Bibliopolis

A Carlos Aranda

La ciudad se alzaba contra el cielo, abarcando la línea entera del horizonte. Aunque no había ningún sol a la vista, el aire estaba iluminado de un curioso tono cárdeno, y las torres, almenas, catedrales y minaretes resplandecían como las uñas de una mano de mil dedos que se extendiera sin un asomo de súplica contra las alturas. De vez en cuando, una ráfaga de viento arrastraba por las esquinas un olor dulzón que Alexander Wilberforce había acabado por identificar con el de la tinta.

El silencio era asombroso. Ni siquiera sus pisadas sobre el suelo de mármol arrancaban un eco que indicara a alguien de su presencia. Toda la ciudad, en efecto, parecía esculpida en mármol. Toda ella tenía la misma iridiscencia blanquecina, aquí espolvoreada de índigo, allá de oro.

Era la segunda vez que tenía el mismo sueño.

Reconocía la ciudad de la visita anterior. La impresión de sorpresa y misterio vivida entonces había sido, pese a las penosas circunstancias en las que despertó, demasiado fuerte para que pudiera olvidar el impacto de aquella arquitectura desconocida, de aquel ambiente mágico y melancólico, casi etéreo.

Había vuelto al mismo lugar que había soñado hacía ya casi seis meses. La ciudad parecía desierta, abandonada entre un rezo y el siguiente, o quizá preparada para ser habitada de un momento a otro, como una mesa que se adorna a la espera de que lleguen los invitados y se queda mientras sola y completa hasta que el timbre suene, suspendida en el tiempo.

Cansado de vagar por entre las calles vacías, subió una escalinata. La puerta de la mansión no estaba cerrada. Bastó empujarla un poco para que se abriera sin chirriar siquiera. Alexander dio dos pasos, siguiendo la bravura de su sombra. Alzó la cabeza y contempló el interior del edificio.

Libros. No había más que estanterías, de abajo a arriba, repletas de volúmenes encuadernados. Pasó una mano por los más cercanos, pero en sus dedos no se marcó la esperada línea de polvo.

¿Una biblioteca? El olor a tinta y papel era absorbente, pero no bastaba para explicar el aroma que inundaba la ciudad entera. Siguiendo una corazonada, Alexander Wilberforce dio media vuelta, bajó las escalinatas, continuó dos edificios calle abajo, y entró en otra casa.

Libros también. Estanterías llenas de ellos, del suelo al techo, pulcramente ordenados, montando guardia como los soldados de un turno eterno. Parecía que ni siquiera en sueños podía librarse de su mala conciencia. Libros. Lo que más amaba en el mundo, quizá. Lo que en estos momentos más aborrecía.

Escogió uno al azar. Lancelot y Guinevere, de William Shakespeare. Parpadeó. Ese libro no existía, que él supiera. Miró el título de al lado. El retorno de Falstaff. El bardo de Avon no había escrito esas obras. Dios santo, los delirios del alcohol también eran patentes dentro del sueño.

Fue repasando otros libros, otros edificios. La ciudad con la que soñaba, era consciente de ello, parecía ser una suerte de gigantesca biblioteca. Y los libros que había almacenados en ella… El hombre que fue miércoles, Muerte en el Támesis, Los primeros hombres en Marte, La llama de Orfeo…

Algunos autores eran familiares. Incluso conocía personalmente a varios de ellos. Otros siempre serían para él unos auténticos desconocidos. Pero una cosa era segura: ninguno de los libros contenidos en esta ciudad había existido, o existiría nunca.

Otro loco impulso, e impelido por la lógica de la irrealidad entró sin seguir pauta ninguna en una nueva edificación. Buscó su nombre entre los estantes, con el corazón latiéndole desbocado, el pulso en las sienes nublándole la visión.

Y allí estaban, como sabía que debían estar. Tan ordenados y silenciosos como los libros de cualquier otro escritor. Burlándose de él, retándolo. Cerrados, clasificados, un misterio inalcanzable.

Sus propios libros.

No, nada de eso. Los libros que había perdido en su mente confusa. Las obras que no cobrarían vida jamás.

El sollozo fue tan grande que despertó, escapando contra su voluntad de la trampa del sueño.

* * *

Hacía al menos cinco años que Alexander Wilberforce no acudía a la casa de Grove End Road. Hundido en la ciénaga de su propia vida, resultaba difícil darse cuenta de que, más allá de las cuatro paredes de su cuarto, fuera de los oscuros sótanos en los que habitaba el opio o las cantinas de mala nota donde ahora le conocían por su nombre, el mundo victoriano empezaba a asomarse tímidamente a un nuevo siglo.

Sir Lawrence Alma—Tadema (porque, hacía apenas un año, el genio holandés había sido nombrado caballero) se codeaba con su habitual desparpajo entre las máscaras y togas, vestido de emperador romano, como era su gusto. Allí estaban Enrico Caruso, discutiendo de música con el maestro Tchaikovski, y Angela Thirkell, la novelista nieta de Burne—Jones, y el joven Winston Churchill, el héroe del momento tras su servicio como corresponsal de guerra en Sudáfrica, recién elegido miembro del Parlamento. Y hasta el pirata español a quien Churchill había conocido en Cuba, el oficial que había desertado para unirse a los rebeldes de Martí.

Vestido con una levita oscura, ojeroso, con las manos temblorosas y una pincelada de espanto en la mirada, Alexander Wilberforce se sabía absolutamente fuera de lugar en este palacio construido a capricho del exquisito gusto del pintor. Notaba en su espalda las miradas de sorpresa, de burla y hasta desprecio de los otros asistentes a la fiesta. Sí, era él. Qué descaro aparecer ahora después de haber sido abandonado por su esposa y sus hijos. ¿Has visto sus ojos? ¿Está borracho? ¿Está loco?

Lady Laura, la esposa del anfitrión, lo recibió amablemente, con compasión, pues era una de las pocas personas que conocía la verdad de su situación y no se entretenía en echarle en cara sus desgracias. Poco después, el mismo Alma—Tadema se acercó a saludarlo. El aspecto de Alexander era tan desesperado que Sir Lawrence no tuvo que hacerse rogar dos veces antes de pasar con él a su estudio privado, bajo la cúpula de aluminio que tanta luz podía prestar a los cuadros del artista.

—El mármol… —empezó a decir Alexander, turbado, como un niño que quiere explicar a su progenitor el secreto del pájaro ensangrentado que lleva en la mano—. Sir Lawrence, el mármol… ¿De dónde saca la inspiración para pintar con esa luminosidad el mármol?

Alma—Tadema frunció el ceño, sin comprender. ¿Le había suplicado un segundo antes poder conversar a solas para preguntarle eso?

—De un club de Ghent —replicó sin pestañear—. Lo sabe todo el mundo. Me gustó su sala de fumadores.

Alexander no reaccionó inmediatamente. Tan sólo se pasó una mano por el rostro.

—Esa es una versión —añadió el pintor—. Hay quien afirma que mi maestro, Leys, dijo que el mármol de mis primeros cuadros parecía queso, y que dediqué mi vida a partir de entonces a dominar la técnica de reproducirlo en lienzo.

Alexander asintió. Entonces escupió la pregunta, a bocajarro.

— ¿Ha visto alguna vez la ciudad?

Alma—Tadema parpadeó, nuevamente sorprendido.

— ¿La ciudad? —Preguntó con su cargado acento holandés; no lo había perdido todavía, ni lo haría jamás, a pesar de los muchos años que llevaba viviendo en Inglaterra—. ¿Te refieres a Londres?

Alexander negó con la cabeza.

—Es una tontería, Sir Lawrence. Yo… He soñado dos veces con una ciudad de mármol. Un mármol único, luminoso, como el que sólo usted sabe retratar. La llamo Bibliópolis.

Alma—Tadema guardó silencio, entornando los ojos.

—Está llena de libros —continuó el escritor—. Pero tiene una luz, un tono especial… Como sus cuadros. He soñado con esa ciudad y pienso que usted ha estado allí. Se parece tanto al escenario donde pintó a Rowena…

Alma—Tadema se sirvió una copa de whisky escocés. Se le veía extrañamente incongruente, disfrazado de emperador y con una bebida de aquellas características en la mano. En el salón, alguien había empezado a tocar el piano, y la voz imposible de Enrico Caruso se alzó como un pájaro que saborea la pasión de no estar enjaulado.

— ¿Bibliópolis? —murmuró—. Yo nunca la habría llamado así. No vi ningún libro, por lo menos.

Alexander se puso en pie de un salto.

— ¿Entonces es verdad? —jadeó—. ¿Existe? ¿Ha estado usted allí?

—Sólo una vez —reconoció el anciano pintor—. Poco después de instalarme en Antwerp con Louis de Taye, mi amigo arqueólogo. Lo achaqué al ambiente que me rodeaba, a la fascinación contagiosa de Louis por las cosas antiguas. Pero todavía recuerdo ese sueño, cada día, frente al lienzo. En cierto sentido, podríamos afirmar que mi primera inspiración vino de ese sitio.

—Pero no ha necesitado volver allí.

—No —contestó Alma—Tadema, sincero—. ¿Se puede volver conscientemente al mismo sueño?

—Es preciso que así sea, Sir Lawrence. Tengo que regresar a Bibliópolis. Tengo que leer esos libros que nunca he escrito. Tengo que saber de qué otra forma podría haber sido mi vida o me volveré loco.

* * *

El naufragio de su presente lo había secado de inspiración. O viceversa. Resultaba imposible marcar dónde su mala cabeza como esposo y padre se diferenciaba de su nula capacidad para escribir ya historias decentes, para emborronar páginas en blanco con algo que no fueran tartamudeos propios de un borracho.

Muchas veces pensaba que había nacido demasiado tarde. Quizás los libros que todavía soñaba con poder escribir se habrían encuadrado mejor dentro de la corriente que habían liderado Dante Gabriel Rosetti y sus medievalistas compañeros varias décadas atrás. Era posible. La fascinación por la oscuridad, por la belleza sensual de un mundo no controlado por el academicismo, la libertad de reinventarlo todo y destrozarlo todo si tal cosa apetecía. Vivía en una sociedad inmovilista que se escandalizaba de cualquier intento por provocarla y abrazaba con igual entusiasmo esos intentos pueriles de socavar sus cimientos… Para Alexander Wilberforce la vida y la literatura, durante muchos años, habían sido una suerte de juego donde su cabeza y su ingenio se enfrentaban a lo establecido y no importaba nada que un resbalón o un golpe contra los muros de contención de la moral victoriana pudieran acabar por costarle el cuello.

Vivir a la sombra de Oscar Wilde tenía su ración de peligro, de excitante búsqueda de lo perverso. Ya en sus correrías con el irlandés, Alexander era consciente de que jamás estaría a la altura de su amigo. Wilde transgredía mucho más lejos, con mucha más soltura e ironía de lo que él podría soñar (soñar, nada menos). Al lado del genio, Alexander se contentaba con ser un mero lazarillo, un alumno aventajado del gran maestro. Ahora, en el albor del nuevo siglo, la flexibilidad de la sociedad victoriana había contraatacado y Oscar consumía sus tristes días en París, después de haberse agotado como escritor y como hombre en los trabajos forzados de Reading Gaol.

La pendiente por la que Alexander Wilberforce había caído no había sido tan espectacular, pero no por ello resultaba menos dolorosa. Horas de insomnio y alcohol, perdido entre las líneas esbozadas de una infinita página en blanco. Callejas de olor a carbón y personajes siniestros que, en su inconsciencia, soñaba con retratar con el espejo deforme de un Dickens. Rowena gimiendo su soledad, su abandono. Los niños llorando sin comprender las ausencias del padre, sus arrebatos de mal humor, el lento hundimiento en la desesperación y el desengaño.

Alexander Wilberforce había perdido la inspiración. Se había quedado sin palabras, sin historias que contar, sin vivencias que embellecer o emborronar. Llevaba cinco años al pairo, encallado contra la pluma seca y el libro abandonado, incapaz de coordinar dos frases que tuvieran sentido.

Alexander Wilberforce, hundido en su misma desesperación, había perdido la capacidad de escribir, de mentir con arte y sin sonrojo. Había olvidado la simple habilidad de transponer sobre un papel la química indescriptible de los sueños.

* * *

Al principio quiso volver a Bibliópolis sólo por extasiarse con lo que pudo ser y no había sido. Anhelaba tocar aquellos libros que no escribiría, oler sus páginas jamás abiertas, palpar una realidad inexistente a la que nunca iba a tener acceso.

Probó con drogas, probó con alcohol, probó con auto—sugestión y mesmerismo. Nada parecía servirle. El láudano quemaba. La absenta lo hería. El whisky barato le encharcaba la mente. El opio le entumecía los párpados.

Pero tenía que haber un camino de regreso. Si Alma—Tadema había entrevisto la ciudad, aunque sólo hubiera sido en una ocasión, si él mismo la había visitado ya dos veces, eso significaba que la ciudad existía, estaba a su alcance. Sin duda otros escritores, otros poetas o artistas también habían soñado con sus torres de mármol. Había un camino de llegada, y sólo tenía que descubrirlo.

Tenía que encontrar la puerta de los sueños para acceder a aquella ensoñación. Era un laberinto sin Ariadna, vuelta tras vuelta, su inconsciente luchando contra la débil fortaleza de su cuerpo.

Invirtió días. Consumió semanas. Desgranó meses enteros. En el fondo, sabía que no podría sobrevivir si aquella búsqueda abarcaba años.

Cuando abrió los ojos lo primero que advirtió fue el olor de la tinta fresca, el cálido viento de la inspiración entre los capiteles de mármol.

Bibliópolis. Su ciudad. Otra vez había llegado.

* * *

Ahora que por fin estaba aquí, quemados corazón y nervios en el empeño, pudo maravillarse a sus anchas del espectáculo de los libros propios que esperaban ser abiertos para indicarle cómo podría haber sido otro presente ajeno. Contó apresuradamente los lomos de cuero. Quince, veinte, treinta libros tal vez. Todos cerrados a cal y canto, inalcanzables en el mundo real.

Pero perfectamente asequibles en el delirio de su sueño. Estiró la mano hacia uno de ellos. La desvió en el último segundo y sacó del estante el que, según parecía, era el primero de todos. Lo abrió, pasando páginas como quien cuenta latidos. Empezó a leer, alborozado, ensimismado. No había duda, era su voz escrita en el papel, era su propio cántico extraviado.

Si tan sólo pudiera llevarse el libro al mundo consciente, si pudiera robarlo de este lugar y encontrarlo de pronto sobre su mesa, bajo su pluma…

Leyó frenético, tratando de memorizar cada palabra, cada personaje, cada metáfora y cada tropo.

Despertó y no hizo caso a la quemazón de sus entrañas, ni a la sequedad de su boca, ni a la resaca. A tientas en la habitación a oscuras buscó un quinqué, abrió el cuaderno en blanco, humedeció la pluma y empezó a escribir. Palabra por palabra. Lo que acababa de leer al otro lado del tapiz del sueño, la misma historia que en Bibliópolis vivía muerta por no haber nacido en esta otra ciudad de madera y humo. Consumió la memoria de lo experimentado, rasgó el panel de lo imposible. Había convertido la ciudad de los sueños no en una biblioteca abierta a los mil vericuetos de la imaginación, sino en una librería de la que podía servirse, cliente y a la vez creador, consumidor y fabricante.

Agotado, enfebrecido, con los ojos empañados de lágrimas, se tumbó de nuevo en la cama horas después. Fijó como antes la mente en una nube imaginaria, y contó desde mil hacia abajo, despacio. Ahora supo que, al dormirse, encontraría el camino perdido, la carretera hacia la inspiración, la senda hacia Bibliópolis.

* * *

Esa fue la rutina de su existencia a partir de ese momento. Alexander Wilberforce se había convertido en un ladrón de sí mismo. Dormía, soñaba con el mármol bendito de la ciudad de los libros, leía voraz lo que podría haber escrito en otra realidad menos maldita, y después despertaba a esa realidad evitada con las palabras frescas en la memoria, y las anotaba sobre el cuaderno amarillo antes de que se perdieran de nuevo en los laberintos inexplorados del misterio.

Descubrió que las páginas leídas en un sueño, una vez escritas en el plano real, se borraban como por juego de magia del libro que estaba saqueando. Y el libro también, una vez terminado, una vez copiado entero, desaparecía de su hueco en los anaqueles, como si nunca hubiera existido, porque ahora ya existía. La transición estaba hecha. Si en Bibliópolis sólo se alojaban los libros que jamás habrían de existir, era lógico que se borraran de la no—existencia cuando el baile de la pluma contra el papel apuntalaba su esencia por escrito.

Alexander Wilberforce consiguió publicar algunos de esos libros que robaba cada noche al mundo de los sueños. Otros varios, copiados ya, no lograron encontrar editor, ni ser representados en un escenario. Daba lo mismo. La edición no era importante. Fijarlos por escrito era cuanto le apetecía ya. Su vida se había reducido a dormir y despertar, escribir y volver a soñar, explorar las historias y saborear las palabras que, sí, en efecto, tenían un regusto propio, como el aroma de un perfume familiar que se cruza en la calle a tu paso, como el color que tiene la infancia en los recuerdos. En aquellas historias, en aquellas composiciones, Alexander a veces reconocía la inspiración, por no llamarla de otra forma, la chispa que no prendió ningún incendio creativo en su cerebro consciente. Como los niños que jamás nacerían, aquellas ideas se habían ido desarrollando por sí mismas, hasta aparecer en el limbo que era Bibliópolis.

Y ahora él había tenido la suerte de encontrar el acceso a aquel tropel de vida propia que saboreaba con afán de lector desconocido. Londres se iba haciendo más irreal, más pesadillesco cada día. En una ocasión, cuando regresaba tambaleándose de entregar un nuevo manuscrito robado a su editor, se enteró de que la reina había muerto y una época entera desaparecía con ella, pero no le dio al suceso ninguna importancia.

* * *

En algún momento de alucinada malicia, por experimentar, trató de saquear un libro ajeno. Shakespeare, Byron, incluso su amigo Oscar Wilde tenían en Bibliópolis su buena porción de obras no escritas. La tentación fue demasiado fuerte. ¿Quién no habría hecho lo mismo?

Abrió un libro que no le era propio, lo leyó, memorizó como hacía siempre sus palabras…

Y fue incapaz de reproducir una sola línea cuando despertó. No recordaba nada. Las obras nunca escritas de los otros escritores estaban a su alcance solamente dentro del sueño. Él no tenía derecho a rescatarlas a la vida, le estaba prohibido.

Para Alexander Wilberforce, consumido ya en el robo de su propia obra, enflaquecido como un cuchillo, incluso fue un alivio.

* * *

Si Bibliópolis era en efecto una biblioteca, nunca vio Alexander bibliotecario alguno, ni encorvado librero que sacudiera el polvo de los estantes infinitos, ni señor de los sueños que vigilara sus puertas, ni pálido dios o demiurgo que contemplara desde una nube la colección de volúmenes de la que pudiera ser hipotético guardián.

Tampoco encontró, durante mucho tiempo, a nadie más en el mundo del sueño. En una ocasión, un sonido extraño lo hizo acercarse a una ventana, interrumpiendo la memorización y la lectura, y apenas atinó a contemplar, durante una leve milésima de minuto, a una extraña cama de patas larguísimas que parecía cabalgar sobre la ciudad, desbocada, con un niño de pelo muy negro aturdido en lo alto. Fue una visión fugaz, un parpadeo, casi el revoloteo de la página de un diario. Y nada más.

A veces atisbaba sombras, roces en los pasillos, pasos silenciosos en otras dependencias y otros cuartos. Escritores como él, sin duda. Gente que entraba casualmente en Bibliópolis, perdidos en la madeja confusa de los sueños sin guía. Pero jamás llegaba a ver claramente ni a hablar con ninguno de ellos. Eran como fantasmas que estuvieran condenados a vagar eternamente por una mansión oscura, sin encontrar un semejante que compartiera su destino.

Por eso se sorprendió tanto cuando, de improviso, al aparecer en uno de sus viajes, halló a un hombre copiando uno de sus libros.

* * *

Saltó sobre él, un acto de violencia y fuerza que no podría haberse repetido en el mundo real, donde apenas tenía ya vigor para levantarse vacilante de la cama y marcar con dedos temblorosos las palabras sobre el papel. El desconocido y él rodaron por el suelo de mármol, y el libro quedó suspendido en el aire, flotando, con las páginas abiertas.

—¡Ladrón! —gritó Alexander, tan fuera de sí mismo que por un instante no se reconoció en los gestos, anulada toda lógica por la posibilidad ahora presente de perder una posesión que se le volvía etérea ante la sólida presencia de este intruso—. ¡Maldito ladrón! ¿Qué hace usted aquí? ¿Qué intenta robar? ¡Ese libro es mío!

Su contrincante era un hombre joven, moreno, vestido de forma extraña, con colores que el propio Oscar habría encontrado estrafalarios. Se quitó como pudo los dedos de Alexander de la garganta mientras negaba con la cabeza.

—No —jadeó—. Se confunde usted. Ese libro lo voy a escribir yo.

Alexander se incorporó, regresó junto al libro, lo cazó al vuelo en el aire y lo cerró, mostrando la portada al joven de pelo oscuro. Temblaba de una forma como nunca había temblado a este lado de la consciencia, como sólo temblaba ya, lo intuía, mientras se esforzaba por marcar con la pluma la huella de su paso por este sitio.

—Este soy yo —aclaró—. ¿No lo ve? Alexander Wilberforce. Yo soy el autor de este libro. El no—autor, en realidad, hasta que consiga llevármelo de este mundo de sueños. Ya he intentado eso que usted mismo intenta ahora… Pero créame, no funcionará. No recordará una sola palabra de lo que hay aquí escrito cuando…. cuando despierte.

El joven le quitó el libro de las manos, con un gesto no carente de amabilidad, sin brusquedad ninguna. No había sensación de contraste que tuviera peso alguno en el mundo de los sueños.

—Ya he copiado los tres primeros capítulos de esta historia —explicó—. Compruébelo. ¿Ve? Las primeras páginas están ya en blanco.

—No puede ser —negó Alexander—. Es imposible. Alexander Wilberforce…

El joven de pelo oscuro sonrió.

—Soy yo —dijo, señalándose—. Al menos, soy yo también. Ese es mi nombre. Alexander Wilberforce… segundo.

El escalofrío que recorrió a Alexander fue tan grande que despertó contra su voluntad, empapado de lágrimas, anudado de nervios.

* * *

Por mucho que lo intentó, jamás consiguió volver a cruzarse con su homónimo. La conjunción de casualidades que los habían puesto en el camino mutuo no volvió a repetirse. Pero Alexander tuvo tiempo de sobra para meditar sobre lo que había sucedido. Y para comprender sus temibles consecuencias.

Recordaba como si acabara de verlo el rostro del muchacho, sus extrañas ropas, su curioso acento. Sí, hasta se le antojó reconocer en el azul grisáceo de sus ojos un recuerdo de Rowena, su ex—esposa. Era muy posible que aquel muchacho fuera, no su hijo, pues sólo tenía a Harold y Elizabeth y sin duda jamás sería padre de nuevo, sino su nieto. O su bisnieto.

Se sintió lleno de tonto orgullo. Dentro de varias generaciones, alguien de la familia rota seguiría sus pasos. Echó un vistazo a los libros marcados con su nombre y entonces comprendo la dura realidad que, paradójicamente, le anunciaba el mundo del sueño.

De todos aquellos libros escritos por Alexander Wilberforce, algunos, varios, quizá muchos, no serían escritos por él, sino por el joven del pelo oscuro. Pese a su aparente infinitud, la biblioteca de la ciudad de mármol también tenía sus límites. Los frutos de la inspiración que aquí robaba algún día, para él, quedarían secos.

* * *

Tras el encuentro con el otro Alexander Wilberforce su vida se volvió más frenética, más febril, si en efecto hubiera habido un pequeño remanso de tranquilidad tras el conocimiento forzado con las ideas y estilos que hallaba en los libros robados. No se volvió un autor de éxito, ni le interesaba. Era más importante justificar su existencia dando salida a todo aquel material maravilloso, fuera malo o fuera bueno.

Su salud continuó resintiéndose y quizá por ello, en ocasiones, cuando abría los ojos al sueño no aparecía siempre en la sala donde se hallaban sus libros (o los libros escritos por todos los Alexander Wilberforce que pudiera haber extendidos hacia el futuro), sino en otros rincones de Bibliópolis, otras cámaras de tesoros igualmente ocultos.

Una de aquellas veces encontró a una figura contemplando un libro. Podría haber sido su joven heredero, pero a primera vista advirtió que se trataba de un hombre diferente. Se acercó a él. El desconocido se volvió y le saludó con un gesto, como si no encontrara extraño que dos mentes separadas quizá por el tiempo y el espacio se toparan de repente en los pasillos del sueño.

—¿Un libro suyo? —preguntó Alexander.

El desconocido asintió. Tenía las cejas muy pobladas, en arco, y arrugas en la cara, y un brillo extraño en la mirada, entre el cinismo, la desesperación y el hartazgo.

Alexander se acercó y miró por encima del hombro del desconocido. El libro era grande, como un atlas, impreso en brillantes tonos grises y negros.

—Oh, no es usted escritor —comentó Alexander.

—No —repuso el desconocido—. Soy fotógrafo. Me llamo Capa, Robert Capa.

— ¿Todos estos libros son suyos? —Alexander indicó con la mano la estantería ocupada por ese apellido. El fotógrafo negó con la cabeza.

—Espero que no.

—No le entiendo. ¿No viene usted aquí en busca de inspiración, como yo, como todos?

—Soy corresponsal de guerra —explicó el fotógrafo; por su acento, Wilberforce creyó atisbar un origen balcánico—. Estos libros recopilan las fotografías que podría tomar un día.

Alexander contempló el libro. Las imágenes mostraban carros de hierro avanzando sobre prados de tulipanes, niñas asiáticas destrozadas en campos de arroz, milicianos derrumbándose bajo el impacto de balas veloces que la cámara había vuelto eternamente invisibles.

—Usted lo tiene más fácil —dijo Capa, mientras encendía un cigarrillo—. Bucea en lo que podría existir, y lo crea, alterando causa y efecto, origen y destino. Pero yo… Si quiero tomar esa foto, he de salir a la realidad a buscarla. No puedo llevarme el recuerdo de aquí. Y buscar esa realidad será provocarla. ¿Merece la pena cazar esa foto, sabiendo que la pequeña asiática morirá para que este libro exista? Ya he visto bastantes guerras sin salir a forzar su creación. No, estos libros nunca serán míos. No quiero impresionar mis negativos con todos estos horrores. Me bastan ya los que he fotografiado en la realidad, al otro lado.

Se borró ante los ojos sorprendidos del escritor, despertando de este encuentro imposible. Fue así como Alexander Wilberforce comprendió que Bibliópolis podía tener muchas caras, tantas facetas como colores el mármol. Lo que para unos hombres era una ciudad de sueños, para otros, como Capa, podía convertirse en un mundo de pesadillas.

* * *

Ni siquiera los libros no escritos eran infinitos. Lo había sabido después del encuentro con su descendiente, lo notaba en los volúmenes que, con su nombre, se extendían en su porción de biblioteca. Había abierto alguno de ellos y no se reconoció el estilo. Ni siquiera entendía la mitad de las palabras, ni la organización de los personajes, ni la estructura de la trama. Supo que, en algún momento determinado, la inspiración que hallaba en Bibliópolis se le agotaría, reservándose para otro escritor. Lo certificó el día que, al coger un nuevo ejemplar para iniciar la lectura memorizada, descubrió que ya no se trataba de una obra de teatro, ni una novela, ni siquiera un ensayo. Era una autobiografía.

Empezó a leer. Despertaba tosiendo y empezaba a copiar. Y volvió a vivir brevemente, desde el papel, su propia vida de fracasos, y comprendió que tal vez no habría necesitado visitar Bibliópolis si en vez de encerrarse en sí mismo y su miseria hubiera salido allá afuera, al Londres ya edwardiano que ofrecía los frutos de la vida como un jugo de manzana fresca.

Supo que aquel sería el último libro que escribiría cuando, en Bibliópolis, el olor del mar se superpuso al rastro de la tinta.

* * *

Alexander Wilberforce apagó el ordenador y se frotó los ojos, cansado. Costaba tanto trabajo concentrarse últimamente que casi deseó no tener un plazo de entrega tan ajustado para terminar su última novela, un presunto best—seller de segunda que posiblemente acabaría siendo lectura del metro entre Camden Town y Victoria.

Se ganaba moderadamente bien la vida escribiendo basura, jamás había sentido remordimientos por desperdiciar su talento en libritos de poca monta, por mucho que ahora sus profesores de Cambridge le escribieran de tarde en tarde recordándole la tradición literaria a la que pertenecía y las promesas que su precocidad como escritor había creado en ellos.

Pero de un tiempo a esta parte no era feliz. Se sentía incompleto. Asegurado su sustento, empezaba a acariciar la idea de escribir obras más ambiciosas, menos dedicadas a ser comida rápida de un público que a lo mejor estaba compuesto por amas de casa aburridas o adolescentes de pelo grasiento.

La culpa la tenía la autobiografía del viejo. La había reencontrado hacía poco, al rebuscar en los archivos de la biblioteca familiar. Tuvo que haber sido todo un elemento. Borracho, drogadicto y escritor. Tres cualidades capaces de desanimar a cualquiera. Para que luego dijeran que la decadencia del Imperio empezó con Syd Vicious. Nunca había sido un grande entre los grandes, como tampoco lo sería él, pero había consumido sus últimos años escribiendo sin parar, rendido como un poseso a la maldición insobornable de la literatura.

La autobiografía, escrita con letra cada vez más temblorosa sobre un ajado cuaderno de tapas amarillas, ni siquiera terminaba. Su homónimo antepasado sin duda se había vuelto loco y terminó reventado contra el papel, con la pluma en la mano y la botella a la vera. Pero fue feliz escribiendo, acariciando la idea de negarse a la vida y entregarse a los libros como una especie de sueño febril que al final acabó por llevárselo a la tumba. En los garabatos de su letra se repetía un extraño nombre. Bibliópolis.

Pobre diablo. En el fondo, qué hermoso era haber muerto de esa forma, con la vida destrozada pero volcado a un ideal, aunque fuera falso. Habría sido divertido conocerlo.

Y aquí estaba él ahora, repitiendo sin aureola romántica el oficio del abuelo victoriano, aunque sin su interesante círculo de amigos, sin su doctrina. Había conocido a Alma—Tadema, Churchill, Bernard Shaw, Lilly Langtry y Oscar Wilde. Él no pasaba de cruzarse alguna vez por Charing Cross Road con Jack Womack o Neil Gaiman.

Acababa de empezar un nuevo siglo. Un nuevo milenio, en realidad. Alexander Wilberforce recogió los papeles que le escupía la impresora láser. Los revisó en busca de alguna errata que el corrector ortográfico hubiera pasado por alto. Como siempre, un plural mal colocado. Trazó una rápida \"s\" a bolígrafo. Apagó la luz y se retiró a su cuarto. Quizá mañana terminaría la nueva novela. Si no, pasado sería otro día.

Le dolía la cabeza. Buscó una aspirina. No encontró ninguna. Pensó darse una ducha fría pero el hielo de enero lo desaconsejó. Se metió en la cama, y fumó un cigarrillo a oscuras.

Entrecerró los ojos y antes de quedarse dormido recordó de nuevo al viejo. Sin darse cuenta, se fue fundiendo en el sueño, agotado, con los párpados lastimados por los píxeles del ordenador.

Primero fue el olor a tinta. Luego, las columnas de mármol se fueron alzando ante sus ojos cerrados, una a una, como cerrojos descorriéndose, como faros iluminando la noche hacia puertos de ensueño, a ciudades de magia, misterio y maravilla.

FIN

Si no se indica lo contrario, el contenido de esta página se ofrece bajo Creative Commons Attribution-ShareAlike 3.0 License