El Chino Loco

El arrepentimiento por cosas que hemos hecho y no debíamos hacer puede conducir, si no se afronta del modo correcto, a increíbles manifestaciones de golpes en el pecho y autocompasión. La sensación de culpabilidad, tanto si es justificada como si no, puede ser liberadora o destructiva.

Ambas posibilidades pueden ser mortíferas si el objeto de nuestro arrepentimiento, racional o irracionalmente, no desea que logremos olvidar lo que hemos hecho. Se trata de un problema que no podríamos eludir aunque quisiéramos. En especial aunque quisiéramos eludirlo.

John Coyne, uno de los escritores más doctos y de más talento del momento, es autor de novelas de gran éxito como The Piercing (La Perforación), The Searing (El Socarrado) y, más recientemente, Hobgoblin (Duende). Reside en Nueva York y su próxima novela llevará por título The Shroud (La Mortaja).

Después de haberlo hecho Pete se arrepintió de haber dicho algo al hombre, pero naturalmente ya era demasiado tarde. Estaban jugando a canicas en la base del tanque de agua cuando llegó el extranjero.

—¡Eh, chico! —Dijo Joe, el más robusto de los dos, tras volver la cabeza—. ¿Por qué no sonríes, porcelana china?

Pete, el otro chico, más delgado y menos alto que el primer caddy, se echó a reír. Esa ocurrencia era muy divertida entre ellos.

—¿Por qué siempre me llamas chino? —Se extrañó el hombre—. Soy filipino. Antes de la guerra mis padres eran personas importantes.

Al hablar, su menudo cuerpo tembló. Superaba los veinticinco años, aunque era difícil determinar la edad exacta ya que su cara tenía un aspecto juvenil y frágil, del color del cobre.

Los dos chicos miraron al filipino.

—Bien —dijo el mayor, riendo—, si eres un pez gordo en Filipinas, ¿por qué no vuelves a casa? Aquí eres un don nadie.

El caddy tenía razón. El filipino era un don nadie. También trabajaba en el club, durante la temporada veraniega, cuando no tenía que ir a la universidad. Estaba en la cocina por las noches, lavando platos y limpiando el local.

Los chicos lo habían visto muchas veces como ese día, andando solitario al atardecer. Siempre iba vestido de blanco, siempre caminaba muy despacio con las manos metidas en los bolsillos traseros, el semblante pasivo, la mirada gacha.

Mientras los caddies seguían jugando, el filipino se acercó y estuvo contemplándolos un momento.

—¿Qué es lo que te he hecho? —preguntó a Joe.

El chico continuó jugando y respondió sin mirar al extranjero.

—No has hecho nada. ¿Para qué haces preguntas tan tontas?

—Porque tú quieres ofenderme, más que ningún otro caddy.

—Estás loco —dijo Joe. Había fallado cuatro tiros sucesivos, y tras volver la cabeza hacia el filipino añadió—: Vamos, porcelana china, déjame en paz. Me das mala suerte.

—No soy chino. Soy filipino. Ahora explícame por qué me odias.

—De acuerdo, porcelana china, te lo explicaré. Mi viejo quería tu trabajo, pero el director dijo, no, lo reservamos para nuestro pequeño filipino. Y ahora no tiene un jodido trabajo por culpa tuya.

El filipino guardó silencio un momento. Permaneció inmóvil, con el cuerpo inclinado hacia delante, mirando el suelo, con las manos metidas en los bolsillos traseros.

—¿Esa es la razón? —dijo por fin.

—¿Por qué no te quedas en tu jodido país?

El filipino no replicó, pero siguió mirando al chico. Su expresión continuó pasiva. Sus ojos, pequeños y oscuros, se nublaron fugazmente con lágrimas.

—Di a tu padre que puede quedarse con mi empleo —le dijo al caddy, casi en tono de disculpa—. Yo no lo quiero.

Se apartó de los caddies y se alejó hacia el camino principal del campo de golf.

Los caddies no hicieron comentarios hasta que se alejó lo suficiente para no poderlos oír.

—Eh, Joe —preguntó el más joven—, ¿qué le pasa a ése?

—¿Cómo narices quieres que lo sepa? De todas maneras, ese chino está loco. ¡Venga, juega!

El filipino anduvo todo el trecho hasta el camino principal. Luego dio media vuelta y regresó, y empezó a trepar por el depósito de agua. Sólo en ese momento volvieron a prestarle atención los caddies.

—¡Eh, porcelana china! ¿Qué haces? —preguntó Joe.

Había dejado de jugar para mirar al filipino. El extranjero no respondió, siguió subiendo travesaño a travesaño.

—¿Qué piensa hacer, Joe? —preguntó el caddy más joven.

—¿Cómo narices quieres que lo sepa? —Y tras volverse hacia el filipino gritó—: ¡Eh, porcelana china, vas a matarte!

—Seguro que se tira, Joe. ¡Seguro!

—No digas más tonterías, ¿quieres? No se tirará. Vamos, juega.

—No, quiero mirar.

El chico se apartó de la base del tanque para ver mejor.

El filipino había llegado al extremo superior de la pata y se introdujo por el pequeño agujero abierto en la plataforma que rodeaba el blanco depósito. Se incorporó en la plataforma y miró por la barandilla del tanque, a treinta metros de altura.

Los caddies repararon en el brusco contraste entre la cara y las manos del extranjero, de color moreno, y su atuendo y el depósito, ambos blancos. El filipino paseó pausadamente alrededor del tanque y miró a lo lejos.

—Ya te había dicho que sólo estaba curioseando. Vamos, volvamos a casa.

—No iré a ninguna parte, Joe, hasta ver si se tira.

—¿Qué importancia tiene para ti que un chino loco se tire o no se tire? No es amigo tuyo.

—Va a suicidarse.

—¿Qué narices te importa eso?

El filipino había vuelto al lado delantero del depósito y estaba mirándolos.

—¡Eh, porcelana china! —Le gritó Joe—, ¿Qué piensas hacer? ¿Tirarte?

El filipino no contestó. Estaba apoyado en la barandilla, con la cabeza levantada. Todo era blanco, las nubes, el tanque, su vestimenta. Su cara y sus manos, muy morenas, eran las únicas manchas oscuras del cuadro.

Poco a poco pasó la pierna izquierda por encima de la barandilla, y luego, tras sentarse en ésta, hizo lo mismo con la otra pierna, de forma que los dos caddies vieron las colgantes piernas.

—Te lo había dicho, Joe. ¡Va a tirarse! —exclamó Pete sin apartar los ojos del cuerpo colgado en la elevada barandilla—. ¡La culpa es tuya, Joe! ¡La maldita culpa es tuya!

—¡Eso es una cochina mentira!

—Lo llamaste porcelana china.

—Igual que tú, igual que todos. No me eches la culpa a mí, tío.

—Sí, pero tú fuiste el primero. Vamos, tenemos que llamar a alguien.

—Alto. No vamos a pedir ayuda —respondió Joe—. Eso quiere el jodido chino. En cuanto nos vayamos, bajará. Nos despedirán si alguien viene corriendo aquí por nuestra culpa y el chino está vivo. ¡Ese jodido!

—¿Eso crees, Joe?

Joe no contestó, pero habló con el filipino.

—¡Muy bien, porcelana china, salta! ¡Yo te cogeré! ¡Vamos! ¿Qué te pasa, porcelana china, tienes miedo?

Extendió los brazos.

En ese instante, mientras Joe extendía los brazos, el extranjero se tiró. El color oscuro y parte del blanco desaparecieron del cuadro, y el hombre cayó grácilmente, despacio, con piernas y brazos extendidos.

Durante un momento ambos caddies permanecieron pasmados. Luego Pete se apartó corriendo. Era Joe el que no podía moverse. Con las manos extendidas, esperó la llegada de la blanca figura. Pero en el último instante Joe se apartó, porque le aterrorizaba verlo, y el cuerpo topó con el suelo, se alzó de nuevo por encima de la cabeza del caddy, cayó por segunda vez, se retorció un momento y quedó inmóvil.

—¡Te dije que se tiraría! ¡Te lo dije! —chilló Pete.

Joe contempló el cuerpo, vio el chorro de sangre que brotaba de la abierta boca del filipino, y corrió hacia él.

—¿Por qué has saltado? —le gritó—. ¿Por qué te has tirado, chino loco?

El filipino no respondió. Simplemente se puso en pie y trepó de nuevo por el depósito.

Pete lanzó un chillido.

Joe permaneció inmóvil, con los brazos desesperadamente extendidos.

El filipino se tiró y Joe volvió a fallar. Hubo un tercer salto, y un cuarto, hasta que Pete se fue corriendo, porque no deseaba estar allí cuando por fin Joe cogiera al hombre.

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