Domingo de Resurreccion

Ahora te recuerdo
y quizás tu muerte.
-Jorge Teillier

Distraído observaba el fuego de la cocina cuando el alarido de mi hermana trisó el silencio matinal. Subí corriendo las escaleras hasta la habitación de mis padres, mi madre yacía inanimada sobre la cama, con el rostro pálido y moribundo. A un costado, mi hermana Soledad sostenía una de sus manos.

—¡Está muerta, ha muerto! —gritaba enloquecida.

No fui capaz de reaccionar, pues rápidamente ingresó mi padre y de un grito hizo callar a Soledad. Se acercó, tomó la mano de mi madre, humedecida por las lágrimas, volvió a ordenar silencio y luego de un minuto me pidió con voz solícita que descolgara el espejo de la pared. Como yo no comprendí, él se levantó y con un certero movimiento tuvo entre sus manos el gran espejo ovalado. Lo puso frente a la cara de mamá

—Aún respira, está viva —dijo para sí y mirándome ordenó:

—Ve a buscar al cura, que a esta hora seguro está en la oficina parroquial. Dile que lo necesitamos con urgencia para que le dé a tu madre la extremaunción, pero asegúrate que venga, le cuentas todo lo que has visto —yo asentía intentando grabar todas y cada una de las palabras.

—Luego busca por las calles, encuentra como sea al doctor Juan Thomas, él es nuestra única y última esperanza —al oír la última palabra emitida por mi padre comencé a llorar y salí disparado hacia la parroquia.

Entré en la oficina preguntando por el Padre Pío. La secretaria, al ver mi desesperación debió comprender que se trataba de algo grave y me envió a la iglesia “Ahí seguro lo encontrarás, apúrate antes que inicie el servicio. Suerte mijo…”

Las puertas de la iglesia se abrieron rechinando grotescamente, me costó trabajo acostumbrarme a la oscuridad en que ésta se encontraba. El cura estaba por iniciar la misa y se vestía en la sacristía. Me escuchó sin inmutarse, luego rogó que me calmara, que nadie se va antes de su hora, pero que sería imposible ir de inmediato, pues él se debía a sus fieles que lo aguardaban por la misa.

Le rogué, le imploré tomándolo de la sotana, me miró con reprobación y sólo obtuve por respuesta un “no insistas, una vez terminada la misa iré sin falta hasta tu hogar, ve y dile a tu padre que rece un rosario mientras tanto”

Lleno de ira, al ver que sus fieles no eran más que cuatro ancianas, me fui por las calles preguntando a las personas si habían visto al doctor Thomas, si alguien sabía dónde podría encontrarlo.

Un hombre que nunca había visto y jamás volví a ver me indicó que podría encontrarlo en la garita del muelle. Me aferré a aquella posibilidad y con la mente fija en mi cometido recorrí en estado de locura, las cuadras que me separaban del lago. Efectivamente el doctor Juan Thomas se encontraba en la garita. Era evidente su mal estado, vestía bien pero desaliñado y algo sucio, estaba durmiendo. Me animé a zamarrearlo con fuerza para que despertara.

El doctor era conocido principalmente por su adicción a la morfina, y por esta razón lo había perdido todo, familia, bienes y estatus, ahora sólo era uno más de los pocos y particulares indigentes de Montelar. No obstante, a pesar de su mal destino, era considerado un buen médico que, en sus ratos de lucidez, demostraba su gran conocimiento y prodigiosa intuición ayudando a las personas más humildes a cambio de comida y alcohol. Era un médico alternativo, si pudiéramos darle un nombre que hiciera justicia a la bondad de Juan Thomas.

—Espera, espera niño, no hables tan alto, dame un segundo para estirar las piernas —esto lo dijo con voz pastosa. Se levantó, anduvo con dificultad unos pasos hacia el muelle, movió sus manos como si aleteara mientras inspiraba y expiraba aparatosamente, se dio media vuelta y me miró con sus grandes pupilas verdes que resaltaban del fondo rojo de sus ojos.

—¿Dónde vives hijo?

—Frente a la plaza “La Bandera” —respondí a quemarropa.

—¿Dices que tu madre agoniza y que tu padre ha enviado por mí?

—Sí, y además dijo que usted era nuestra última esperanza.

—Entiendo, guíame, te acompañaré, tu padre parece ser una buena persona.

Me puse delante de él y apuré el tranco, sin embargo, Thomas apenas lograba coordinar un paso cansino que me desesperaba. En ocasiones, regresaba sobre mis pasos para alentarlo e implorarle que se agilizara, pero él me miraba con ojos sosegados, impotentes y apenas si avanzaba algo más.

Qué sería de mí, si mi madre falleciera, la vida sería difícil con un padre de 65 años despreocupado y vicioso, nunca estuvo realmente presente en nuestras vidas. Mi hermana apenas tenía dos años más que yo, ambos tendríamos que cuidarnos e intentar llenar el vacío que nuestra madre dejara, pues de papá no podíamos esperar nada, sólo problemas. Mi madre por su fuerte carácter era capaz de mantener a raya sus desenfrenos, convirtiéndolo en un simplón para nosotros, tal vez no lo era, pero la figura maternal era tan potente que cualquiera a su lado se hubiese visto disminuido, física y temperamentalmente.

Por fin llegamos a casa, pero aún restaba un último obstáculo, las escaleras, y después de un gran esfuerzo para subir el doctor Thomas ingresó en la habitación, saludó fríamente y se dirigió con dificultad por el lado izquierdo de la cama. Con mano temblorosa cogió la muñeca de la agonizante para tomarle el pulso, luego de unos segundos observó detenidamente a su paciente y me habló.

—Haz lo que te pido hijo. Tráeme un vaso de agua, agrégale ocho cucharadas colmadas de azúcar y para mí una caña grande de vino tinto —nos quedamos mirando sorprendidos, sin dudas era una petición insólita.

Con un gesto mi padre me señaló la puerta y bajó conmigo en silencio, el ambiente que se respiraba en la casa era de absoluto retraimiento. Mientras yo añadía las cucharadas de azúcar al vaso, mi padre rellenaba una jarra de medio litro con el vino tinto que guardaba en la despensa. De regreso en la habitación el doctor pidió a Soledad que le diera con una cuchara el agua azucarada, mientras yo levantaba la cabeza de mi madre. El doctor Thomas observaba atentamente mientras bebía en silencio. De pronto, se oyeron unos golpes quedos en la puerta, y al mirar desde la ventana supimos que se trataba del Padre Pío. Bajé por él a regañadientes a pedido de mi padre, pues por mí no me hubiese movido del lado de mamá.

Al abrir la puerta sus ojos se posaron en mí como esperando adivinar una muerte.

—Aún vive, pero no porque le esté esperando a usted —le dije en tono sarcástico. Inmediatamente oímos un grito de júbilo emitido por Soledad. Subimos raudamente y apenas el cura puso un pie en la habitación mi madre comenzó a parpadear, abrió los ojos con una expresión de enojo y absoluta naturalidad.

—¿Qué significa todo esto, qué hace este hombre en mi pieza? —indicando al doctor Thomas— ¡y mírame, estoy en paños menores!, ¿te has vuelto loco Julio Cesar? —hablándole autoritariamente a mi padre.

El cura que no entendía nada intentó preguntar algo que justificara que aquella mujer rebosante de energía necesitara una extremaunción, pero mi madre lo hizo callar bruscamente.

—Salga de mi casa, con usted no quiero nada y todos pueden irse tras él, esto es insólito, tendrán que saber explicarme esto, pero antes Gonzalo tráeme un café y un trozo de brazo de reina. Este mal rato me ha provocado un hambre atroz.

Eso fue todo. Aquel domingo mi madre resucitó, el cura se llevó un mal rato y el doctor Juan Thomas demostró toda su bondad y conocimiento a cambio de medio litro de vino tinto. Mi madre aún vive.

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