Banos Compartidos

Inicia la época de ferias del libro, de campañas bien intencionadas y de eventos culturales. En Facebook e Instagram todos se promocionan, se adulan, se acarician las criadillas o los pezones y enaltecen sus posiciones de seres útiles, vitales para la población. Afirman que lo que producen es oro, sea historieta o ensayo, literatura o audiovisual, y te muestran el producto como si fuera una deposición que no sabes de dónde salió, si fue digerido antes o si será consumido después… pero aquello no interesa tanto, porque lo que sí importa es que ellos lo hicieron así y que por ello son necesarios; el producto pasa a segundo plano y lo que sí resulta vital son ellos como productores primarios.

Importa cómo te vendas, cómo te presentes en las fotos de los eventos a los que asistes, no interesa si tienes patillas a lo Ladislao Cabrera o si tus hijos son activistas al estilo de Jaden Smith (The crack prince of Bel Air) o al de las hijas de Obama o de Trump o de Morales, lo que importa es a cuánta gente llegues, que te comenten, que te hagan caso, que existas. El producto, como deposición entre tus dedos, terminará siendo, ya se dijo, lo secundario: no importa si es bueno o malo, importa que se venda y que llegue a todos como “tu creación”, por más que esté mal escrito, como la ridícula nouvelle “La casona” de Sisinia Anze o la mal escrita, mal pensada y muy mal ejecutada “Hayley” de Nieve (que solo se puede comparar con ese libro de cuentos, que todos han olvidado ya, del mal intento de Og Mandino de las conferencias universitarias, Mauricio Rodríguez), o si es melódico o no, como las canciones de Saxoman, o si ya se vio antes, como los eternos microcuentos que son refritos de refritos de Homero Carvalho, quien apoyaba (sin fundamento, como la mayoría de las veces) a ese ilustrador que era más nombre que artista: Alejandro Archondo Vidaurre, o si son productos que le soban los huevos al proceso de cambio, como los del pseudopensador Rafael Bautista, que escribe (y muy mal) para élites pseudosocialistas que pretenden “hacer pensar al pueblo”, o campañas que no son más que mediocres intentos para crear figuras públicas, como las de Ignacio Vera de Rada y su panda de hijitos de mami que salen de la zona sur con sus pañoletas nada hippies a protestar después del bádminton o de ver vídeos de su papito empírico, Carlos Mesa, alias “el intelectual inútil”, con su idea nacionalista de “pensar por el pueblo”; lo que importa es venderse, siempre, y ser “necesario” o morir en el intento.

Inicia la época de las poses, de venderse, de promocionar que tal autor sea ganador del premio nacional de cultura, que tal persona es necesaria, relevante… para mí, perdonen, es como compartir deposiciones, desperdicios, mierda, en síntesis.

¿Y saben por qué? Nada interesa realmente, solo lo que decidamos que sea relevante, ¿y qué es relevante estos últimos tiempos en este contexto, a ver? Claro. Venderse. Compartir mierda.

Es como estar sentados en un baño con dos tazas. Lado a lado. Mientras cagamos, estamos ahí y somos (y logramos ser). Hacemos como que es normal: compartir baños, mezclar esencias, estilos, juicios de valor sobre la obra del otro, enalteciendo siempre al otro y no al producto en sí. Que hay que apoyar, sí, eso es una cosa noble, pero apoyar no significa promocionar, no, absolutamente no; ese es otro nivel que solo comparto cuando el producto realmente vale la pena.

Estamos en una época enferma en la que la imagen hace al artista y no sus productos; entre revistas como “Rascacielos” que se detienen en la etnografía del grotesco (“descendamos hasta donde están los indios y cholos para saber cómo son de chistosos y que también tienen alma si les abrimos la boca así y asá; pero claro, incluyéndolos”) y esas publicaciones estilo “Contame” pero para gordos porque priorizan reseñas de restaurantes que, carajo, me parecen más inútiles que el collage como forma de arte plástico, necesitamos decir las cosas de frente, sin tapujos, sin comprometer la amistad porque le digamos lo que realmente pensamos al amigo de turno y a su producto, por más que esto implique una respuesta agresiva del aludido.

Necesitamos catarsis para evolucionar; no de aquella nacida de anoréxicos estudiantes de literatura que te dicen que eres mal escritor aunque no fundamenten el por qué y no sepan defender su postura porque están demasiado pasados de yerba o de cojudeza, sino catarsis sincera, con respeto al autor y no necesariamente a la obra.

La idea es ser un filicida de nuestro arte: matar a nuestros productos hasta que nazcan bien, hasta que merezcan el nombre de obra de arte.

No hay otro camino.

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