estuviera a punto de vomitar. Echó otro sorbito, ahora que sabía qué esperar. Calor en la boca…, calor en la garganta…, y luego… pum en el estómago. Molaba, la verdad.

Después experimentó un hormigueo en los brazos y las manos. Tal vez también en el cuello. No era el cosquilleo que uno siente cuando se le ha dormido un miembro, sino más bien como si algo estuviera despertando.

Pete volvió a llevarse la botella a los labios, pero de pronto la bajó. Caerse del muelle de carga o tener un accidente en bicicleta de camino a casa (se preguntó por un momento si podían detenerlo por ir en bici en estado de ebriedad y supuso que sí) no era lo único que debía preocuparle. Echar unos tragos de vodka para poder fanfarronear era una cosa, pero si se pasaba bebiendo y pillaba un pedo, sus padres lo notarían cuando llegaran a casa. Bastaría con echarle un vistazo. Tratar de pasar por sobrio no le serviría. Ellos bebían, sus amigos bebían, y a veces bebían más de la cuenta. Reconocerían los síntomas.

Por otra parte, no debía olvidar la temida RESACA . Pete y George habían visto a su madre y a su padre deambular a rastras por la casa, pálidos, con los ojos enrojecidos, no pocas mañanas de sábado y domingo. Tomaban vitaminas, les ordenaban que bajasen el volumen del televisor, y la música estaba totalmente prohibida. La RESACA parecía todo lo contrario de la diversión.

Aun así, quizá otro sorbo no le hiciera daño.

Pete tomó un trago un poco más largo y exclamó:

—¡Zum, hemos completado el despegue!

Le entró la risa. Sintió un ligero mareo, pero era una sensación de lo más agradable. Al fumar no la tuvo. Al beber, sí.

Se puso en pie, se tambaleó un poco, recuperó el equilibrio y volvió a reírse.

—Saltad a ese puto foso de arena todo lo que queráis, ricuras —dijo al restaurante vacío—. Estoy como una puta mona, y estar como una puta mona mola más.

Eso le pareció graciosísimo, y soltó una carcajada.

¿De verdad estoy como una mona? ¿Con solo tres sorbos?

No lo creía, pero desde luego se le había subido a la cabeza. No más. Ya bastaba.

—Bebe de manera responsable —dijo al restaurante vacío, y se rio.

Se quedaría por allí un rato y esperaría a que se le pasara. Una hora sería suficiente, dos como mucho. Hasta las tres, pongamos. No tenía reloj, pero sabría cuándo daban las tres por las campanas de St. Joseph, que estaba a solo un par de kilómetros de allí. Luego se marcharía, después de esconder el vodka (para posibles experimentaciones futuras) y encajar otra vez la cuña bajo el postigo. Su primer alto cuando regresara al vecindario sería el 7-Eleven, donde compraría aquellos chicles tan fuertes, Teaberry, para que no se le notara el olor a alcohol en el aliento. Había oído decir a otros chicos que el vodka era lo que debía robarse en el mueble-bar de los padres, porque no olía, pero en ese momento Pete era un niño mejor informado que hacía una hora.

—Además —dijo en tono doctrinal al restaurante desocupado—, seguro que tengo los ojos rojos, igual que papá cuando ha bebido demarsiados mantinis. —Se interrumpió. Ahí se había trabucado, pero qué más daba, joder.

Cogió los dardos, regresó a la Línea Beeber y los lanzó. Solo uno acertó en Justin, y eso se le antojó lo más cómico de todo. Se preguntó si el Beeb podría tener éxito con una canción titulada «Mi nena se afeita el coño», y eso le resultó tan gracioso que se rio hasta quedar doblado por la cintura con las manos apoyadas en las rodillas.

Cuando se le pasó la risa, se limpió las dos velas que le colgaban de la nariz, agitó la mano hacia el suelo ( despídete de tu clasificación de Buen Restaurante pensó, lo siento, Burger King ) y volvió a trompicones hasta la Línea Beeber. Esa segunda vez aún tuvo peor suerte. No veía doble ni nada por el estilo; sencillamente era incapaz de darle al Beeb.

Además, al final resultó que sí sentía ciertas náuseas. Mínimas, pero se alegró de no haber tomado un cuarto sorbo.

—Habría potado el podka —dijo.

Se rio y acto seguido dejó escapar un resonante eructo que le quemó al salir. Uf. Dejó los dardos donde estaban y regresó a los colchones. Pensó en mirar con lupa para ver si reptaba por allí algo muy pequeño, pero decidió que prefería no saberlo. Pensó en comerse alguna Oreo, pero temía su posible efecto en el estómago, que se notaba ya, debía reconocerlo, un poco delicado.

Se tumbó y entrelazó las manos detrás de la cabeza. Había oído decir que cuando uno se emborrachaba más de la cuenta, todo empezaba a dar vueltas. Eso a él no le pasaba, así que, supuso, estaba solo un poco piripi; en todo caso, no le vendría mal una siesta.

—Pero no muy larga.

No, no muy larga. Si dormía demasiado tiempo, mal asunto. Si no estaba en casa cuando llegaran sus padres, y además no lo encontraban por ningún sitio, se vería en un aprieto. Probablemente también George, por marcharse sin él. La duda era: ¿se despertaría cuando sonaran las campanas de St. Joseph?

Pete cayó en la cuenta, en esos últimos segundos de vigilia, de que tendría que confiar en que así fuera. Porque lo vencía el sueño.

Cerró los ojos.

Y durmió en el restaurante vacío.

Fuera, en los carriles de la I-95 en dirección sur, apareció una ranchera antigua de modelo indeterminado. Circulaba a una velocidad muy inferior a la mínima permitida en la autopista. Un tráiler se acercó por detrás a gran velocidad y, con un bocinazo, viró para adelantarla.

La ranchera, ya casi avanzando por inercia, dobló por la vía de acceso al área de servicio, indiferente a un enorme cartel donde se leía CERRADO . FUERA DE SERVICIO . PRÓXIMA GASOLINERA Y RESTAURANTE A 43 KM. Embistió cuatro de los conos de color naranja colocados para cortar el paso, apartándolos de su camino, y fue a detenerse a unos setenta metros del restaurante abandonado. Se abrió la puerta del conductor, pero no salió nadie. Tampoco se oyó el característico campanilleo de eh-memo-llevas-la-puerta-abierta. Se quedó entornada en silencio, sin más.

Si Pete Simmons hubiese estado mirando en lugar de dormido, no habría visto al conductor. La ranchera, salpicada de fango, tenía todo el parabrisas cubierto de barro. Lo cual era raro, porque en el norte de Nueva Inglaterra no llovía desde hacía más de una semana y la autopista estaba totalmente seca.

El coche permaneció allí, en la vía de acceso, bajo un cielo nublado de abril. Los conos que había volcado dejaron de rodar. La puerta del conductor siguió abierta.

2. DOUG CLAYTON (Prius de 2009)

Doug Clayton, agente de seguros natural de Bangor, viajaba rumbo a Portland, donde tenía reservada una habitación en el hotel Sheraton. Preveía llegar a las dos como muy tarde. Eso le dejaba tiempo de sobra para una siesta (lujo que rara vez podía permitirse) antes de salir a buscar un sitio donde cenar en Congress Street. Al día siguiente, por la mañana bien temprano, se presentaría en el Centro de Congresos de Portland, cogería su placa de identificación y asistiría junto con otros cuatrocientos agentes a una conferencia titulada «Incendios, tormentas e inundaciones: seguros para catástrofes en el siglo XXI ». Al dejar atrás el mojón del kilómetro 131, Doug se acercaba a su propia catástrofe personal, pero esta no se correspondía con ninguno de los temas abarcados en la conferencia de Portland.

Había dejado el maletín y la maleta en el asiento trasero. En el del acompañante llevaba una Biblia (la versión del rey Jacobo; Doug no aceptaba ninguna otra). Era uno de los cuatro predicadores laicos de la Iglesia del Santo Redentor, y cuando le tocaba pronunciar el sermón, se complacía en llamar a su Biblia «el manual de seguros supremo».

Doug había aceptado a Jesucristo como su salvador personal después de abandonarse a la bebida durante una década que abarcaba desde el final de la adolescencia hasta casi los treinta años. Esa juerga de un decenio terminó con un coche para la chatarra en un accidente y treinta días en la cárcel del condado de Penobscot. La primera noche en aquella celda pestilente no mayor que un ataúd se hincó de rodillas, y había seguido arrodillándose todas las noches desde entonces.

«Ayúdame a mejorar», imploró en su oración aquella primera vez y todas las demás veces a partir de ese momento. Era una sencilla plegaria a la que el Señor había dado respuesta, primero multiplicada por dos, luego por diez, luego por cien. Pensaba que, pasados unos años, se multiplicaría por mil. ¿Y qué era lo mejor de todo? Al final lo esperaba el cielo.

La Biblia estaba ajada, porque la leía a diario. Le gustaban todos los relatos que contaba, pero el que más —aquel en el que meditaba con mayor frecuencia— era la parábola del Buen Samaritano. Había basado sus sermones en ese pasaje del Evangelio de san Lucas en varias ocasiones, y los feligreses del Santo Redentor, que Dios los bendijera, después siempre le habían dispensado elogios con generosidad.

Doug suponía que era por lo cercana que a él le resultaba esa historia. Un sacerdote pasó junto al viajero robado y apaleado que yacía en el camino; pasó también un levita. ¿Y quién transita después por allí? Un vil samaritano de esos que tanto aborrecían a los judíos. Pero es precisamente ese quien lo ayuda, por vil que sea y por mucho que aborrezca a los judíos. Limpia y venda las heridas del viajero, lo carga en su asno y lo lleva a una posada próxima, donde paga su alojamiento por adelantado.

«¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?», pregunta Jesús al joven legista, un hacha en lo suyo, que le ha preguntado cuáles son los requisitos para alcanzar la vida eterna. Y el hacha, que no es tonto, contesta: «El que tuvo misericordia de él».

Si algo horrorizaba a Doug Clayton era la posibilidad de obrar como el levita de esa parábola. Negarse a ayudar cuando alguien necesitaba ayuda y dar un rodeo. Así pues, cuando vio la ranchera embarrada poco más allá de la entrada a la vía de acceso del área de servicio vacía —los conos de color naranja volcados delante del vehículo, la puerta del conductor entreabierta—, dudó solo un momento antes de poner el intermitente y desviarse.

Estacionó detrás de la ranchera, encendió las luces de emergencia y se dispuso a apearse. Advirtió entonces que, aparentemente, la ranchera no llevaba matrícula en la parte de atrás…, aunque era tal la cantidad de barro que resultaba difícil saberlo con certeza. Doug cogió el teléfono móvil de la consola central del Prius y se aseguró de que lo llevaba encendido. Ser un buen samaritano estaba bien, pero no extremar la cautela al acercarse a un coche de aspecto indeterminado y sin matrícula era una estupidez total.

Se encaminó hacia la ranchera con el móvil en la mano izquierda, sujeto no muy firmemente. No, no tenía matrícula, en eso no se había equivocado. Escrutó a través de la luna trasera y no vio nada. Demasiado barro. Se dirigió hacia la puerta del conductor, pero de pronto se detuvo y, con el entrecejo fruncido, observó el coche en su conjunto. ¿Era un Ford o un Chevrolet? Imposible saberlo, y eso era extraño, porque él debía de haber asegurado miles de rancheras a lo largo de su vida profesional.

¿Tuneada? , se preguntó. En fin, podía ser… pero ¿quién se tomaría la molestia de tunear una ranchera para darle una apariencia tan anónima ?

—¿Eh? ¿Hola? ¿Tiene algún problema?

Apretando un poco más el teléfono sin darse cuenta, se aproximó a la puerta. Acudió a su memoria una película que de niño lo había aterrorizado, algo sobre una casa encantada. Una pandilla de adolescentes se acercaba a una casa vieja abandonada, y cuando uno de ellos veía la puerta entornada, susurraba a sus amigos: «¡Mirad, está abierta!». El espectador deseaba prevenirlos para que no entraran, pero por supuesto entraban.

Eso es una idiotez. Si dentro de ese coche hay alguien, podría haberle pasado algo .

Por supuesto, cabía la posibilidad de que el individuo hubiese ido al restaurante, quizá en busca de un teléfono público, pero si de verdad le pasaba algo…

—¿Hola?

Doug tendió la mano hacia el tirador, se lo pensó mejor y se inclinó para mirar a través de la abertura. Quedó consternado ante lo que vio. El asiento estaba embarrado, como también el salpicadero y el volante. Un pringue oscuro goteaba de los anticuados mandos de la radio, y en el volante se veían huellas que no parecían exactamente de unas manos. Para empezar, las marcas de las palmas eran enormes; las de los dedos, por el contrario, eran estrechas como lápices.

—¿Hay alguien ahí? —Se cambió el teléfono móvil de mano y sujetó la puerta del conductor con la izquierda para abrirla del todo y mirar en el asiento de atrás—. ¿Hay alguien heri…?

Tardó un momento en registrar un hedor insoportable, y de pronto estalló en su mano izquierda un dolor tan intenso que pareció recorrer todo su cuerpo, dejando un rastro de fuego e inundando de sufrimiento todos los espacios huecos. Doug no gritó, no pudo. Se le cerró la garganta a causa de la repentina conmoción. Bajó la vista y vio que el tirador de la puerta parecía haberle atravesado la palma de la mano.

Apenas le quedaban dedos. Solo veía los muñones, justo por debajo del primer nudillo, allí donde nacía el dorso de la mano. El resto lo había engullido de algún modo la puerta. Ante la mirada de Doug, el dedo medio se partió. La alianza nupcial se desprendió y cayó al asfalto con un tintineo.

Notaba algo. Dios santo, Jesús bendito, era algo semejante a unos dientes. Masticaban. El coche estaba comiéndosele la mano.

Doug intentó retirarla. El salpicón de sangre manchó en parte la puerta embarrada, en parte su pantalón. Las gotas que alcanzaron la puerta desaparecieron de inmediato con un débil sonido de succión: slurp . Por un momento casi logró zafarse. Veía resplandecer los huesos de los dedos allí donde la carne había sido succionada, y vislumbró una breve y horripilante imagen de sí mismo masticando un ala de pollo del Kentucky Fried Chicken. Róelo bien antes de dejarlo , decía siempre su madre; la carne más sabrosa es la que está cerca del hueso .

Acto seguido sintió otro tirón. La puerta del conductor se abrió para acogerlo: Hola, Doug, estaba esperándote, pasa . Se golpeó la cabeza con lo alto del marco de la puerta y sintió un contacto frío en la frente, que pasó a ser caliente cuando el borde del techo de la ranchera se le hincó en la piel.

En un nuevo esfuerzo para zafarse, soltó el móvil y empujó contra la ventana trasera. El cristal, en lugar de servirle de apoyo, cedió y al instante le envolvió la mano. Miró en esa dirección y vio que lo que antes parecía vidrio ahora ondeaba igual que la superficie de un estanque movida por la brisa. ¿Y por qué ondeaba? Porque masticaba. Porque engullía.

Esto es lo que gano por ser un buen sama…

En ese momento el marco de la puerta del conductor le serró el cráneo y hendió fácilmente el cerebro. Doug Clayton oyó un chasquido sonoro y nítido, como cuando un nudo de pino estalla en el fuego intenso de una hoguera. La oscuridad se impuso.

Un repartidor que viajaba en sentido sur lanzó una ojeada y vio el parpadeo de las luces de emergencia de un coche verde pequeño estacionado detrás de una ranchera embarrada. Un hombre —cabía suponer que el dueño del coche verde pequeño— parecía inclinado junto a la puerta de la ranchera, hablando con el conductor. Avería , pensó el repartidor, y volvió a centrar la atención en la carretera. Él no era un buen samaritano.

Doug Clayton fue arrastrado hacia el interior como si unas manos —unas manos de palmas anchas y dedos finos como lápices— lo hubieran agarrado de la camisa y tiraran de él. La ranchera perdió su forma y se contrajo, como una boca al percibir un sabor excepcionalmente agrio… o excepcionalmente dulce. Dentro se oyó una sucesión de crujidos solapados: como el sonido de ramas secas pisadas por un hombre calzado con robustas botas. La ranchera permaneció contraída durante unos diez segundos; semejaba un puño apretado e irregular más que un coche. Por fin, con un plop similar al de una pelota de tenis golpeada diestramente por una raqueta, recuperó de repente su forma de ranchera.

El sol asomó fugazmente entre las nubes, reflejándose en el teléfono móvil caído y formando un círculo de luz breve y caliente en torno a la alianza nupcial de Doug. Después se sumió de nuevo en la capa de nubes.

Detrás de la ranchera parpadeaban las cuatro luces del Prius. Emitían un leve sonido parecido al de un reloj: tic… tic… tic .

Pasaron unos cuantos automóviles, no muchos. Las semanas laborables anterior y posterior a la de Pascua son las que registran menos tráfico en las autopistas de la nación, y la primera hora de la tarde es el segundo segmento del día con menos tráfico; solo circulan menos vehículos entre las doce de la noche y las cinco de la madrugada.

Tic… tic… tic.

En el restaurante abandonado, Pete Simmons seguía durmiendo.

3. JULIANNE VERNON (Dodge Ram de 2005)

Julie Vernon no necesitaba al rey Jacobo para que le enseñara a ser una buena samaritana. Se había criado en la pequeña localidad de Readfield, Maine (2400 habitantes), donde la buena vecindad era una forma de vida, y los forasteros eran también vecinos. Nadie se lo había explicado así de claramente; lo había aprendido de su madre, su padre y sus hermanos mayores. Tenían poco que decir sobre esas cuestiones, pero predicar con el ejemplo es siempre la forma de enseñanza más eficaz. Si veías a un tipo tirado junto a la carretera, tanto daba que fuera samaritano o marciano. Te detenías a ayudar.

Tampoco le había preocupado nunca mucho que pudiera robarle, violarla o asesinarla alguien que solo simulaba necesitar ayuda. En quinto curso, cuando la enfermera del colegio le preguntó su peso, Julie contestó orgullosa: «Dice mi papá que desnuda rondaría los ochenta. Despellejada, un poco menos». Ahora, a los treinta y cinco años rondaba más bien los ciento treinta y no tenía el menor interés en convertirse en la buena esposa de ningún hombre. Era lesbiana como la que más, y se enorgullecía de ello. En la parte posterior de su furgoneta Ram llevaba dos adhesivos. En uno se leía APOYEMOS LA IGUALDAD DE GÉNEROS . El otro, de un rosa intenso, opinaba que ¡ GAY ES UNA PALABRA AFORTUNADA!

En ese momento los adhesivos no se veían porque arrastraba lo que ella llamaba el «remolque de la jaca». Había comprado una yegua, una paso fino de dos años, en Clinton, y viajaba de regreso a Readfield, donde vivía en una granja con su compañera, a solo tres kilómetros carretera adelante de la casa donde se había criado.

Estaba pensando, como tantas veces, en sus cinco años de gira con las Twinkles, un equipo femenino de lucha en barro. Esos años habían sido a la vez malos y buenos. Malos porque en general se consideraba a las Twinkles un fenómeno de feria (cosa que en cierto modo eran, suponía); buenos porque habían visto mucho mundo. Sobre todo mundo norteamericano, eso era cierto; pero en una ocasión el equipo pasó tres meses en Inglaterra, Francia y Alemania, donde las trataron con una gentileza y un respeto casi inquietantes. Como a damiselas, de hecho.

Todavía conservaba el pasaporte, y lo había renovado el año anterior, aunque sospechaba que seguramente nunca más viajaría al extranjero. En esencia le traía sin cuidado. En esencia estaba a gusto en la granja con Amelia y su variopinta colección de perros, gatos y ganado, pero a veces echaba en falta aquellos tiempos de gira: los ligues de una sola noche, los combates bajo los focos, la bronca camaradería de las otras chicas. A veces incluso echaba de menos los encontronazos con el público.

« ¡Agárrala por el chocho, eso le gusta: es bollera! », exclamó una noche algún paleto descerebrado… en Tulsa, si la memoria no la engañaba.

Melissa y ella, la chica con la que estaba luchando en el cuadrilátero de barro, cruzaron una mirada, asintieron y se pusieron en pie de cara a la sección del público de donde había surgido la exclamación. Se quedaron allí inmóviles, sin más ropa que la parte inferior del biquini empapada, el barro escurriéndose de su pelo y sus pechos, y las dos a la par le hicieron un corte de mangas a aquel bocazas. El público prorrumpió en un aplauso espontáneo… que se convirtió en clamorosa ovación cuando primero Julianne y después Melisa se dieron la vuelta, se agacharon, se bajaron el biquini y le enseñaron el culo al muy gilipollas.

Se había criado sabiendo que uno cuidaba de aquel que había caído y no podía levantarse. También se había criado sabiendo que uno no aguantaba chorradas de nadie, ni sobre sus caballos, ni sobre su tamaño, ni sobre su actividad profesional, ni sobre sus preferencias sexuales. En cuanto empezabas a aguantar chorradas, eso se convertía en la pauta.

El CD que estaba escuchando terminó, y se disponía a pulsar el botón para expulsarlo cuando vio más adelante un coche, estacionado poco más allá de la entrada a la vía de acceso que conducía a la abandonada Área 81. Tenía encendidas las luces de emergencia. Lo precedía otro coche, una ranchera embarrada y maltrecha. Probablemente Ford o Chevrolet, no se distinguía bien.

Julie no tomó una decisión, porque no había decisión que tomar. Puso el intermitente, vio que no quedaba espacio para ella en la vía de acceso, no con el remolque, y ocupó el arcén evitando pisar la tierra blanda contigua. Nada deseaba menos que volcar con la jaca por la que acababa de pagar mil ochocientos dólares.

Probablemente no se trataba de un percance grave, pero no le costaba nada comprobarlo. Nunca se sabía cuándo una mujer decidía de repente dar a luz en la interestatal, o cuándo un hombre que paraba a ayudar se ponía nervioso y se desmayaba. Julie encendió las luces de emergencia, pero con el remolque de la jaca detrás apenas se veían.

Se apeó, miró hacia los dos coches y no vio un alma. Quizá alguien había recogido a los conductores, pero era más probable que hubiesen ido al restaurante. Julie dudaba que allí encontraran gran cosa; aquello llevaba cerrado desde septiembre del año anterior. Antes la propia Julie a menudo hacía un alto en el Área 81 para tomarse un cucurucho de yogur helado, pero ahora se detenía por su tentempié treinta kilómetros al norte, en Damon’s, Augusta.

Circundó el remolque, y su nueva jaca —DeeDee, se llamaba— asomó el morro. Julie la acarició.

—So, pequeña, so. Será solo un momento.

Abrió la puerta del remolque para acceder al armario incorporado en el lado izquierdo. DeeDee decidió que era buen momento para abandonar el vehículo, pero Julie se lo impidió con su fornido hombro y volvió a susurrar:

—So, pequeña, so.

Descorrió el pestillo del armario. Dentro, encima de las herramientas, llevaba unas cuantas bengalas de carretera y dos conos de seguridad fosforescentes de color rosa. Julie introdujo los dedos en el extremo hueco de los conos (no había necesidad de bengalas en una tarde que poco a poco empezaba a despejarse). Cerró el armario y corrió el pestillo, no quería que DeeDee pisara dentro y se hiciera daño. A continuación cerró la puerta de atrás. DeeDee volvió a asomar la cabeza. Julie en realidad no creía que un caballo pudiese parecer inquieto, pero DeeDee en cierto modo lo parecía.

—No tardo —dijo, y colocó los conos de seguridad detrás del remolque. Luego se encaminó hacia los dos coches.

El Prius, aunque vacío, no tenía echado el seguro. Eso dio mala espina a Julie, porque en el asiento trasero había una maleta y un maletín de aspecto caro. La puerta del conductor de la vieja ranchera estaba entornada. Julie se dirigió hacia allí, pero de pronto se detuvo con expresión ceñuda. Abandonados en el asfalto junto a la puerta abierta vio un teléfono móvil y lo que casi con toda certeza era una alianza nupcial. La carcasa del móvil presentaba una considerable grieta en zigzag, como si se hubiera caído. Y en el pequeño visor de cristal que mostraba los números entrantes detectó… ¿era eso una gota de sangre?

Probablemente no. Probablemente era solo barro —la ranchera estaba cubierta de fango—, pero a Julie aquello le gustaba cada vez menos. Había sacado a DeeDee a dar un buen paseo a medio galope antes de subirla al remolque, y como no se había cambiado para el viaje todavía llevaba puesta la práctica falda de montar con rajas a los lados. Extrajo su móvil del bolsillo derecho y dudó si marcar el 911.

No, decidió, todavía no. Pero si la ranchera sucia de barro estaba tan vacía como el coche verde pequeño, o si la mancha del tamaño de una moneda en el teléfono caído era realmente sangre, sí llamaría. Y esperaría allí mismo a que llegase el coche de la policía de carretera en lugar de acercarse ella sola al edificio abandonado. Era valiente, y tenía buen corazón, pero no era tonta.

Se agachó a examinar el anillo y el teléfono caído. La falda de montar, con un ligero vuelo, rozó el flanco embarrado de la ranchera y pareció fundirse con él. Julie sintió el tirón a la derecha, muy violento. Su robusta nalga topó con el costado de la ranchera. La superficie cedió y envolvió dos capas de ropa y la carne que contenían. El dolor fue repentino y atroz. Julie chilló, soltó su teléfono e intentó apartarse de un empujón, casi como si el coche fuera una de sus antiguas adversarias en lucha. Su mano y su antebrazo derechos desaparecieron a través de la flexible membrana que parecía un cristal. Lo que asomó al otro lado, vagamente visible a través de la película de barro, no era el brazo fornido de una amazona corpulenta y saludable sino un hueso consumido del que colgaban jirones de carne.

La ranchera empezó a contraerse.

En sentido sur pasó un coche, luego otro. Debido al remolque, no vieron a la mujer que en ese momento se hallaba medio dentro, medio fuera de la ranchera deformada, como el Hermano Conejo adherido al muñeco de alquitrán. Ni oyeron sus gritos. Uno de los conductores iba escuchando a Toby Keith, el otro a Led Zeppelin. Los dos llevaban sus preferencias en música pop a todo volumen. En el restaurante, Pete Simmons sí la oyó, pero a lo lejos, como un eco apagado. Parpadeó. Finalmente los gritos cesaron.

Pete se dio la vuelta en el colchón mugriento y siguió durmiendo.

Aquello que parecía un coche se comió a Julianne Vernon, con ropa, botas y todo. Lo único que se le escapó fue el teléfono, caído junto al de Doug Clayton. Luego volvió a cobrar forma de ranchera con el mismo sonido de antes, similar al impacto de una pelota de tenis contra una raqueta.

En el remolque de la jaca, DeeDee relinchaba y piafaba con impaciencia. Tenía hambre.

4. LA FAMILIA LUSSIER (Expedition de 2011)

Rachel Lussier, de seis años, exclamó:

—¡Mira, mamá! ¡Mira, papá! ¡Es la señora del caballo! ¿Veis el remolque? ¿Lo veis?

A Carla no la sorprendió que Rache fuera la primera en avistar el remolque, pese a ir en el asiento de atrás. Rache era quien tenía la vista más fina de la familia; en eso nadie se le acercaba siquiera. Visión de rayos X, lo llamaba a veces su padre. Era uno de esos comentarios en broma que no eran del todo en broma.

Johnny, Carla y Blake, de cuatro años, llevaban los tres gafas; en las dos ramas de la familia todos llevaban gafas; seguramente incluso Bingo, el perro, las necesitaba. Bingo chocaba más de una vez con la mosquitera cuando quería salir. Solo Rache había escapado a la maldición de la miopía. La última vez que fue al optómetra, leyó la condenada tabla optométrica entera, incluida la última línea. El doctor Stratton quedó atónito.

—La admitirían en un curso de pilotaje de cazas —dijo a Johnny y Carla.

—Quizá algún día lo intente —comentó Johnny—. Desde luego no le falta instinto asesino en lo que se refiere a su hermano pequeño.

Carla le había asestado un codazo por eso, pero era verdad. Había oído decir que existía menos rivalidad entre hermanos cuando estos eran de distinto sexo. En ese caso, Rachel y Blake eran la excepción que confirmaba la regla. A veces Carla pensaba que las dos palabras que oía más a menudo por entonces eran ha empezado . Solo variaba el género del pronombre situado al final de la frase.

Los dos se habían portado bastante bien durante los doscientos primeros kilómetros de ese viaje, en parte porque visitar a los padres de Johnny siempre los ponía de buen humor, pero sobre todo porque Carla había tenido la cautela de amontonar en la tierra de nadie entre el elevador de Rachel y la sillita de Blake juguetes y libros de colorear. Pero después de la parada para comer algo e ir al baño en Augusta, la riña había comenzado de nuevo. Probablemente por los cucuruchos. Dar azúcar a los niños en un largo viaje en coche era como rociar de gasolina una fogata; Carla lo sabía, pero no podía negárselo todo .

Desesperada, Carla los había animado a jugar a Plástico Fantástico, actuando ella como juez y concediendo puntos por gnomos de jardín, pozos de los deseos, estatuas de la Virgen María, etcétera. El problema era que en la autopista había muchos árboles pero muy pocos adornos vulgares junto a la calzada. Su hija de seis años, la de la vista fina, y su hijo de cuatro, el de la lengua afilada, habían empezado a renovar viejos agravios cuando Rachel vio el remolque para caballos detenido muy cerca de la antigua zona de servicios del Área 81.

—¡Quiero acariciar otra vez al caballito! —exclamó Blake.

Comenzó a revolverse en su sillita: el bailarín de break dance más pequeño del mundo. Las piernas le llegaban al respaldo del asiento del conductor, cosa que Johnny encontraba muy molesta.

Que me explique alguien otra vez por qué quise tener hijos , pensó. Que alguien me recuerde en qué estaba yo pensando. Sé que en su día le vi sentido .

—Blakie, no des patadas al asiento de papá —dijo Johnny.

—¡Quiero acariciar al caballito ! —berreó Blake. Y asestó una patada especialmente certera al respaldo del asiento delantero.

—Vaya un criajo estás tú hecho —dijo Rachel, a salvo de los puntapiés de su hermano en su lado de la zona desmilitarizada del asiento trasero. Habló en su tono más indulgente de niña mayor, el que invariablemente enfurecía a Blakie.

— ¡YO NO SOY UN CRIAJO!

—Blakie —empezó Johnny—, si no paras de dar patadas al asiento de papá, papá tendrá que coger su infalible cuchillo de carnicero y amputarle los piececitos a Blakie a la altura de los tobi…

—A esa mujer se le ha averiado el coche —dijo Carla—. ¿Ves los conos? Para.

—Cariño, eso implicaría estacionar en el arcén. No me parece buena idea.

—No hace falta. Avanza un poco y aparca al lado de esos otros dos coches. En la vía de acceso. Hay espacio, y no cortarás el paso a nadie porque el área de servicio está cerrada.

—Si no tienes inconveniente, me gustaría volver a Falmouth antes de que se haga…

—Para. —Carla se oyó utilizar el tono de Máxima Alerta que no admitía una negativa, pese a que era consciente de que daba mal ejemplo; ¿cuántas veces en los últimos tiempos había oído a Rachel emplear con Blake ese mismo tono exactamente? Emplearlo hasta que el pobrecillo se echaba a llorar… Desactivando esa voz de aquella-a-quien-debe-obedecerse y adoptando un tono más amable, añadió—: Esa mujer se ha portado bien con los niños.

Al detenerse en Damon’s a tomar un helado habían aparcado junto al remolque. La señora del caballo (casi tan grande como el propio animal), apoyada en el remolque, disfrutaba también de un cucurucho y daba algo de comer a una yegua muy hermosa. Carla tuvo la impresión de que era una barrita de granola.

Johnny, con un niño cogido de cada mano, intentó pasar de largo, pero Blake no estaba por la labor.

—¿Puedo acariciar su caballo? —preguntó.

—Te costará veinticinco centavos —dijo la mujer corpulenta, que vestía una falda de montar marrón, y luego, al ver la expresión de desánimo de Blakie, sonrió—. No, era broma. Ten, aguanta esto.

Entregó el cucurucho goteante a Blake, quien, sorprendido, no supo qué hacer salvo aceptarlo. A continuación levantó al pequeño en volandas hasta donde podía acariciar la testuz del caballo. DeeDee contempló tranquila al niño de ojos abiertos como platos, olfateó el cucurucho goteante de la señora del caballo, decidió que no era lo que le apetecía, y se dejó tocar la testuz.

—¡Uau, qué suave! —exclamó Blake.

Carla nunca lo había oído hablar con tanto entusiasmo. ¿Por qué no hemos llevado nunca a los niños a una granja interactiva? se preguntó, y lo anotó de inmediato en su lista mental de tareas.

—¡Yo, yo, yo! —vociferó Rachel, bailoteando impaciente alrededor.

La mujer corpulenta bajó a Blake.

—Dale unos lametones a ese helado mientras yo levanto a tu hermana —le dijo—, pero no dejes microbios, ¿vale?

Carla pensó en recordar a Blake que comer de aquello que ya había empezado otra persona, en especial de un desconocido, no convenía. Entonces vio la sonrisa de perplejidad de Johnny y pensó: Qué demonios. Uno llevaba a los niños a colegios que eran en esencia fábricas de gérmenes. Los llevaba en coche kilómetros y kilómetros por una autopista, donde cualquier borracho desaprensivo o adolescente enviando mensajes de texto podía cruzar la mediana y mandarlos al otro barrio. ¿Y después iba a prohibirles lamer un helado parcialmente consumido? Tal vez eso era llevar un poco demasiado lejos la mentalidad sillita de coche y casco de bicicleta.

La señora del caballo levantó a Rachel para que pudiera acariciar la testuz de la yegua.

—¡Uala! ¡Qué bonita! —exclamó Rachel—. ¿Cómo se llama?

—DeeDee.

—¡Buen nombre! ¡Te quiero, DeeDee!

—Yo también te quiero, DeeDee —dijo la señora del caballo, y plantó un sonoro beso en la testuz de DeeDee.

Ante eso todos se echaron a reír.

—Mamá, ¿podemos tener un caballo?

—¡Sí! —respondió Carla afectuosamente—. ¡Cuando cumplas los veintiséis!

Al oírla, Rachel adoptó su cara de loca (frente contraída, mejillas hinchadas, labios cosidos), pero cuando la señora del caballo soltó una risotada, Rachel sucumbió y se rio también.

La mujer corpulenta se inclinó hacia Blakie y apoyó las manos en las rodillas, cubiertas por la falda de montar.

—¿Puedo recuperar mi cucurucho, jovencito?

Blake se lo tendió. Cuando ella lo cogió, el niño empezó a lamerse los dedos, manchados de pistacho derretido.

—Gracias —dijo Carla a la mujer del caballo—. Ha sido usted muy amable. —Luego, volviéndose hacia Blake—: Entremos a limpiarte. Después podrás tomarte un helado.

—Quiero el mismo que ella —anunció Blake, y eso arrancó otra carcajada a la señora del caballo.

Johnny insistió en que se comieran los cucuruchos en un reservado, no quería que decorasen el Expedition con helado de pistacho. Cuando terminaron y salieron, la señora del caballo ya se había ido.

Una de esas personas —a veces antipáticas, más a menudo cordiales, en algún caso incluso sensacionales— con las que uno coincide en la carretera y no ve nunca más.

Solo que allí estaba ella, o al menos estaba su furgoneta, estacionada en el arcén con unos conos de seguridad perfectamente colocados detrás del remolque. Y Carla tenía razón: la señora del caballo se había portado bien con los niños. Con esta idea en la cabeza, Johnny Lussier tomó la peor —y la última— decisión de su vida.

Puso el intermitente, dobló por la vía de acceso tal como había propuesto Carla, y aparcó delante del Prius de Doug Clayton, que tenía aún encendidas las luces de emergencia, y al lado de la ranchera embarrada. Dejó el cambio en punto muerto pero no apagó el motor.

—Quiero acariciar al caballito —dijo Blake.

—Yo también quiero acariciar al caballito —repitió Rachel con el tono altivo de señora-de-la-mansión que había aprendido Dios sabía dónde. Sacaba de quicio a Carla, pero se mordió la lengua. Si la reprendía por eso, Rache lo utilizaría aún más.

—No sin permiso de la dueña —intervino Johnny—. Vosotros, niños, de momento quedaos ahí. Tú también, Carla.

—Sí, mi amo —respondió Carla con una voz de zombi que siempre hacía reír a los niños.

—Qué risa, tía Felisa.

—No hay nadie en la cabina de la furgoneta —observó Carla—. Todos los coches parecen vacíos. ¿Crees que ha habido un accidente?

—No lo sé, pero no veo ninguna abolladura. Esperad un momento.

Johnny Lussier se apeó, rodeó por la parte de atrás el Expedition que nunca acabaría de pagar y se acercó a la cabina de la Dodge Ram. Carla no había visto a la señora del caballo, pero quería asegurarse de que no estuviera tendida en los asientos, tal vez tratando de sobrevivir a un infarto. (Aficionado a la práctica del footing, Johnny creía en el fondo de su alma que un infarto esperaba a los cuarenta y cinco años a todo aquel que sobrepasara en tres kilos el peso ideal prescrito por Medicine.Net).

La mujer no estaba desplomada en el asiento ( claro que no, a una mujer de esa corpulencia Carla la habría visto incluso tendida ), ni en el remolque. Solo vio allí a la yegua, que asomó la cabeza y olfateó el rostro de Johnny.

—Hola… —Inicialmente el nombre no le vino a la memoria, pero al cabo de un momento se acordó—. DeeDee. ¿Qué tal cuelga ese morral?

Le dio unas palmadas en la testuz y volvió sobre sus pasos por la vía de acceso para inspeccionar los otros dos vehículos. Advirtió que sí se había producido algún tipo de accidente, aunque insignificante. La ranchera había volcado algunos de los conos de color naranja que cortaban el paso.

Carla bajó la ventanilla, cosa que no pudieron hacer los niños en la parte de atrás porque los cristales estaban bloqueados.

—¿Hay señales de la mujer?

—No.

—¿Hay señales de alguien ?

—Carl, espera un po… —Vio los teléfonos móviles y la alianza nupcial caídos junto a la puerta parcialmente abierta de la ranchera.

—¿Qué? —Carla alargó el cuello para ver.

—Un momento. —Se le pasó por la cabeza decirle que echara el seguro de las puertas, pero lo descartó. Al fin y al cabo se hallaban en la I-95 a plena luz del día. Pasaban coches cada veinte o treinta segundos, a veces dos o tres seguidos.

Se agachó y cogió los teléfonos, uno en cada mano. Se volvió hacia Carla, y por eso no vio que la puerta del coche se abría más, como una boca.

—Carla, me parece que este está manchado de sangre. —Sostuvo en alto el móvil agrietado de Doug Clayton.

—Mamá… —dijo Rachel—. ¿Quién hay en ese coche sucio? Está abriéndose la puerta.

—Vuelve —dijo Carla. De pronto tenía la boca seca como el esparto. Deseaba gritar pero parecía que una roca le oprimía el pecho, una roca invisible pero muy grande—. ¡En ese coche hay alguien!

Johnny, en lugar de regresar, se dio la vuelta y se inclinó para mirar dentro. En ese momento la puerta se cerró y le atrapó la cabeza. Se oyó un ruido sordo aterrador. Súbitamente la roca que Carla sentía sobre el pecho desapareció. Tomó aire y, a gritos, pronunció el nombre de su marido.

—¿Qué le pasa a papá? —preguntó Rachel con voz aguzada y fina como un junco—. ¿Qué le pasa a papá?

—¡Papá! —exclamó Blake. Absorto en hacer inventario de sus Transformers más nuevos, de repente miró alrededor con desesperación para ver dónde podía estar el papá en cuestión.

Carla no se detuvo a pensar. Allí estaba el cuerpo de su marido, pero tenía la cabeza dentro de aquella ranchera sucia. No obstante, seguía con vida; agitaba brazos y piernas. Sin guardar recuerdo de haber abierto la puerta, se vio fuera del Expedition. Su cuerpo parecía actuar por propia iniciativa, siendo su cerebro aturdido un mero acompañante.

—¡Mamá, no! —gritó Rachel.

—¡Mamá, NO! —Blake no tenía la menor idea de qué pasaba, pero sí sabía que no era nada bueno. Empezó a llorar y a forcejear con la maraña de correas de la sillita.

Carla agarró a Johnny por la cintura y tiró de él con la superfuerza enloquecida que genera la adrenalina. La puerta de la ranchera se abrió parcialmente y la sangre resbaló por el estribo en una pequeña cascada. Por un momento de horror vio la cabeza de su marido en el asiento embarrado de la ranchera, absurdamente ladeada. Aunque a Johnny todavía le temblaban los brazos, Carla comprendió (en uno de esos destellos de lucidez que pueden producirse incluso durante una tormenta perfecta de pánico) que ese era el aspecto que ofrecían las víctimas de un ahorcamiento después de cortar la soga. Porque tenían el cuello roto. En ese breve y lacerante momento —ese fugaz tiempo de exposición—, pensó que Johnny se veía estúpido y sorprendido y feo, despojado de lo que en esencia era, y supo que ya había muerto, temblara o no. Era el aspecto que ofrecía un niño tras caer en las rocas en lugar de en el agua después de lanzarse en picado. El aspecto que ofrecía una mujer atravesada por el volante del coche después de estrellarse contra el estribo de un puente. El aspecto que ofrecías cuando una muerte desfiguradora, surgida de la nada, avanzaba ufana hacia ti con los brazos abiertos en actitud de bienvenida.

La puerta del coche se cerró con una violencia brutal. Carla tenía aún los brazos alrededor de la cintura de su marido y al sentirse arrastrada hacia delante experimentó otro destello de lucidez.

¡Es el coche, tienes que apartarte del coche!

Soltó a Johnny un instante demasiado tarde. Un mechón de pelo entró en contacto con la puerta y fue succionado. Carla se golpeó la frente contra el coche antes de poder zafarse. De repente la parte de arriba de la cabeza empezó a arderle mientras aquello le devoraba el cuero cabelludo.

¡Corre! , intentó advertir a su hija a menudo conflictiva pero sin duda inteligente. ¡Corre y llévate a Blakie!

Pero antes de que pudiera articular ese pensamiento su boca había desaparecido.

Solo Rachel vio cerrarse la puerta de la ranchera en torno a la cabeza de su padre como una Venus atrapamoscas alrededor de un insecto, pero los dos niños vieron a su madre atravesar de algún modo la puerta embarrada como si esta fuera una cortina. Vieron desprenderse uno de sus mocasines, vislumbraron por un segundo las uñas pintadas de rosa de sus pies, y acto seguido desapareció. Un momento después el coche blanco perdió su forma y se cerró como un puño. A través de la ventanilla abierta de la puerta del acompañante del Expedition oyeron unos crujidos.

—¿Qué es eso? —preguntó Blakie a gritos. Lloraba a lágrima viva y una película de mocos le cubría el labio inferior—. ¿Qué es eso, Rachie? ¿Qué es eso? ¿Qué es eso?

Sus huesos , pensó Rachel. Tenía solo seis años y no podía ir al cine a ver películas no aptas para menores de trece ni verlas en televisión (y menos aún las destinadas a mayores de dieciocho; según su madre, esas eran subidas de tono ), pero sabía que esos crujidos procedían de los huesos de sus padres.

El coche no era un coche. Era una especie de monstruo.

—¿Dónde están mami y papi? —preguntó Blakie, fijando en ella sus ojos grandes, ahora aún más grandes en apariencia por efecto de las lágrimas—. ¿Dónde están mami y papi, Rachie?

Habla como si volviese a tener dos años , pensó Rachel, y quizá por primera vez en su vida sintió por su hermano menor algo que no era solo irritación (u odio declarado cuando ponía a prueba su paciencia de manera extrema con su conducta). No creía que ese nuevo sentimiento fuese amor. Creía que era algo incluso superior. Su madre no había podido decir nada en sus últimos momentos, pero si hubiese tenido tiempo, Rachel sabía que habría dicho: Cuida de Blakie .

Su hermano se revolvía en la sillita. Sabía desabrochar las correas, pero, presa del pánico, había olvidado cómo se hacía.

Rachel se quitó el cinturón de seguridad, abandonó el elevador e intentó soltarlo ella. Blakie, en uno de sus aspavientos, le propinó un sonoro bofetón en la mejilla. En circunstancias normales, eso le habría valido un fuerte puñetazo en el hombro (y a Rachel un rato castigada en su habitación, donde se habría quedado inmóvil, con la mirada fija en la pared, reconcomiéndose en su ira), pero en ese momento se limitó a agarrarle la mano y mantenérsela sujeta.

—¡Para ya! ¡Déjame ayudarte! ¡Puedo sacarte de ahí, pero no si haces eso!

Blakie dejó de sacudirse, pero siguió llorando.

—¿Dónde está papi? ¿Dónde está mami? ¡Quiero que venga mami!

Yo también, capullo , pensó Rachel, y desabrochó las correas de la sillita.

—Ahora vamos a salir, y vamos a…

¿Qué? Iban a ¿qué? ¿Ir al restaurante? Estaba cerrado, por eso había conos de color naranja. Por eso no se veían surtidores en la parte delantera de la gasolinera y crecían hierbajos en el aparcamiento vacío.

—Vamos a marcharnos de aquí —concluyó.

Bajó del coche y lo rodeó hasta llegar al lado de Blakie. Abrió la puerta, pero su hermano se quedó mirándola con los ojos anegados en lágrimas.

—No puedo salir, Rachie; me caeré.

No seas cobardica , estuvo a punto de decir, pero se contuvo. No era momento para eso. Blakie estaba ya bastante alterado. Abrió los brazos y dijo:

—Déjate caer. Te cogeré.

Blakie la miró con cara de escepticismo y, a renglón seguido, se dejó caer. Rachel lo cogió, en efecto, pero su hermano pesaba más de lo que parecía y los dos acabaron en el suelo. Ella se llevó la peor parte, porque estaba debajo, pero Blakie, que se golpeó la cabeza y se arañó una mano, empezó a berrear con estridencia, esta vez a causa del dolor, no del miedo.

—Para ya —ordenó Rachel. Forcejeando, salió de debajo—. Pórtate como un hombre, Blakie.

—¿Eh?

Ella no contestó. Miraba los dos teléfonos caídos junto a la horrenda ranchera. Uno parecía roto, pero el otro…

Rachel avanzó hacia él a gatas, sin apartar la mirada ni por un segundo del coche en el que habían desaparecido sus padres de manera tan repentina y aterradora. Cuando alargaba la mano hacia el teléfono indemne, Blakie pasó junto a ella en dirección a la ranchera, tendiendo al frente la mano herida.

—¿Mamá? ¿Mami? ¡Sal! Me he hecho daño. Tienes que salir y curármela con un bes…

—Quédate ahí quieto ahora mismo, Blake Lussier .

Carla se habría sentido orgullosa; era la voz de aquella-a-quien-debe-obedecerse en su tono más severo. Y surtió efecto. Blake se detuvo a un metro de la ranchera.

—¡Pero quiero que venga mami ! ¡Quiero que venga mami , Rachie!

Ella lo agarró de la mano y tiró de él para apartarlo del coche.

—Ahora no. Ayúdame a ver cómo funciona esto.

Sabía perfectamente cómo funcionaba el teléfono, pero tenía que distraerlo.

—¡Dámelo, yo sé! ¡Dámelo, Rache!

Ella le entregó el móvil y, mientras él examinaba los botones, se puso en pie, lo agarró por la camiseta de Lobezno y lo obligó a retroceder tres pasos. Blake apenas se dio cuenta. Encontró el botón de encendido del móvil de Julianne Vernon y lo pulsó. El teléfono emitió un pitido. Rachel se lo quitó de la mano, y Blakie, por primera vez en su bobalicona vida de niño pequeño, no protestó.

Rachel había escuchado con mucha atención a McGruff el Perro Policía cuando, como parte de una campaña de seguridad ciudadana, visitó el colegio para darles una charla (aunque Rachel sabía de sobra que era un tipo disfrazado de McGruff), y en ese momento no vaciló. Marcó el 911 y se acercó el teléfono al oído. El timbre sonó una vez, y contestaron.

—¿Hola? Me llamo Rachel Ann Lussier, y…

—Esta llamada está siendo grabada —dijo una voz masculina indiferente a la suya—. Si desea informar de un caso urgente, pulse Uno. Si desea informar de incidencias en las carreteras, pulse Dos. Si desea informar de un automovilista en dificultades…

—¿Rache? ¿Rachie? ¿Dónde está mami? ¿Dónde está pa…?

—¡Chis! —lo interrumpió Rachel con severidad, y pulsó el 1. No le fue fácil. Le temblaba la mano y tenía los ojos empañados. Cayó en la cuenta de que estaba llorando. ¿Cuándo había empezado a llorar? No lo recordaba.

—Hola, aquí el nueve uno uno —dijo una mujer.

—¿Es usted una persona de verdad o es otra grabación? —preguntó Rachel.

—Soy de verdad —contestó la mujer, que al parecer lo encontró gracioso—. ¿Se trata de un caso urgente?

—Sí. Un coche malo se ha comido a nuestra madre y nuestro papá. Está en la…

—Corta ahora que aún estás a tiempo —aconsejó la mujer del 911, pese a que parecía encontrarlo aún más gracioso—. ¿Qué edad tienes, niña?

—Seis años, casi siete. Me llamo Rachel Ann Lussier, y un coche, un coche malo…

—Escucha, Rachel Ann o como te llames, puedo localizar esta llamada. ¿Lo sabías? Seguramente no. Ahora cuelga, y así no tendré que mandar a un agente a tu casa para que te dé unos…

—¡Están muertos, señora tonta del teléfono! —exclamó Rachel, y Blakie, al oír esa palabra que empezaba por «m», rompió a llorar otra vez.

La mujer del 911 calló por un momento. A continuación, con un tono de voz que indicaba que ya no le veía la gracia, preguntó:

—¿Dónde estás, Rachel Ann?

—¡En el restaurante vacío! ¡El que tiene unos conos de color naranja!

Blakie se sentó y colocó la cara entre las rodillas y los brazos por encima de la cabeza. Al verlo así, Rachel sintió una pena que nunca antes había experimentado. Un pena muy honda.

—Eso no es información suficiente —dijo la mujer del 911—. ¿Puedes dar algún dato más concreto, Rachel Ann?

Rachel no sabía qué significaba «concreto», pero sí sabía lo que veían sus ojos: el neumático trasero de la ranchera, el más cercano a ellos, estaba fundiéndose un poco. Un tentáculo de algo similar a goma líquida avanzaba lentamente por el asfalto hacia Blakie.

—Tengo que colgar —dijo Rachel—. Tenemos que apartarnos del coche malo.

Puso a Blake en pie y tiró de él para obligarlo a retirarse un poco más sin perder de vista el neumático a medio fundirse. El tentáculo de goma comenzó a retroceder hacia el lugar de donde procedía ( porque sabe que no estamos a su alcance , pensó Rachel), y el neumático empezó a parecerse de nuevo a un neumático, pero eso a Rachel no le bastó. Siguió tirando de Blake por la vía de acceso hacia la autopista.

—¿Adónde vamos, Rachie?

No lo sé.

—Nos apartamos de ese coche —respondió ella.

—¡Quiero mis Transformers!

—Ahora no, después.

Con Blake bien sujeto, continuó reculando hacia la autopista, por donde circulaba algún que otro coche a ciento diez y ciento veinte por hora.

No hay sonido tan penetrante como el grito de un niño; es uno de los mecanismos de supervivencia más eficaces de la naturaleza. El sueño de Pete Simmons era ya poco más que un estado de sopor, y cuando Rachel gritó a la mujer del 911, él la oyó y por fin despertó del todo.

Se incorporó, hizo una mueca y se llevó la mano a la cabeza. Le dolía, y supo qué clase de dolor era ese: la temida RESACA . Se notaba la lengua afelpada y tenía el estómago revuelto. No revuelto voy-a-vomitar, pero revuelto igualmente.

Menos mal que no bebí más , pensó, y se puso en pie. Se acercó a una de las ventanas protegidas con tela metálica para ver quién chillaba. No le gustó lo que vio. Algunos de los conos de color naranja que impedían el paso a la entrada de la vía de acceso al área de servicio estaban volcados, y allí había coches. Varios.

Entonces vio a dos niños: una niña pequeña con pantalón rosa y un niño pequeño con pantalón corto y camiseta. Alcanzó a verlos solo brevemente, lo justo para saber que retrocedían —como si algo los hubiera asustado— antes de que quedaran ocultos por lo que parecía, pensó Pete, un remolque para caballos.

Ahí pasaba algo. Se había producido un accidente o algo así, aunque nada tenía aspecto de accidente. Su primer impulso fue marcharse de allí a toda prisa, antes de verse envuelto en lo que fuese que había ocurrido. Cogió la alforja y se encaminó hacia la cocina y el muelle de carga y descarga de la parte de atrás. De pronto se detuvo. Ahí fuera había unos niños. Niños pequeños . Muy pequeños para estar solos tan cerca de una vía rápida como la I-95, y él no había visto a ningún adulto.

Tiene que haber personas mayores, ¿no has visto todos esos coches?

Sí, había visto los coches, y un remolque para caballos enganchado a una furgoneta, pero a ninguna persona mayor.

Tengo que salir ahí afuera. Aunque me meta en un lío, tengo que asegurarme de que esos críos tontos del culo no acaban espachurrados en la autopista .

Pete corrió hacia la puerta delantera del Burger King, la encontró cerrada con llave y se preguntó cuál habría sido la pregunta de Normie Therriault: Eh, pedazo de placenta, ¿tuvo tu madre algún hijo vivo?

Pete dio media vuelta y se dirigió como una flecha hacia el muelle de carga y descarga. Al correr, se le agudizó el dolor de cabeza, pero no le dio importancia. Dejó la alforja en el borde de la plataforma de hormigón, se agachó y saltó. Cayó torpemente y se golpeó la rabadilla, pero tampoco le dio importancia. Se levantó y lanzó una mirada anhelante hacia el bosque. Podía desaparecer sin más. Si lo hacía, quizá se ahorrara muchísimos problemas. La idea le resultó deplorablemente tentadora. No era como en las películas, donde el bueno siempre toma la decisión correcta sin pensar. Si alguien le olía el vodka en el aliento…

—Dios —exclamó—. Por los Krispies de Cristo.

¿Cómo se le había ocurrido ir allí? ¡Y él hablando de críos tontos del culo!

Rachel llevó a Blakie, agarrándolo bien de la mano, hasta la entrada de la vía de acceso. Cuando llegaban allí, un tráiler doble pasó atronadoramente a ciento veinte por hora. El golpe de viento les echó atrás el pelo, les agitó la ropa y casi derribó a Blakie.

—¡Rachie, tengo miedo! ¡No debemos salir a la carretera!

Como si no lo supiera , pensó Rachel.

En casa no debían ir más allá del final del camino de acceso, y eso que en su calle de Falmouth, Fresh Winds Way, apenas había tráfico. En la autopista el tráfico no era ni mucho menos continuo, pero los pocos coches que pasaban iban superrápido. Además, ¿qué opciones tenían? Tal vez pudieran llegar al arcén, pero sería muy arriesgado. Y allí no había salidas, solo bosque. Podían volver atrás e ir al restaurante, pero tendrían que pasar junto al coche malo.

El conductor de un deportivo rojo a toda velocidad hizo sonar el claxon en un continuo UAAAAAAAA tan estridente que Rachel deseó taparse los oídos.

Blake tiraba de ella, y Rachel se dejó arrastrar. Un guardarraíl delimitaba la vía de acceso por uno de sus lados. Blakie se sentó en uno de los gruesos cables que unían los postes y se tapó los ojos con sus regordetas manos. Rachel se sentó a su lado. Se había quedado sin ideas.

5. JIMMY GOLDING (Crown Victoria de 2011)

El grito de un niño puede que sea uno de los mecanismos de supervivencia más eficaces de la madre naturaleza, pero en lo que atañe a la circulación por autopista no hay nada como un coche patrulla aparcado. En especial si lo acompaña el rostro negro e inexpresivo de un radar orientado hacia el tráfico. Los conductores que circulan a ciento diez reducen a cien; los conductores que circulan a ciento treinta pisan el freno y empiezan a calcular mentalmente cuántos puntos perderán en su carnet si las luces azules se encienden a su espalda. (Es un efecto beneficioso que se pasa pronto; al cabo de quince o veinte kilómetros, los acelerados vuelven a acelerarse).

Lo mejor del coche patrulla aparcado, al menos en opinión de Jimmy Golding, agente de la policía de carretera de Maine, era que en realidad no necesitabas hacer nada. Sencillamente te detenías junto a la calzada y dejabas que la naturaleza (la naturaleza humana , en este caso) siguiera su culpable curso. Aquella tarde encapotada de abril ni siquiera había activado el radar de control de velocidad Simmons, y el tráfico de la I-95 en dirección sur no era más que un zumbido de fondo. Tenía toda la atención puesta en el iPad apoyado en el arco inferior del volante.

Se entretenía con un juego semejante al Scrabble, llamado Palabras Con Amigos, mediante la conexión a internet que proveía Verizon. Su adversario era un antiguo compañero de cuartelillo, Nick Avery, que en la actualidad servía en la policía de carretera de Oklahoma. Jimmy no se explicaba qué podía inducir a alguien a cambiar Maine por Oklahoma, cosa que él consideraba una mala decisión, pero sin duda Nick era un excelente jugador de Palabras Con Amigos. Ganaba a Jimmy nueve de cada diez partidas, y en esa llevaba ventaja. Pero esta vez la ventaja de Nick era anormalmente corta, y ya habían sacado todas las letras de la bolsa de extracción electrónica. Si él, Jimmy, lograba colocar las cuatro letras que le quedaban, obtendría una merecida victoria. En ese momento estaba atascado en ERE. Las cuatro letras restantes eran I, A, H y D. Si podía modificar de algún modo ERE, no solo ganaría, sino que sería como darle una patada en el culo a su viejo compañero. Pero la cosa no pintaba bien.

Estaba examinando el resto del tablero, donde las perspectivas resultaban aún menos prometedoras, cuando la radio emitió dos tonos agudos. Era una alerta a todas las unidades desde la centralita del 911 de Westbrook. Jimmy apartó a un lado el iPad y subió el volumen.

—Atención, todas las unidades. ¿Quién está cerca del Área 81? ¿Hay alguien?

Jimmy descolgó el micrófono.

—Aviso del nueve uno uno, aquí Diecisiete. Ahora estoy en el kilómetro ciento treinta y seis, justo al sur de la salida de Lisbon-Sabattus.

La mujer en quien Rachel Lussier pensaba como «la señora del 911» no se molestó en preguntar si había alguien más cerca; Jimmy, al volante de uno de los nuevos Crown Victoria, estaba a solo tres minutos de allí, quizá menos.

—Diecisiete, hace tres minutos he atendido una llamada de una niña pequeña que dice que sus padres están muertos, y desde ese momento he recibido varias llamadas de gente para informar de que hay dos niños pequeños solos a la entrada de esa área de servicio.

Jimmy no se molestó en preguntar por qué ninguno de esos varios informantes había parado. Ya había visto antes cosas así. A veces era por miedo a las complicaciones jurídicas. Más a menudo eran casos graves de «me la trae floja». Corría mucho de eso por ahí. Aun así… tratándose de unos niños . Dios santo, uno habría pensado…

—Nueve uno uno, yo me ocupo. Diecisiete en marcha.

Jimmy encendió las luces azules, miró por el retrovisor para asegurarse de que podía incorporarse a la circulación, y acto seguido, en medio de un salpicón de grava, abandonó el paso que comunicaba los dos lados de la autopista, donde un letrero indicaba PROHIBIDO CAMBIAR DE SENTIDO, SOLO VEHÍCULOS OFICIALES . El motor V-8 del Crown Victoria se revolucionó; los números del velocímetro digital, indistinguibles, subieron a 150, y ahí se quedaron. Los árboles desfilaron vertiginosamente a ambos lados de la calzada. Se encontró con un Buick viejo y lento que se negó tercamente a apartarse al arcén para cederle el paso y tuvo que rebasarlo. Cuando Jimmy volvió al carril derecho, vio el área de servicio. Y algo más: dos chiquillos —un niño con pantalón corto, una niña con pantalón largo rosa— sentados en el cable del guardarraíl a la entrada de la vía de acceso. Parecían los vagabundos más pequeños del mundo, y a Jimmy se le encogió el corazón hasta el punto de dolerle. Él tenía hijos.

Los niños se levantaron al ver las luces estroboscópicas, y durante un segundo aterrador Jimmy pensó que el niño iba a abalanzarse ante el coche patrulla. Gracias a Dios, la niña lo agarró del brazo y tiró de él.

Jimmy desaceleró con tal violencia que el bloc de multas, el libro de registro de servicio y el iPad cayeron del asiento. La parte delantera del Crown Victoria derrapó un poco, pero lo controló y estacionó cortando el paso a la vía de acceso, donde había ya varios coches aparcados. ¿Qué ocurría allí?

En ese momento salió el sol, y una palabra que no guardaba la menor relación con esa situación acudió a la cabeza del agente Jimmy Golding: ADHIERE . Pongo ADHIERE y me quedo sin ninguna letra .

La niña corría hacia el lado del conductor del coche patrulla llevando a rastras a su hermano pequeño, lloroso y tambaleante. Su rostro, pálido y aterrorizado, parecía el de una niña mucho mayor de lo que era, y el niño tenía una mancha grande de humedad en el pantalón.

Jimmy se apeó, con cuidado de no golpearlos con la puerta. Apoyó una rodilla en el suelo para quedar a su altura, y ellos, echándose a sus brazos, casi lo derribaron.

—Eh, eh, calma, ya estáis a sal…

—El coche malo se ha comido a mami y a papi —dijo el niño, y señaló con el dedo—. El coche malo es ese. Se los ha comido a todos como el lobo malo y grande se comió a Caperucita. ¡Tiene que sacarlos!

Era imposible saber qué vehículo señalaba aquel dedo regordete. Jimmy vio cuatro: una ranchera que parecía haber recorrido a la brava quince kilómetros por pistas forestales, un Prius limpio como una tacita de plata, una Dodge Ram con un remolque para caballos, y un Ford Expedition.

—Niña, ¿cómo te llamas? Yo soy el agente Jimmy.

—Rachel Ann Lussier —respondió ella—. Este es Blakie. Es mi hermano pequeño. Vivimos en el número diecinueve de Fresh Winds Way, Falmouth, Maine, cero cuatro uno cero cinco. No se acerque a él, agente Jimmy. Parece un coche, pero no lo es. Se come a las personas.

—¿De qué coche hablamos, Rachel?

—El de delante, al lado del de mi padre. Sucio de barro.

—¡El coche sucio de barro se ha comido a papi y a mami! —afirmó el niño pequeño, Blakie—. ¡Usted puede sacarlos! ¡Es policía! ¡Tiene pistola!

Todavía con una rodilla en tierra, Jimmy abrazó a los niños y observó atentamente la ranchera embarrada. El sol volvió a esconderse; sus sombras desaparecieron. En la autopista, los conductores pasaban con un zumbido, pero más despacio ahora, prevenidos por los destellos de aquellas luces.

No había nadie en el Expedition, ni en el Prius, ni en la furgoneta. Suponía que tampoco había nadie en el remolque del caballo, a menos que estuviese agachado, y en ese caso el animal probablemente estaría mucho más nervioso. El único vehículo cuyo interior no veía era el que, según los niños, se había comido a sus padres. A Jimmy no le gustó todo aquel barro en las ventanas. Daba la impresión, en cierto modo, de que las hubieran embadurnado intencionadamente . Tampoco le gustó el móvil agrietado que vio junto a la puerta del conductor. Ni la alianza caída al lado. La alianza desde luego ponía los pelos de punta.

Como si lo demás no fuera igual de escalofriante.

De repente la puerta del conductor se abrió parcialmente con un chirrido, incrementando el cociente de escalofrío al menos en un treinta por ciento. Jimmy se puso tenso y se llevó la mano a la empuñadura de la Glock, pero nadie salió del coche. La puerta se quedó en esa posición, abierta unos quince centímetros.

—Así es como hace para que la gente se acerque —explicó la niña con una voz que era poco más que un susurro—. Es un coche monstruo .

Jimmy Golding no creía en los coches monstruo desde que vio la película Christine de niño, pero sí creía que a veces dentro de los coches acechaban monstruos. Y dentro de ese había alguien. ¿Cómo, si no, se había abierto la puerta? Podía ser el padre o la madre de los niños, herido e incapaz de pedir ayuda. También podía ser un hombre tendido en el asiento para que su silueta no se viera a través de la luna trasera manchada de barro. Tal vez un hombre armado.

—¿Quién hay en la ranchera? —preguntó Jimmy alzando la voz—. Soy agente de policía, y necesito que se deje ver.

Nadie se dejó ver.

—Salga. Las manos por delante, y sin nada en ellas.

Lo único que salió fue el sol, proyectando la sombra de la puerta en el asfalto por unos segundos antes de ocultarse nuevamente tras las nubes. Después quedó solo la puerta entreabierta.

—Acompañadme, niños —dijo Jimmy, y los llevó a su coche.

Abrió la puerta de atrás. Ellos miraron el asiento, con papeles esparcidos, la cazadora de forro polar de Jimmy (que en un día como ese no necesitaba), y la escopeta prendida y asegurada al respaldo del asiento delantero. Esto último fue lo que miraron con más atención.

—Mis papás dicen que no subamos nunca al coche de un desconocido —protestó el niño, Blakie—. En el colegio también nos lo dicen. Desconocido: cuidado.

—Es un policía con un coche de policía —intervino Rachel—. No hay peligro. Sube. Y como toques esa arma, te llevas un bofetón.

—Buen consejo, lo del arma, pero el seguro está puesto y lleva un candado en el gatillo —comentó Jimmy.

Blakie subió y escrutó por encima del respaldo.

—¡Eh, tiene un iPad!

—Cállate —ordenó Rachel. Hizo ademán de entrar en el coche, pero de pronto miró a Jimmy Golding con ojos cansados y expresión de horror—. No lo toque. Está pegajoso .

Jimmy estuvo a punto de sonreír. Tenía una hija solo un año menor que esa niña aproximadamente, y podría haber dicho lo mismo. Suponía que las niñas pequeñas se dividían de manera natural en dos grupos: las marimachos y las tiquismiquis. Al igual que su Ellen, esta era una tiquismiquis.

Con esta idea errónea, que pronto resultaría fatal, de lo que Rachel Lussier quería decir con pegajoso , cerró la puerta y los dejó en el asiento trasero de la Unidad 17. Inclinándose, introdujo el torso a través de la ventanilla delantera del coche patrulla y cogió el micrófono. No apartó la mirada de la puerta entornada de la ranchera, y por eso no vio junto al restaurante del área de servicio a un niño que sostenía una alforja de imitación piel contra el pecho como si estrechara un diminuto bebé azul. Al cabo de un momento el sol volvió a asomar, y la sombra del restaurante engulló a Pete Simmons.

Jimmy llamó al cuartelillo de Gray.

—Diecisiete, habla.

—Estoy en el Área 81. Tengo aquí cuatro vehículos abandonados, un caballo abandonado y dos niños abandonados. Uno de los vehículos es una ranchera. Los niños dicen… —Se interrumpió, pero al cabo de un momento pensó: qué demonios —. Los niños dicen que se ha comido a sus padres.

—Repite.

—Quieren decir, supongo, que alguien dentro los tiene retenidos. Necesito que manden aquí a todas las unidades disponibles, ¿recibido?

—Recibido: todas las unidades disponibles. Pero la primera tardará diez minutos en llegar. Es la Unidad Doce. Está atendiendo un código setenta y tres en Waterville.

Al Andrews, sin duda atracándose y hablando de política en Bob’s Burgers.

—Recibido.

—Dame la marca, el modelo y la matrícula de la ranchera, Diecisiete, y consultaré los archivos.

—Negativo a los tres datos. No lleva matrícula. En cuanto a la marca y el modelo, el vehículo está tan sucio de barro que no puedo precisarlo. Aunque es un coche americano. — Creo —. Probablemente un Ford o un Chevrolet. Los niños están en mi coche patrulla. Se llaman Rachel y Blakie Lussier. Viven en Fresh Winds Way, Falmouth. Se me ha olvidado el número de la calle.

—¡Diecinueve! —vociferaron al unísono Rachel y Blakie.

—Dicen…

—Ya lo he oído, Diecisiete. ¿Y en qué coche han llegado ellos?

—¡El Expundition de papi! —exclamó Blakie, contento de ayudar.

—Un Ford Expedition —precisó Jimmy—. Matrícula número tres siete siete dos IY. Voy a acercarme a la ranchera.

—Recibido. Mucho cuidado, Jimmy.

—Recibido. Ah, ¿y puedes ponerte en contacto con el nueve uno uno en relación con su aviso para informar de que los niños están bien?

—Los niños están bien —repitió el otro hombre—, como en la canción. ¿Se lo digo de tu parte o de parte de Pete Townshend?

Muy gracioso.

—Diecisiete, tengo sesenta y dos años.

Se dispuso a dejar en su sitio el micrófono, pero decidió dárselo a Rachel.

—Si pasa algo… algo malo …, aprieta ese botón que hay a un lado y grita «Treinta». Eso quiere decir: «agente necesita ayuda». ¿Queda claro?

—Sí, pero no debe acercarse a ese coche, agente Jimmy. Muerde y come y está pegajoso .

Blakie, quien, en su asombro por verse dentro de un coche patrulla de verdad se había olvidado temporalmente de lo que les había ocurrido a sus padres, lo recordó en ese momento y se echó a llorar otra vez.

—¡Quiero que vengan mami y papi!

A pesar de la irregularidad y los posibles riesgos de la situación, Jimmy casi se rio al ver la cara de Rachel Lussier, que miró al techo como diciendo: ya ve lo que tengo que aguantar . ¿Cuántas veces había visto exactamente esa misma expresión en el rostro de Ellen Golding, de cinco años?

—Escúchame, Rachel —dijo Jimmy—, sé que estás asustada, pero aquí dentro no corres ningún peligro, y yo tengo que hacer mi trabajo. Si tus padres están en ese coche, no queremos que sufran ningún daño, ¿verdad?

—¡VAYA A BUSCAR A MI MAMI Y MI PAPI, AGENTE JIMMY! —berreó Blakie—. ¡ NO QUEREMOS QUE LES HAGAN DAÑO !

Jimmy vio un asomo de esperanza en los ojos de la niña, pero no tanta como él habría imaginado. Al igual que el agente Mulder en la vieja serie Expediente X , la pequeña quería creer… pero, al igual que la compañera de Mulder, la agente Scully, no podía creer del todo. ¿Qué habían visto esos niños?

—Tenga cuidado, agente Jimmy. —Rachel levantó un dedo. Era un gesto de maestro de escuela, más entrañable aún por el ligero temblor—. No lo toque.

Mientras Jimmy se acercaba a la ranchera, sacó su Glock automática reglamentaria pero dejó el seguro puesto. De momento. Situándose un poco al sur de la puerta entornada, invitó nuevamente a quienquiera que se hallase dentro a abandonar el vehículo, con las manos por delante, abiertas y sin nada en ellas. Nadie salió. Alargó el brazo hacia la puerta, pero de pronto recordó la advertencia de despedida de la niña y vaciló. Optó por utilizar el cañón de la pistola para abrir la puerta. Solo que la puerta no se abrió, y el cañón del arma se quedó pegado. Aquel trasto era como un bote de cola.

Súbitamente se sintió arrastrado hacia delante, como si una mano poderosa hubiese agarrado el cañón de la Glock y dado un tirón. Por un segundo podría haberla soltado, pero la idea no se le pasó siquiera por la cabeza. Una de las primeras cosas que enseñaban en la Academia después de la entrega de la pistola era que uno nunca se desprendía de su arma corta. Nunca .

Así que la sujetó bien, y el coche que se había comido ya su arma se comió a continuación su mano. Y su brazo. El sol volvió a salir, proyectando la sombra menguante de Jimmy sobre el asfalto. En algún lugar gritaban unos niños.

La ranchera se ADHIERE al agente , pensó. Ahora entiendo a qué se refería la niña al decir pegajo…

Entonces el dolor estalló en toda su plenitud y los pensamientos cesaron. Quedó tiempo para un grito. Solo uno.

6. LOS NIÑOS (Richforth de 2010)

Desde donde Pete estaba, a setenta metros de distancia, lo vio todo. Vio al agente de policía alargar el brazo para abrir más la puerta de la ranchera con el cañón de la pistola; vio desaparecer el cañón dentro de la puerta, como si el coche entero no fuese más que una ilusión óptica; vio al agente precipitarse hacia delante con una sacudida a la vez que el amplio sombrero gris volaba de su cabeza. Acto seguido el agente fue arrastrado a través de la puerta y solo quedó su sombrero, caído junto al teléfono móvil de alguien. Tras un instante, el coche se retrajo en sí mismo, como los dedos de un puño. A continuación se oyó ese sonido semejante al impacto de una pelota de tenis contra una raqueta — plop —, y el puño embarrado volvió a convertirse en coche.

El niño pequeño empezó a gimotear; por alguna razón la niña gritaba una y otra vez treinta , como si pensase que era una palabra mágica que por lo que fuera J. K. Rowling no había incluido en sus libros de Harry Potter.

La puerta de atrás del coche de policía se abrió. Los niños salieron. Los dos lloraban a lágrima viva, y a Pete no le extrañaba. Si él no hubiese estado tan estupefacto por lo que acababa de ver, probablemente también lloraría. Se le ocurrió una idea absurda: quizá uno o dos tragos más de aquel vodka mejoraran la situación. Lo ayudarían a aplacar un poco el miedo, y con un poco menos de miedo acaso se le ocurriera qué carajo hacer.

Entretanto los niños retrocedían otra vez. Pete temió que huyeran despavoridos de un momento a otro. Eso no podía permitirlo; correrían derechos hacia la autopista y los aplastaría algún coche.

—¡Eh! —exclamó—. ¡Eh, niños!

Cuando los pequeños se volvieron para mirarlo —los ojos grandes y desorbitados, la cara pálida—, agitó la mano y se encaminó hacia ellos. En ese instante el sol asomó de nuevo, esta vez con autoridad.

El niño dio un paso al frente. La niña tiró de él. Al principio Pete pensó que ella le tenía miedo, pero enseguida comprendió que la causa de su miedo era el coche.

Trazó un círculo en el aire con la mano.

—¡Rodeadlo! ¡Rodeadlo y venid aquí!

Pasaron entre los cables del guardarraíl del lado izquierdo de la vía de acceso, alejándose lo máximo posible de la ranchera, y luego atajaron a través del aparcamiento. Cuando llegaron hasta Pete, la niña soltó a su hermano, se sentó y hundió la cara entre las manos. Llevaba unas trenzas que probablemente le había hecho su madre. Pete se sintió fatal al mirarlas sabiendo que su madre no volvería a hacérselas.

El niño lo miró con actitud solemne.

—Se ha comido a mi mami y a mi papi. Se ha comido también a la señora del caballo y al agente Jimmy. Va a comerse a todos, me parece. Va a comerse el mundo .

Si Pete Simmons hubiese tenido veinte años, tal vez habría preguntado muchas tonterías intrascendentes. Como solo tenía la mitad de esa edad, y era capaz de aceptar lo que acababa de ver, formuló una pregunta más sencilla y pertinente.

—Oye, niña. ¿Va a venir más policía? ¿Por eso gritabas «treinta»?

La pequeña dejó caer las manos y alzó la vista. Tenía los ojos irritados.

—Sí, pero Blakie tiene razón. También se los comerá. Se lo he dicho al agente Jimmy, pero no me ha creído.

Pete la creyó, porque lo había visto . Pero era verdad: la policía no se lo creería. Al final sí, no les quedaría más remedio, pero quizá no antes de que el coche monstruo se comiera a unos cuantos más.

—Creo que ha venido del espacio —comentó Pete—. Como en Doctor Who .

—Mami y papi no nos dejan verla —contestó el niño pequeño—. Dicen que da mucho miedo. Pero esto da más.

—Está vivo.

Pete habló más para sí que para ellos.

—Pues claro —dijo Rachel, y emitió un largo y triste sorbetón.

El sol se escondió brevemente detrás de una de las nubes deshilachadas. Cuando volvió a salir, llegó acompañado de una idea. Pete había albergado la esperanza de enseñar a Normie Therriault y los demás Salteadores Pedorreros algo que los asombrara hasta el punto de admitirlo en su pandilla. Entonces George lo había obligado a volver a la realidad con una frase muy propia de un hermano mayor: Todos han visto ese truco infantil mil veces .

Tal vez sí, pero tal vez aquella cosa que había allí no lo hubiera visto mil veces. O ni siquiera una. Quizá en su lugar de origen no existía la lupa. O el sol, si a eso íbamos. Recordó un episodio de Doctor Who sobre un planeta donde reinaba siempre la oscuridad.

Oyó una sirena a lo lejos. Un policía se acercaba. Un policía que no se creería nada de lo que dijeran los niños, porque, desde la perspectiva de un adulto, los niños no decían más que bobadas.

—Vosotros quedaos aquí. Voy a probar una cosa.

—¡No! —La niña lo agarró por la muñeca con unos dedos que parecían garras—. ¡Se te comerá a ti también!

—Me parece que no puede moverse —contestó Pete, y se zafó de su mano. Le había dejado un par de marcas sangrantes, pero no se enfadó ni se lo reprochó. Seguramente él habría actuado igual si aquellos hubiesen sido sus padres—. Creo que está fijo en el sitio.

—Puede estirarse —advirtió ella—. Puede estirar las ruedas. Se funden.

—Estaré atento —aseguró Pete—, pero tengo que probar una cosa. Porque tenéis razón. Vendrán esos policías, y también se los comerá. Quedaos quietos.

Se dirigió hacia la ranchera. Cuando estaba cerca (pero no demasiado cerca), descorrió la cremallera de la alforja. Tengo que probar una cosa , había dicho a los niños, pero la verdad sin adornos era otra: quería probarlo. Sería como un experimento de ciencias. Seguramente sonaría raro si se lo dijera a alguien, pero no tenía por qué decirlo. Solo tenía que hacerlo. Con mucho… mucho… cuidado.

Sudaba. Al salir el sol, apretaba el calor, pero no era esa la única razón, y él lo sabía. Con los ojos entornados, alzó la vista hacia el resplandor. El dolor de la RESACA se intensificó a causa de la intensa luz, pero ¿qué más daba? No vuelvas a esconderte detrás de una nube. Ni se te ocurra. Te necesito .

Sacó su lupa Richforth de la alforja y se agachó para dejar la alforja en el asfalto. Le crujieron las rodillas, y la puerta de la ranchera se abrió unos centímetros.

Sabe que estoy aquí. No sé si me ve, pero ahora acaba de oírme. Y quizá me huele.

Avanzó otro paso. Se hallaba ya tan cerca que habría podido tocar el costado de la ranchera. Si hubiese sido tan tonto como para eso, claro.

—¡Cuidado! —advirtió la niña a gritos. En ese momento su hermano y ella estaban de pie, abrazados—. ¡Cuidado con esa cosa!

Con cautela —como un niño tendiendo la mano hacia la jaula de un león—, Pete alargó el brazo con el que sostenía la lupa. En el costado de la ranchera apareció un círculo de luz, pero era demasiado grande. Demasiado tenue . Acercó la lupa.

—¡La rueda! —exclamó el niño pequeño—. ¡Cuidado con la RUUEEEDA !

Pete bajó la vista y vio que uno de los neumáticos se fundía. Un tentáculo gris reptaba por el pavimento hacia su zapatilla. No podía retroceder sin abandonar su experimento, así que levantó el pie y se quedó en esa posición, como una cigüeña. El tentáculo de pringue gris cambió de dirección inmediatamente y fue a por su otro pie.

No tengo mucho tiempo.

Acercó más la lupa. El círculo de luz se redujo hasta convertirse en un punto blanco brillante. Por un momento no ocurrió nada. De pronto empezaron a elevarse espirales de humo. Bajo el punto de luz, la superficie blanca embarrada se ennegreció.

Del interior de la ranchera surgió un gruñido inhumano. Pete tuvo que reprimir todos los instintos activados en su cerebro y su cuerpo para no echar a correr. Entre sus labios separados asomaban unos dientes trabados en un rugido de desesperación. Mantuvo firme la Richforth, contaba los segundos mentalmente. Había llegado hasta siete cuando el gruñido subió de volumen hasta convertirse en un chirrido vítreo que amenazó con partirle la cabeza. Detrás de él, Rachel y Blake se soltaron para poder taparse los oídos.

A la entrada de la vía de acceso al área de servicio, Al Andrews detuvo lentamente la Unidad Doce. Se apeó e hizo una mueca al oír aquel espantoso chirrido. Era como una alarma antiaérea reproducida por los amplificadores de una banda de heavy metal , diría más tarde. Vio a un niño que sostenía algo casi en contacto con la superficie de una vieja ranchera Ford o Chevrolet embarrada. El rostro del niño reflejaba dolor, determinación, o ambas cosas.

El punto negro humeante en el costado de la ranchera empezó a ensancharse. El humo blanco que ascendía desde él en una voluta comenzó a espesarse.
Se tornó primero gris, luego negro. Lo que ocurrió a continuación ocurrió deprisa. Pete vio unas diminutas llamas azules cobrar vida en torno al punto negro. Se propagaron como si danzaran sobre la superficie del coche-cosa. Eso mismo sucedía con las briquetas de carbón en la barbacoa de su jardín cuando su padre las rociaba con líquido inflamable y después echaba una cerilla.

El tentáculo de mugre gris, que casi había llegado al pie apoyado aún en el asfalto, retrocedió en el acto. El coche se retrajo en sí otra vez, pero en esta ocasión las llamas azules, cada vez más extendidas, lo envolvieron como un halo. El coche se encogió y se encogió, transformándose en una bola ígnea. De repente, ante los ojos de Pete, de los hermanos Lussier y del agente Andrews, se elevó como una exhalación hacia el cielo azul de primavera. Por un momento permaneció allí, resplandeciente como un ascua, y luego desapareció. Pete, sin proponérselo, pensó en la oscuridad fría que se extendía más allá de la atmósfera: interminables leguas donde cualquier cosa podía vivir y acechar.

No lo he matado, solo lo he ahuyentado. Tenía que irse para poder apagarse, como un palo ardiendo en un cubo de agua.

El agente Andrews, atónito, tenía la mirada fija en el cielo. Uno de los pocos circuitos operativos de su cerebro se preguntaba cómo iba a redactar un informe sobre lo que acababa de ver.

Se aproximaban más sirenas.

Pete regresó junto a los dos niños con la alforja en una mano y la lupa Richforth en la otra. En cierto modo deseaba que George y Normie estuvieran presentes, pero ¿qué más daba? Había pasado una tarde de aúpa sin ellos, y no le importaba si sus padres lo castigaban o no. Al lado de aquello, saltar a un ridículo foso de arena desde una bicicleta era cosa de Barrio Sésamo.

¿Sabéis qué? Soy el puto amo.

Podría haberse echado a reír si los niños pequeños no hubiesen estado mirándole. Acababan de ver cómo una especie de alienígena se comía a sus padres —se los comía vivos —, y manifestar júbilo habría sido del todo inapropiado.

El niño alargó sus brazos regordetes y Pete lo levantó. No se rio cuando el pequeño le besó en la mejilla, pero sonrió.

—Gracias —dijo Blakie—. Eres muy bueno.

Pete lo dejó en el suelo. La niña lo besó también, lo cual no le desagradó nada, aunque le habría gustado mucho más si no hubiese sido una cría.

El agente corría hacia ellos, y Pete, al verlo, se acordó de otra cosa. Se inclinó hacia la niña y le sopló a la cara.

—¿Hueles algo?

Rachel Lussier lo miró por un momento con una expresión sabia que no se correspondía con su edad.

—No te preocupes —dijo la niña, y hasta sonrió. No fue una gran sonrisa pero sí una sonrisa—. Aunque mejor que no le eches el aliento. Y quizá deberías comprarte unos caramelos de menta antes de volver a casa.

—Yo estaba pensando en chicle Teaberry —comentó Pete.

—Sí —convino Rachel—. Eso servirá.

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