Con la Miel en los Labios

“Purifica tu corazón antes de permitir que el amor se asiente en él, ya que la miel más
dulce se agría en un vaso sucio.”
Pitágoras

—¿Quieres más, cielo? —preguntó Oscar a Celia, meneando con el cucharón los pedazos de carne en la salsa anaranjada.

—¿Quieres que reviente, cariñito? —contestó con humor Celia, exhibiendo en su sonrisa la más perfecta dentadura.

—Entonces, me serviré lo que queda.

Oscar cumplió su palabra y se sirvió la última ración disponible.

Celia vertió más vino de la botella en su vaso.

Mientras Oscar masticaba, observaba con disimulo a Celia.

O mejor dicho; observaba lascivamente los pechos de Celia.

A decir verdad, Celia estaba realmente buena. Oscar no paraba de tener pensamientos obscenos y carnales con su nueva pareja. Era alta, rubia, con unos enormes ojos verdes y un tipo excepcional. Se consideraba un hombre afortunado por haberla conocido.

Y de eso sólo hacía dos semanas. Ocurrió en una fiesta empresarial; donde varios grupos del sector inmobiliario se reunían para cenar y conocer las impresiones de los demás miembros del gremio.

Ambos comenzaron a charlar amistosamente y al día siguiente, surgió la relación.

Y allí estaban, dos semanas después, como pareja adulta que se inicia en los artes amatorios con respeto y educación.

La cena en el restaurante chino fue una idea que Celia aprobó con gusto. Era fanática de la comida oriental. Y era el primer acto de tres que componían el plan. Ágape, discoteca y a casa…pero los dos juntos.

Desde hacía unos días Oscar sólo pensaba en posar sus manos en esas tetas gordas y jugosas, y parecía que esa noche lo iba a conseguir. Tiempo al tiempo…
La idea le volvió a atosigar. ¿Sería una talla 95? ¿O una 100? ¿Estaría operada, o eran de verdad?

—¿Te parece que pidamos el postre? —preguntó con tono cariñoso a Celia.

—Si, buena idea. —contestó esbozando otra vez esa gigantesca sonrisa, adornada con el rubicundo color chillón en sus labios—. Pero a mí, pídeme un café con leche.

Y así fue.

El camarero se acercó al ver el brazo de Oscar levantado.

Pidió helado de fresa y un café con leche.

El empleado se alejó después de garabatear algo en su bloc de notas.

Oscar encendió un cigarro. Celia no fumaba pero tampoco era opuesta a que su pareja si lo hiciese. Miró en derredor. El restaurante chino ya estaba vacío. Ellos eran los últimos, lo cual le reconfortó.

Charlaron sobre sus últimas y ajetreadas jornadas laborales durante los escasos minutos que tardó en reaparecer el joven oriental con una bandeja y los postres solicitados sobre ella. Una gran copa helada de color rosa y un humeante y aromático café.

Cuando la taza besó la mesa, la puerta del restaurante se abrió estrepitosamente.

En ese momento, los acontecimientos comenzaron a acaecer de forma precipitada.

Primero un disparo. Luego, dolor.

Tres individuos encapuchados entraron en el restaurante. El primero de ellos portaba una escopeta recortada, causante de aquél terrible estruendo.

El proyectil principal dio en la espalda del blanco. El joven camarero cayó fulminado, con un enorme orificio de entrada y varios de salida en el torso. La sangre tapizaba el mobiliario cercano.

Varios milisegundos después, el cerebro de Oscar se preguntó por su acompañante.

Giró el cuello.

Celia estaba sentada, con la sonrisa que exhibió segundos antes, pero sin el tercio superior del cráneo.
Grumos de masa encefálica fluían por los hilachos de sangre que resbalaban por su tez, acariciando de forma macabra la comisura de los labios que minutos antes había besado, para acabar goteando sobre el escote, también castigado por un par de postas de plomo; y que mostraba la anatomía interior de las glándulas mamarias. Por desgracia, no parecía haber en aquella masa pultácea nada de silicona.

Oscar no pudo gritar. No pudo ni siquiera razonar. Sólo permaneció inmóvil, observando aquel trozo de carne del que había estado enamorado profundamente tan sólo minutos antes. Los encapuchados se olvidaron de aquel hombre inmóvil, y entraron a hurtadillas en las dependencias interiores del restaurante. Cuando la escopeta rugió de nuevo, reaccionó. Se levantó de la silla con una tranquilidad macabra.

Caminó hacia una de las paredes del local, donde se exhibían los regalos que podían conseguir los clientes gracias a su fidelidad, a cambio de puntos que se obtenían al pagar.

Con la misma tranquilidad, escogió dos katanas de diferentes tamaños. Las descolgó de los asideros, las desenvainó de sus llamativas fundas y caminó hacia la entrada de la cocina empuñando las dos hojas, afiladas como cuchillas de afeitar. Nuevos disparos tronaron sus oídos. Esperó escondido tras el marco de la puerta.

Los tres mercenarios, una vez cumplido su trabajo, que consistía en asesinar a los empleados y dueños del local; se disponían a abandonar con presteza el lugar del crimen. Bajaron apresuradamente las escaleras que conducían a la cocina desde el despacho principal.

Oscar escuchó los pasos. Cerró los ojos y apretó las empuñaduras.

Cuando el primer encapuchado salió, no le dio tiempo a entender lo sucedido.
Un tajo bastó para separar, de forma limpia, la cabeza cubierta con un pasamontañas negro, de un cuerpo que aún sostenía una escopeta. El frenesí se apoderó de Oscar.

Con una insospechable velocidad, batió sus brazos como aspas. Las katanas hicieron su trabajo. El sonido de la hoja penetrando y lacerando huesos se hizo interminable.

Sólo se detuvo por puro cansancio. Un amasijo de ropa, carne y fragmentos óseos se amontonaba en la entrada de la cocina.

La sangre le cubría casi por completo a él y al mobiliario colindante. Tiró las espadas al suelo. Se miró las manos enrojecidas y se agachó. Tuvo que tirar con fuerza de los dedos del cadáver decapitado para hacerse con la escopeta. Con parsimonia, se acercó a la mesa que antes ocupaba con Celia. El cadáver seguía rezumando sangre y la gravedad se ocupaba de que los sesos cayesen poco a poco en el alicatado suelo.

Varios tropezones cerebrales descansaban en el plato del cerdo agridulce. La salsa cubría algunos de estos pedazos. Oscar se sentó. Comió una cucharada de helado. Alargó la mano y la posó sobre el pecho de Celia que no había sufrido daños. Pegó un pequeño pellizco. Se levantó, y llorando abrazó y besó el cuerpo inerte de su amada.

—No te dejaré sola.

Cargó la escopeta. Dio un beso en la sangrienta mejilla y entrelazó sus dedos con los de la occisa, aún calientes.

—Te amo.

Introdujo el cañón del arma en la boca. Apretó el gatillo.
Su cabeza se convirtió en un popurrí de sustancias viscosas, astillas óseas y fragmentos de plomo.

Sucesos
Matanza en un restaurante
Un joven asesina a su pareja y a ocho empleados en un restaurante chino. Varios empleados eran miembros de las Triadas…

Luis tiró el periódico sobre la mesa.

—Desde luego, ya no existe el amor ¿Verdad, cielo?

—Claro que existe. Yo te amo —contestó Lucía con una gran sonrisa

El camarero llegó dispuesto a tomar nota.

Y cuando se afanaba en garabatear “kubak”, las puertas del local se abrieron con violencia.

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