El Volador Nocturno

A pesar de su licencia de piloto, Dees no se interesó por el tema hasta que ocurrieron los
asesinatos del aeropuerto de Maryland, el tercer y el cuarto asesinatos de la lista. Entonces
empezó a sentir aquella especial combinación de sangre y entrañas que los lectores de Iñude View
esperaban. Eso combinado con una buen misterio ba-ratejo como éste hacía más que probable un
aumento en la tirada del periódico y, en el negocio de la prensa sensaciona-lista, el aumento de la
tirada no sólo es importante, sino que es la madre del cordero.
No obstante, para Dees había tanto buenas como malas noticias. Las buenas eran que había
sido el primero en hacerse con la historia; seguía siendo invicto, el mejor, el gallo del gallinero.
Las malas noticias eran que la gloria en realidad era para Morrison, al menos de momento.
Morrison, el editor pipiólo, había estado machacando el tema incluso después de que Dees, el
reportero veterano, le dijera que no eran más que habladurías. A Dees no le gustaba la idea de que
Morrison hubiera olido la sangre antes que él, de hecho, no la soportaba, y eso le dio unas
tremendas ganas de joderlo. Y sabía cómo hacerlo.
—Duffrey, Maryland, ¿verdad? Morrison asintió con la cabeza.
—¿Alguien de la revista se ha hecho con el tema? —preguntó Dees, encantado al ver que
Morrison pegaba un respingo.
—Si lo que quiere saber es si alguien ha sugerido que podría haber un asesino en serie suelto
por ahí fuera, la respuesta es no —replicó con frialdad.
Pero no falta mucho, pensó Dees.
—Pero no falta mucho —prosiguió Morrison—. Si hay algún otro…
—Déme el expediente —pidió Dees señalando la carpeta color de ante que yacía sobre la
mesa tan sobrecogedora-mente ordenada de Morrison.
El editor, que era medio calvo, puso la mano sobre el dos-sier, lo que hizo comprender a
Dees dos cosas. Morrison iba a dársela, pero no antes de hacerle pagar por su incredulidad inicial
y esa actitud altanera de «aquí el veterano soy yo». Al fin y al cabo, quizás eso fuera lo justo. Tal
vez, incluso un gallito necesitaba que lo achucharan de vez en cuando para refrescarle la memoria
respecto al orden establecido de las cosas.
—Creía que estarías en el Museo de Historia Natural hablando con el tipo de los pingüinos
—comentó Morrison con una leve aunque inconfundiblemente malvada sonrisa—. El tipo que
cree que son más inteligentes que las personas y los delfines.
Dees señaló la otra cosa que había sobre la mesa de Morrison aparte de las fotografías de su
repelente esposa y sus repelentes hijos: un cesto de alambre con una etiqueta que decía EL PAN
NUESTRO DE CADA DÍA. Solía contener un pequeño fajo de papeles manuscritos, seis o siete
páginas unidas por un característico clip color magenta de Dees, y un sobre en el que se leia
PELÍCULA, NO DOBLAR.
Morrison retiró la mano de la carpeta (preparado para atraparla de nuevo si Dees hacía un
movimiento en falso), abrió el sobre y sacó dos hojas llenas de fotos en blanco y negro, no más
grandes que sellos. En cada foto había largas hileras de pingüinos con la mirada clavada en la
cámara. Había algo indefectiblemente horripilante en ellos; a Merton Morrison le parecían los
muertos vivientes de George Romero, pero en esmoquin. Asintió con la cabeza y volvió a
meterlas en el sobre. Por definición, Dees sentía antipatía hacia los editores, pero tenía que
reconocer que éste al menos atribuía el mérito a quien realmente lo tenía. Era una cualidad poco
común, y Dees supuso que iba a acarrearle todo tipo de problemas de salud más adelante en su
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vida, si es que no le había sucedido ya. Ahí estaba; seguramente no llegaba ni a los treinta y
cinco, y casi el setenta por ciento de su cráneo ya estaba al descubierto.
—No está mal —comentó Morrison—. ¿Quién las ha tomado?
—Yo mismo —repuso Dees—. Siempre tomo las fotografías que acompañan a mis
historias. ¿No mira nunca los epígrafes ?
—Por lo general no —replicó Morrison, mirando de reojo el titular que Dees había adherido
a su artículo sobre los pingüinos.
Libby Granit, del departamento de composición, se inventaría uno mucho más vistoso,
porque al fin y al cabo, ése era su trabajo, pero las ideas de Dees eran buenas incluso en lo que
respectaba a los titulares, y con frecuencia se acercaba bastante al más adecuado aunque no diera
exactamente en el clavo. INTELIGENCIA EXTRATERRESTRE EN EL POLO NORTE, rezaba
este titular. Por supuesto, los pingüinos no eran extraterrestres y Morrison creía que en realidad
vivían en el Polo Sur, aunque este tipo de cosas apenas importaban. A los lectores de Inside View
les entusiasmaban tanto los extraterrestres como la inteligencia (quizás porque la mayoría de ellos
se sentían como los primeros y tenían una notabilísima carencia de la segunda), y eso era lo que
importaba.
—Al titular le falta un poco de chispa —empezó Morrison—, pero…
—Para eso está Libby —terminó Dees por él—, Así que…
—¿Así que qué? —preguntó Morrison.
Sus ojos aparecían grandes, azules y tristones detrás de sus gafas de montura de oro. Volvió
a poner la mano sobre la carpeta, esbozó una sonrisa y esperó.
—¿Qué quiere que le diga? ¿Que estaba equivocado? La sonrisa de Morrison se amplió un
poco.
—Sólo que tal vez se ha equivocado. Creo que eso bastaría; ya sabe que soy un trozo de pan.
—Sí, dígamelo a mí —respondió Dees, aunque se sentía
aliviado.
Podía soportar una pequeña humillación, pero no le gustaba tener que arrastrarse cual vil
serpiente.
Morrison siguió mirándolo con la mano derecha extendida sobre la carpeta.
—De acuerdo. Tal vez me he equivocado.
—Qué generoso —exclamó Morrison al tiempo que le alargaba la carpeta.
Dees se la arrebató con avidez, se dirigió a la silla que estaba junto a la ventana y la abrió.
Lo que leyó esta vez, aunque no era más que un montaje inconexo de telegramas y recortes de
periódicos de los semanarios de unas pequeñas poblaciones, lo dejó de piedra.
No lo había visto antes, pensó antes de preguntarse por qué no lo había visto antes.
No lo sabía, pero sí sabía que tendría que reconsiderar el hecho de ser el gallito del corral de
la prensa sensacionalista si se perdía más historias como aquélla. Y sabía algo más; si él y
Morrison hubieran invertido los papeles (y Dees había rechazado el puesto de director de Inside
View no una vez sino dos en los últimos siete años), habría hecho que Morrison se arrastrara cual
vil serpiente antes de darle la carpeta.
Y una mierda, se corrigió. Lo habrías echado del despacho de un puntapié.
Se le ocurrió la idea de que podría estar quemándose. El índice de quemados en la profesión
era bastante alto, lo sabía. Aparentemente, uno sólo podía pasarse un cierto número de años
escribiendo artículos sobre platillos volantes que se llevan pueblos enteros de Brasil
(generalmente ilustrados con fotografías desenfocadas de bombillas colgando de hilos), perros
que entienden de cálculo y padres sin trabajo que descuartizan a sus hijos como quien corta leña.
Y un buen día se te cruzaban los cables; al igual que Dottie Walsh, que al llegar a casa cierto día,
se tomó un baño con la cabeza metida en una bolsa de la tintorería.
No seas imbécil, se dijo, pero de todos modos no las tenía
Stephen King Pesadillas y alucinaciones
todas consigo. La historia estaba ahí, ahí mismo, tan grande como la vida misma y dos veces
más horrible. ¿Cómo demonios se le podía haber escapado?
Miró a Morrison, que se balanceaba en su sillón de despacho con los dedos entrelazados
sobre el estómago mientras lo observaba.
—¿Y bien? —preguntó Morrison.
—Sí —replicó Dees—. Esto podría ser algo gordo. Y eso no es todo. Creo que podría ser
real.
—Me da igual si es real o no —dijo Morrison—, siempre y cuando haga vender periódicos.
Y va a hacer que se vendan muchos periódicos, ¿verdad, Richard?
—Sí.
Dees se levantó y se guardó la carpeta debajo del brazo.
—Quiero seguir la pista de este tipo, empezando por la primera que tenemos, en Maine.
—Richard.
Se volvió en el umbral de la puerta y vio que Morrison miraba de nuevo las hojas de película
con una sonrisa en los labios.
—¿Qué le parece si ponemos las mejores junto a una foto de Danny De Vito en la película
Batmanl
—Me parece bien —repuso Dees antes de salir.
De repente se desvanecieron todas las preguntas y las dudas, gracias a Dios; el viejo olor a
sangre volvía a impregnar su nariz, fuerte y pungente, y, por el momento, lo único que quería era
seguirlo hasta el final. Y el final llegó una semana más tarde, no en Maine, ni en Maryland, sino
mucho más hacia el sur, en Carolina del Norte.
Era verano, lo que significa que la vida debía ser fácil y el algodón debía estar crecido, pero
no le estaba resultandonada fácil a Richard Dees mientras el día se consumía hacia el anochecer.
El problema principal residía en que no podía, al menos de momento, aterrizar en el
pequeño aeropuerto de Wilmington, que servía sólo a una empresa de transportes, unas pocas
líneas comerciales y muchos aviones privados. Era una zona de fuertes tormentas y Dees estaba
describiendo círculos a unos ciento treinta kilómetros del campo de aviación, tambaleándose
arriba y abajo en el aire y echando pestes al ver que se le escapaba la última hora de luz. Eran las
ocho menos cuarto cuando le dieron autorización para aterrizar. Exactamente cuarenta minutos
antes de la puesta de sol. No sabía si el Piloto Nocturno se ajustaba a las normas o no, pero si lo
hacía, sería una cuestión de minutos.
Y el Piloto Nocturno estaba ahí; Dees estaba seguro de ello. Había encontrado el lugar
adecuado, el Cessna Sky-master correcto. Su presa podría haber ido a Virginia Beach, a Charlotte,
a Birmingham o incluso a algún otro punto más al sur, pero no lo había hecho. Dees no sabía
dónde se había escondido entre el momento de abandonar Duffrey, Ma-ryland, y llegar aquí, pero
tampoco le importaba. Le bastaba con saber que su intuición no le había fallado, que su hombre
seguía concentrado en los campos de aviación. Dees había pasado gran parte de la semana
anterior llamando a los aeropuertos del sur de Duffrey que podían coincidir con el mo-dus
operandi del Piloto Nocturno, insistiendo una y otra vez, pulsando las teclas del teléfono desde su
habitación del motel Days Inn hasta que le empezaron a doler los dedos y las personas al otro lado
del hilo comenzaron a dar muestras de irritación ante su insistencia. A pesar de todo, la
persistencia acabó por arrojar sus frutos, como suele ocurrir.
La noche anterior habían aterrizado aviones privados en todos los aeropuertos más
probables, y Cessnas Skymasters 337 en todos ellos. No era de extrañar, puesto que eran los
Toyotas de la aviación privada. Pero el Cessna 337 que había aterrizado la noche anterior en
Wilmington era el que andaba buscando, sin lugar a dudas. Ya lo tenía.
Lo tenía bien cogido.
Stephen King Pesadillas y alucinaciones
—N471B, vector aterrizaje por instrumentos pista 34 —recitó la voz de la radio en tono
lacónico—. Tome rumbo 160. Descienda a mil metros.
—Rumbo 160. Abandono 6 y me mantengo a mil metros. Roger.
—Y vaya con cuidado, todavía hace mal tiempo por aquí.
—Roger —repuso Dees.
Se dijo que el cateto que estaba allá abajo, sentado en el barril de cerveza que debía de hacer
las veces de torre de control, era un encanto por decirle eso. Ya sabía que hacía mal tiempo; veía
los nubarrones de tormenta y los relámpagos que surgían de ellos como fuegos artificiales
gigantes, y se había pasado los últimos cuarenta minutos dando vueltas como si estuviera en una
batidora en lugar de un Beechcraft bimotor.
Desconectó el piloto automático, que llevaba demasiado tiempo haciéndole dar vueltas
estúpidas sobre todas las granjas de Carolina del Norte, y cogió los mandos. Por aquí no había
algodón, ni crecido ni por crecer, al menos que él pudiera ver. Sólo un puñado de campos de
tabaco consumidos y cubiertos de hierbajos. Dees se alegró de poder acercarse a Wilmington y
empezar el descenso, dirigido por el piloto, Control de Tráfico Aéreo y la torre de control para la
aproximación por instrumentos.
Cogió el micrófono con la intención de preguntarle al cateto de la torre si algo extraño
estaba pasado ahí abajo, quizás el tipo de historias sobre noches tormentosas que entusiasmaban a
los lectores de Inside View, pero se lo pensó mejor. Todavía faltaba un rato hasta el anochecer;
había comprobado la hora oficial en Wilmington durante el trayecto desde el aeropuerto nacional
de Washington. Se dijo que le convenía reservarse las preguntas para más tarde.
Dees se creía que el Piloto Nocturno era un vampiro tanto como se creía que era el
Ratoncito Pérez quien había puesto todas aquellas monedas de veinticinco centavos debajo de su
almohada cuando era niño, pero si el tipo se creía un vampiro, de lo que Dees estaba convencido,
lo más probable era que eso bastara.Al fin y al cabo, la vida es una imitación del arte. El conde
Drácula con licencia de piloto. «Tienes que admitir —pensó Dees— que esto es mucho mejor que
los pingüinos asesinos conspirando para destruir la raza humana.»
El Beech se desequilibró al pasar por una espesa capa de cúmulos durante el descenso. Dees
masculló un juramento y equilibró el avión, que parecía estar cada vez más descontento por el
tiempo que hacía.
«Yo también, pequeño», pensó Dees. Cuando volvió a tener visibilidad, distinguió con
claridad las luces de Wilmington y de Wrightsville Beach.
«Sí, señor, a las focas que compran en el 7-Eleven les va a encantar —pensó mientras los
rayos centelleaban sobre el puerto—. Comprarán tropecientos ejemplares cuando salgan a buscar
su ración diaria de pastelillos y cerveza.»
Pero había más, y él lo sabía. ; Esta historia podía ser buena. Podía ser genial, joder. Esta
historia podía ser verdadera. «Antes nunca se te habría ocurrido una
palabra como ésta, viejo amigo —pensó—. A lo mejor sí que te estás quemando.»
Sin embargo, grandes titulares bailaban en su cabeza como confeti. REPORTERO DE
INSIDE VIEW ATRAPA A PILOTO NOCTURNO DEMENTE. ARTÍCULO EXCLUSIVO
SOBRE CÓMO EL PILOTO NOCTURNO BEBEDOR DE SANGRE FUE FINALMENTE
ATRAPADO. «TENÍA QUE BEBÉRMELA», DECLARA EL MORTÍFERO CONDE
DRÁCULA.
No era precisamente ópera, Dees tenía que admitirlo, pero pensaba que sonaba igual de bien.
Pensaba que sonaba como un pajarillo.
Cogió el micrófono a fin de cuentas y pulsó el botón. Sabía que su amigo el sangriento
seguía ahí abajo, pero también sabía que no se sentiría cómodo hasta que se asegurara por
completo de ello.
Stephen King Pesadillas y alucinaciones
—Wilmigton, aquí N471B. ¿Todavía tiene un Skymaster 337 de Maryland ahí abajo en la
rampa? Interferencias.
—Parece que sí, viejo amigo. No puedo hablar ahora, tengo mucho tráfico aéreo.
—¿Tiene ribetes rojos? —insistió Dees. Durante un momento creyó que no iba a obtener
respuesta.
—¡Sí señor! ¡Ribetes rojos! —repuso por fin la voz—. Vamos N471B, si no quiere ver
cómo le meto una multa de la Comisión Federal de Comunicaciones. Tengo demasiadas cosas que
hacer y sólo dos brazos.
—Gracias, Wilmington —repuso Dees con su voz más cortés.
Colgó el micrófono y le hizo un signo obsceno con el dedo, pero estaba sonriendo, dándose
apenas cuenta de los botes que iba dando mientras atravesaba otra membrana de nubes.
Skymaster, ribetes rojos, y estaba dispuesto a apostar el sueldo de todo el año siguiente a que si el
gilipollas de la torre no hubiera estado tan ocupado, habría podido confirmar la matrícula del
avión. N101BL.
Una semana, Dios mío, una semana nada más. No había tardado más que eso. Había
encontrado el Piloto Nocturno, todavía no había caído la noche y, por imposible que pareciera no
había rastro de la policía. Si hubiera habido policía, y si hubieran estado ahí a causa del Cessna, lo
más probable era que el paleto de allá abajo se lo hubiera dicho, por mucho tráfico aéreo que
tuviera y por muy mal tiempo que hiciera. Algunas cosas eran simplemente demasiado buenas
como para no murmurar sobre ellas.
Quiero una foto tuya, hijo de puta, pensó Dees. Ya veía las luces de aterrizaje que brillaban
blancas al anochecer. De tu historia ya me ocuparé, pero primero la foto, sólo una foto, pero tengo
que hacértela. Sí, porque era la foto lo que lo convertiría en una historia real. Nada de bombillas
desenfocadas, nada de «la concepción del artista»; una foto real como la vida misma, en blanco y
negro. Empezó a bajar en un ángulo más empinado, ignorando el pitido del descenso. Su rostro
aparecía pálido y compuesto. Tenía los labios ligeramente abiertos, dejando al descubierto una
hilera de pequeños dientes blancos y relucientes.En la confusa luz del atardecer y del salpicadero,
Richard Dees tenía aspecto de vampiro.
Había muchas cosas que Inside View no era; por ejemplo, culta. Y tampoco estaba
demasiado preocupada por detalles tan insignificantes como la precisión y la ética, pero una cosa
era innegable; estaba exquisitamente sensibilizada en lo que respectaba a los horrores. Merton
Morrison era un imbécil, aunque no tanto como Dees había creído cuando lo había visto por
primera vez con aquella estúpida pipa en la boca, pero tenía que reconocer una cosa; había
recordado los artículos que habían convertido Inside View en un éxito: cubos de sangre y entrañas
a porrillo.
Ah, sí, todavía había fotos de chicas guapas, muchas predicciones clarividentes y dietas
milagrosas que recomendaban la ingestión de alimentos tan poco probables como la cerveza, el
chocolate y las patatas fritas, pero Morrison había observado un cambio en los tiempos y nunca se
había cuestionado su propia opinión respecto a la dirección que debía seguir el periódico. Dees
suponía que aquella confianza era la razón principal por la que Morrison había durado tanto
tiempo en el puesto, pese a su pipa y a sus chaquetas de tweed de Gilipollas Brothers de Londres.
Lo que Morrison sabía era que los niños hippies de los sesenta se habían convertido en los
caníbales de los noventa. Lo de la terapia de contacto físico, la corrección moral y «el lenguaje de
los sentimientos» podían ser grandes cosas entre los intelectuales de clase alta, pero el hombre de
a pie, siempre tan de moda, seguía estando mucho más interesado en los asesinos en serie,
escándalos enterrados en las vidas de las estrellas y el modo en que Ma-gic Johnson había
contraído el sida.
Stephen King Pesadillas y alucinaciones
Dees no albergaba ninguna duda de que aún existía un público para Todo lo bello y
maravilloso, pero el público de Todo lo asqueroso y repugnante se había convertido en un contingente muy importante cuando la generación de Woodstock empezó a descubrir canas en su
cabello y líneas que descendían desde las comisuras de sus bocas petulantes y autocomplacien-tes.
Merton Morrison, a quien Dees consideraba ahora una especie de genio intuitivo, expresaba su
opinión en un famoso memorándum entregado a todo el personal de la redacción y a todos los
reporteros menos de una semana después de que él y su pipa tomaran posesión de la oficina de la
esquina. Por supuesto, deteneos a oler las rosas de camino al trabajo, sugería aquel memorándum,
pero una vez estéis en la oficina, abrid las fosas nasales, abridlas bien, y empezad a husmear la
sangre y las entrañas.
A Dees, que estaba hecho para husmear sangre y entrañas, le había encantado. Su nariz era
la razón por la que estaba ahí, precisamente, volando hacia Wilmington. Ahí abajo había un
monstruo humano, un monstruo que se creía un vampiro. Dees ya había escogido un nombre para
él; le quemaba la mente como una moneda valiosa podía quemar el bolsillo. Muy pronto sacaría la
moneda y la gastaría. Y cuando lo hiciera, su nombre aparecería en todos los expositores de periódicos de todos los supermercados de América, llamando la atención de los clientes en estridentes
titulares.
¡Mirad! ¡Cuidado! pensó Dees. Cuidado, mujeres y buscadores de sensaciones. Todavía no
lo sabéis, pero un hombre diabólico está a punto de cruzarse en vuestro camino. Leeréis su
nombre real y lo olvidaréis, pero no importa, porque lo que recordaréis será mi nombre, el nombre
que yo le di, el nombre que lo colocará a la misma altura que Jack el Destripador, el Asesino del
Torso de Cleveland, y la Dalia Negra. Recordaréis al Piloto Nocturno, próximamente en las cajas
de supermercado más cercanas a usted. La historia exclusiva, la entrevista exclusiva, pero lo que
más quiero es la foto exclusiva. Volvió a consultar el reloj y se permitió relajarse un poco (que era
lo único que podía relajarse). Todavía le quedaba casi media hora hasta que cayera la noche, y
aparcaría junto al Skymaster blanco de ribetes rojos (y matrí-cula N101BL también escrita en
rojo) al cabo de menos de quince minutos.
¿Estaría el Piloto durmiendo en la ciudad o en algún motel de camino a la ciudad? Dees no
lo creía. Una de las razones de la popularidad del Skymaster 337, además de su precio
relativamente asequible, consistía en que era el único avión de su tamaño que tenía bodega. No
era mucho más grande que el portaequipajes de un viejo Volkswagen Escarabajo, era cierto, pero
sí lo suficientemente espaciosa como para albergar tres maletas grandes o cinco maletas pequeñas
y, desde luego, suficientemente espaciosa como para albergar a un hombre si no era de la estatura
de un jugador de baloncesto profesional. El Piloto Nocturno podía encontrarse en la bodega del
Cessna, siempre y cuando estuviera a) durmiendo en posición fetal con la barbilla apoyada en las
rodillas; o b) lo bastante loco como para creerse que era un vampiro de verdad; o c) las dos cosas.
Dees apostaba por c.
Ahora, mientras el altímetro descendía de mil quinientos a mil metros, Dees pensó: «No,
nada de hoteles para ti, amigo mío, ¿verdad? Cuando juegas a vampiro, juegas como Frank
Sinatra, a tu manera. ¿Sabes lo que creo? Creo que cuando se abra la bodega de ese avión, lo
primero que veré es un montón de tierra de cementerio (y, si no lo es, puedes apostar tus colmillos
superiores a que lo será cuando aparezca el artículo), y entonces veré primero una pierna envuelta
en unos pantalones de esmoquin, y después la otra, porque vas a estar vestido, ¿verdad? Ay,
querido amigo, creo que estarás vestido de punta en blanco, vestido para matar, y el rebobinado
automático ya está preparado en mi cámara, y cuando vea esa capa revoloteando en la brisa…».
Pero en aquel momento, sus pensamientos se interrumpieron con brusquedad porque fue
entonces cuando las blancas luces parpadeantes de ambas pistas del aeropuerto se apagaron.
Stephen King Pesadillas y alucinaciones
«Quiero seguir la pista de este tipo —le había dicho a Merton Morrison—, empezando por
la primera que tenemos, en Maine.»
Menos de cuatro horas más tarde había llegado al aeropuerto del condado de Cumberland y
hablado con un mecánico llamado Ezra Hannon. El señor Hannon tenía el aspecto de acabar de
salir de una botella de ginebra, y Dees no le habría dejado ni acercarse a su avión, pero pese a ello
lo trató con toda deferencia y atención. Por supuesto, al fin y al cabo Ezra Hannon era el primer
eslabón en lo que Dees estaba empezando a considerar como una cadena muy importante.
El aeropuerto del condado de Cumberland era un eufemismo para una especie de campo de
aviación rural que consistía en dos cobertizos y dos pistas perpendiculares. Una de estas pistas
estaba asfaltada, y puesto que Dees nunca había aterrizado en una pista sin asfaltar solicitó
aterrizar en la que sí lo estaba. Los botes que su Beech 55 (por el que estaba endeudado hasta las
cejas) dio al aterrizar lo convencieron de que debía probar la pista de tierra cuando despegara y, al
hacerlo, quedó encantado al comprobar que era tan suave y firme como el pecho de una colegiala.
El campo disponía asimismo de una manga de aire, por supuesto, y por supuesto también, ésta
estaba remendada como un par de calzoncillos viejos. Los lugares como el aeropuerto del
condado de Cumberland siempre tenían una manga de aire. Formaba parte de su dudoso encanto,
al igual que el viejo biplano que siempre parecía estar aparcado delante del único hangar.
El condado de Cumberland era el más poblado de Maine, pero nadie lo habría adivinado
nunca al ver aquel mísero aeropuerto, se dijo Dees… o al ver a Ezra, el Increíble Mecánico
Empapado en Ginebra. Cuando sonreía, dejando al descubierto los únicos seis dientes que le
quedaban, parecía un extra de la versión cinematográfica de Deliverance de James Dickey.
El aeropuerto se hallaba situado en las afueras de la elegantísima ciudad de Falmouth, que
principalmente subsistía gracias a las cuotas de aterrizaje que pagaban los ricos veraneantes.
Claire Bowie, la primera víctima del Piloto Nocturno, había sido el controlador nocturno del
aeropuerto del condado de Cumberland, y poseía una parte de las acciones del campo de aviación.
El resto del personal consistía en dos mecánicos y un segundo controlador de tierra (los
controladores de tierra también vendían patatas fritas, cigarrillos y refrescos; además, había
averiguado Dees, el hombre asesinado hacía unas hamburguesas de queso bastante potables). Los
mecánicos y los controladores también hacían las veces de gasolineros y vigilantes. No era
infrecuente que un controlador tuviera que regresar a toda prisa del baño, donde había estado
fregando el retrete con desinfectante, para dar autorización de aterrizaje y asignar una de las pistas
del complicadísimo laberinto del que disponía. La operación provocaba tal tensión que durante el
momento más duro de la temporada veraniega, el controlador nocturno a veces sólo llegaba a
dormir seis horas entre medianoche y las siete de la mañana.
Claire Bowie había sido asesinado casi un mes antes de la visita de Dees, y la imagen que el
periodista se había forjado era una configuración creada a partir de los artículos periodísticos del
delgado expediente de Morrison y de las fiorituras mucho más pintorescas de Ezra, el Increíble
Mecánico Empapado en Ginebra. Y ya en el momento de abonar la correspondiente asignación a
su principal fuente de información, Dees estaba convencido de que algo muy extraño había
sucedido en aquel insignificante aeropuerto a principios de julio.
El Cessna 337, matrícula N101BL, había contactado por radio con el campo para solicitar
permiso de aterrizaje poco antes del amanecer del día 9 de julio. Claire Bowie, que llevaba
trabajando en el turno de noche del aeropuerto desde 1954, época en la que los pilotos a veces se
veían obligados a abortar sus aterrizajes (una maniobra que, en aquellos tiempos, se conocía con
el simple nombre de «aparcamiento») porque las vacas se cruzaban en lo que entonces era la
única pista, le dio luz verde a las 4.32 de la mañana. Apuntó que la hora de aterrizaje había sido
las 4.49, registró el nombre del piloto como Dwight Renfield y la procedencia del N101BL como
Bangor, Maine. Sin duda alguna, las horas que había anotado
Stephen King Pesadillas y alucinaciones
eran correctas, pero el resto era una chorrada; Dees se había puesto en contacto con Bangor,
y no se había sorprendido en absoluto al averiguar que nunca habían oído hablar del N101BL;
pero aunque Bowie hubiera sabido que era una chorrada, lo más probable es que no se hubiera
preocupado. Al fin y al cabo, en el aeropuerto del condado de Cumberland el ambiente era
bastante distendido, y una tasa de aterrizaje era una tasa de aterrizaje.
El nombre que el piloto había indicado era un chiste muy extraño. Dwight era el nombre de
pila de un actor llamado Dwight Frye, y Dwight Frye, entre un sinfín de personajes, había
representado el de Renfield, el lunático babeante cuyo ídolo había sido el vampiro más famoso de
todos los tiempos. Pero Dees suponía que llamar por radio a la torre de control y pedir
autorización de aterrizaje en nombre del conde Drá-cula habría levantado, con toda probabilidad,
sospechas incluso en un lugar tan soporífero como ése.
Tal vez, pero Dees no estaba del todo seguro. Al fin y al cabo, una tasa de aterrizaje era una
tasa de aterrizaje, y Dwight Renfield había pagado la suya en efectivo y al instante, del mismo
modo que había pagado para que le llenaran los depósitos; el dinero había estado en la caja
registradora al día siguiente, junto con una copia del recibo que Bowie había extendido.
Dees sabía que en los años cincuenta y sesenta el tráfico aéreo privado había sido tratado de
un modo casual e indiferente en los campos de aviación más pequeños, pero aun así lo asombraba
el informal tratamiento que había recibido el avión del Piloto Nocturno en el aeropuerto del
condado de Cumberland. A fin de cuentas, los cincuenta y los sesenta ya habían pasado… Nos
encontrábamos en la era de la paranoia de las drogas, y la mayoría de la mierda a la que se
suponía que uno debía decir no llegaba a pequeños puertos en pequeños barcos, o a pequeños
aeropuertos en pequeños aviones…, aviones como el Cessna Skymaster de Dwight Ren-field. Una
tasa de aterrizaje era una tasa de aterrizaje, por supuesto, pero Dees habría esperado que Bowie se
pusiera en contacto con Bangor a causa de la falta de un plan de vuelo, aunque sólo fuera para
cubrirse las espaldas; pero no lo había hecho. En aquel momento, a Dees se le había ocurrido la
idea de un soborno, pero su informante empapado en ginebra afirmó que Claire Bowie era tan
honrado como largo era el día, y los dos policías de Falmouth con los que Dees habló más tarde
habían confirmado la opinión de Hannon.
La negligencia parecía una solución mucho más probable, pero a fin de cuentas no
importaba realmente; a los lectores de Inside View no les interesaban cuestiones esotéricas como
por ejemplo cómo y por qué habían sucedido las cosas. Los lectores de Inside View se
contentaban con saber qué había pasado, cuánto había durado, y si la persona a la que había
pasado había tenido tiempo de gritar. Y las fotografías, por supuesto. Querían fotografías.
Grandes fotografías en blanco y negro de alta intensidad, a ser posible; el tipo de foto que parecía
abalanzarse sobre uno desde la página en un enjambre de puntos que se clavaban en el cerebro.
Ezra, el Increíble Mecánico Empapado en Ginebra, había parecido sorprendido y pensativo
cuando Dees le había preguntado dónde creía que Renfield había ido después de aterrizar.
—No sé —repuso—. Al motel supongo. Supongo que
cogió un taxi.
—¿Llegó usted a las…? ¿A qué hora llegó? ¿A las siete de la mañana? ¿El nueve de julio?
—Aja. Justo antes de que Claire se marchara a casa.
—¿Y el Cessna Skymaster estaba aparcado y vacío?
—Sí. Aparcado justo aquí, en el mismo sitio que el suyo.
Ezra señaló con el dedo y Dees se apartó un poco. El mecánico olía como un queso
Roquefort muy pasado y empapado en ginebra barata.
—¿Dijo Claire si había llamado a algún taxi para el piloto? ¿Para llevarlo al motel? Porque
no parece que haya muchos hoteles a los que se pueda llegar a pie desde aquí.
Stephen King Pesadillas y alucinaciones
—No hay —asintió Ezra—. El más cercano es el Sea Breeze, y está a unos tres kilómetros.
Tal vez más. —Se rascó la barbilla mal afeitada—. Pero no recuerdo que Claire dijera ni una sola
palabra sobre llamar a un taxi para aquel tipo.
Dees tomó nota mental de llamar a todas las empresas de taxis de la zona. En aquel
momento, suponía algo que parecía ser lo más razonable, que el tipo que estaba buscando dormía
en una cama, como casi todo el mundo.
—¿Y qué hay de una limusina? —preguntó.
—No —dijo Ezra con mayor segundad—. Claire no dijo nada de una limusina, y eso lo
hubiera mencionado.
Dees asintió con la cabeza y decidió llamar a las compañías de limusinas más cercanas.
Asimismo interrogaría al resto del personal, pero no esperaba que sus respuestas arrojaran luz
alguna sobre el asunto; ese viejo borrachín era más o menos la única persona que había por ahí.
Había tomado una taza de café con Claire antes de que éste se marchara a casa, y otra cuando
Claire había vuelto a su puesto aquella noche, y eso parecía ser todo.
Aparte del propio Piloto Nocturno, Ezra parecía ser la última persona que había visto a
Claire Bowie con vida.
El objeto de sus reflexiones desvió la mirada maliciosa hacia lontananza, se rascó los
pelillos que crecían bajo su barbilla, y a continuación volvió sus ojos inyectados en sangre hacia
Dees.
—Claire no dijo nada de ningún taxi o ninguna limusina, pero sí dijo otra cosa.
—¿Ah, sí?
—Sí —repuso Ezra.
Se abrió un bolsillo del mono manchado de grasa, sacó un paquete de Chesterfield, se
encendió uno, y empezó a toser con una terrible tos de viejo. Miró a Dees a través de la nubécula
de humo con una expresión de listillo.
—A lo mejor no significa nada, pero a lo mejor sí. Lo que sí sé es que dejó a Claire hecho
polvo. Eso seguro, porque Claire casi nunca decía una mierda a menos que no estuviera bien
achispado.
—¿Y qué es lo que dijo?
—No me acuerdo —repuso Ezra—. A veces, sabe, cuan-do me olvido de las cosas un
dibujito de Alexander Hamilton me refresca la memoria.
—¿Y qué tal uno de Abraham Lincoln? —preguntó Dees
con sequedad.
Tras considerarlo durante un instante, un breve instante, en realidad, Hannon convino en
que, a veces, Lincoln también le refrescaba la memoria y, por lo tanto, un retrato de este caballero
pasó de la cartera de Dees a la mano algo paralítica de Ezra. Dees pensó que un retrato de George
Washington habría surtido el mismo efecto, pero quería asegurarse de que tenía al hombre de su
parte… Y además todo iba a parar a su cuenta de gastos.
—Bueno, dispare.
—Claire dijo que el tipo parecía como si fuera a una fiesta de lo más elegante —explicó
Ezra.
—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?
Dees creía que, a fin de cuentas, debería haber optado por
Washington.
—Dijo que el tipo tenía pinta de director de orquesta. Esmoquin, corbata de seda y toda la
mandanga. —Ezra hizo una pausa—. Claire dijo que el tipo llevaba incluso una capa muy grande.
Roja como el fuego por dentro, y negra como ala de cuervo por fuera. Dijo que cuando se
Stephen King Pesadillas y alucinaciones
extendía detrás de él parecía como el ala de un maldito murciélago. De repente, una gran
palabra se iluminó en el cerebro de Dees;
BINGO.
«Tú no lo sabes, mi querido amigo empapado en ginebra —se dijo Dees—, pero es posible
que acabes de decir las palabras que van a hacerme famoso.»
—Todas estas preguntas sobre Claire —prosiguió Ezra— y todavía no me ha preguntado si
yo vi algo raro.
—¿Vio algo raro?
—Pues sí, resulta que sí.
—¿Y qué es lo que vio, amigo mío?
Ezra se rascó la barba hirsuta con sus uñas largas y amarillentas mientras miraba a Dees por
el rabillo de sus ojos inyectados de sangre y daba otra chupada al cigarrillo.
—Ya estamos otra vez —dijo Dees.
Sin embargo, extrajo otro dibujo de Abraham Lincoln y procuró mantener su voz y su rostro
amables en todo momento. Sus instintos se habían puesto a cien y le estaban diciendo que el señor
Empapado en Ginebra no estaba del todo exprimido. Todavía no.
—Pues esto no me parece suficiente para todo lo que le estoy diciendo —le reprochó Ezra—
Un tipo rico de la ciudad como usted debería marcarse con algo más que diez pavos.
Dees miró el reloj…, un pesado Rolex con diamantes brillando sobre la esfera.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Mire lo tarde que es! ¡Y todavía no he ido a hablar con la
policía de Falmouth!
Antes de que pudiera empezar a levantarse, los cinco dólares ya habían desaparecido de
entre sus dedos para ir a hacer compañía a su amigo en el bolsillo del mono de Hannon.
—Muy bien, si tiene algo más que decir, dígamelo —dijo Dees sin rastro de amabilidad—.
Tengo sitios a los que ir y personas con las que hablar.
El mecánico se lo pensó mientras se rascaba los pelos de la barba y exhalaba pequeñas
nubéculas de su olor a queso viejo y pasado.
—Vi un montón de tierra debajo del Skymaster. Justo debajo de la bodega.
—¿Ah, sí?
—Sí, le di una patada con la bota. Dees esperó. Podía permitírselo.
—Una cosa asquerosa, llena de gusanos. Dees esperó. Aquello era útil, pero no creía que el
viejo estuviera completamente exprimido.
—Muchos gusanos —siguió Ezra—. Muchísimos gusanos. Como en los sitios donde hay
algo muerto.
Aquella noche Dees se alojó en el motel Sea Breeze, y a las ocho de la mañana siguiente se
dirigía hacia la ciudad de Alderton en el estado de Nueva York.De todo lo que Dees no entendía
sobre los movimientos de su presa, lo que más le desconcertaba era la calma con la que se había
tomado las cosas el Piloto Nocturno. Incluso había pasado un tiempo en Maine y en Maryland
antes de matar. Su única parada de una sola noche había sido en Al-derton, donde había ido dos
semanas después de acabar con Claire Bowie.
El aeropuerto Lakeview de Alderton era aún más pequeño que el aeropuerto de Cumberland;
consistía en una única pista sin asfaltar y una oficina y torre de control que no era más que un
cobertizo con una capa de pintura fresca. No disponía de un sistema de aterrizaje con
instrumentos; sin embargo, había una gran antena parabólica para que ninguno de los granjeros
voladores que utilizaban el lugar se perdiera ningún capítulo de Murphy Brown, La Rueda de la
Fortuna o cualquier otra cosa importante por el estilo.
Una cosa que a Dees le gustó mucho fue que la pista sin asfaltar de Lakeview fuera tan lisa
como lo había sido la de Maine. Podría acostumbrarme, pensó Dees mientras aterrizaba con el
Stephen King Pesadillas y alucinaciones
Beech suavemente en la superficie y empezaba a frenar. Nada de botes sobre los parches de
asfalto, ni baches que pretenden hacer volcar tu avión cuando aterrizas… Sí, podría
acostumbrarme a esto muy fácilmente.
En Alderton, nadie le había pedido dibujos de presidentes o de amigos de presidentes. En
Alderton, toda la ciudad, una comunidad de poco menos de mil almas, estaba consternada. No
sólo los pocos trabajadores a tiempo parcial que, junto con el difunto Buck Kendall, habían
llevado el aeropuerto de Lakeview casi como una obra de beneficencia y, desde luego, siempre en
números rojos. En realidad, no había nadie con quien hablar, ni siquiera un testigo del calibre de
Ezra Han-non. Hannon no había sido demasiado claro, reflexionó Dees, pero al menos había
hecho declaraciones que merecían ser impresas.
—Seguro que fue un hombre muy fuerte —le aseguró uno de los trabajadores a tiempo
parcial a Dees—. El viejo Buck pesaba más o menos ciento diez kilos y por lo general era un tipo
bastante tranquilo, pero si le tocabas las narices te lo hacía pagar. Le vi noquear a un tipo en una
feria ambulante de carnaval que pasó por P'keepsie hace dos años. Ese tipo de pelea no es legal,
claro, pero a Buck le faltaba dinero para pagar ese Piper que tiene, así que le pegó una paliza a
aquel tipo. Sacó doscientos dólares y los llevó a la financiera dos días antes de que le mandaran a
alguien para confiscarle el avión, creo.
El empleado sacudió la cabeza con aspecto realmente consternado y Dees sintió no haber
abierto la cámara. Los lectores de Iñude View se habrían vuelto locos con aquel rostro alargado,
curtido y lleno de dolor. Dees tomó nota mental de averiguar si el difunto Buck Kendall había
tenido perro. Los lectores de Inside View también se volvían locos al ver fotos del perro de un
hombre muerto. Había que ponerlo en el porche de la casa del difunto y debajo de la foto escribir
EMPIEZA LA LARGA ESPERA DE BUFFY o algo por el estilo.
—Es una pena —comentó Dees en tono compasivo. El empleado exhaló un suspiró y
asintió.
—El tipo lo debió de atacar por detrás. Es la única manera.
Dees no sabía desde dónde habían atacado a Gerard «Buck» Kendall, pero sabía que esta
vez no habían rebanado el cuello de la víctima. Esta vez había agujeros, agujeros por los que, con
toda probabilidad, Dwight Renfield había chupado la sangre de la víctima; salvo que, de acuerdo
con el informe del forense, había agujeros a cada lado del cuello de la víctima, uno en la yugular y
el otro en la carótida. No eran las pequeñas marcas de la era de Bela Lugosi, ni las marcas un
poco más asquerosas de la era de Cristopher Lee. El informe del forense se expresaba en
centímetros, pero a Dees no le costó nada traducir las medidas, y Morrison tenía a la infatigable
Libby Granit para explicar lo que el seco lenguaje del forense sólo revelaba en parte; o bien el
asesino tenía dientes del tamaño de uno de los Bigfeet que tanto gustaban a los lectores de View, o
bien había practicado los orificios del cuello de Kendallde un modo mucho más prosaico, con un
martillo y un clavo.
EL MORTÍFERO PILOTO NOCTURNO CLAVA CLAVOS A SUS VÍCTIMAS Y LES
CHUPA LA SANGRE, habían pensado ambos en lugares diferentes el mismo día. No está mal.
El Piloto Nocturno había solicitado permiso para aterrizar en el aeropuerto de Lakeview
poco después de las 22.30 del 23 de julio. Kendall le había concedido permiso y había anotado la
matrícula que Dees ya conocía tan bien, N101BL. Kendall había anotado el nombre del piloto
como Dwite Renfield y la marca y tipo del avión como Cessna Skymaster 337. No había mención
alguna de los ribetes rojos ni, por supuesto, de la capa en forma de ala de murciélago que era roja
como el fuego por dentro y negra como ala de cuervo por fuera, pero Dees estaba seguro de que el
piloto la llevaba.
El Piloto Nocturno había llegado al aeropuerto Lakeview de Alderton poco después de las
diez y media. Había matado al robusto Buck Kendall, se había bebido su sangre y se había
Stephen King Pesadillas y alucinaciones
marchado de nuevo con su Cessna antes de que Jen-na Kendall llegara a las cinco de la
mañana del 24 para darle a su marido un gofre recién hecho, momento en el que había descubierto
el cadáver desangrado de su esposo.
Mientras permanecía de pie ante el destartalado hangar/ torre de Lakeview reflexionando
sobre todas aquellas cosas, se le ocurrió que si uno donaba sangre lo máximo que podía esperar
era un vaso de zumo de naranja y las gracias, pero si la bebía, si la chupaba, para ser más exactos,
obtenía titulares. Mientras vertía el resto del asqueroso café en el suelo y se dirigía hacia su avión
dispuesto a volar hacia el sur, a Ma-ryland, se le ocurrió que la mano de Dios debió de temblar un
poquito en el momento en que terminaba la supuesta obra maestra de Su imperio creativo.
Ahora, apenas dos horas después de abandonar el aeropuerto nacional de Washington, las
cosas habían empeorado mucho y, además, de un modo absolutamente repentino. Las luces de la
pista se habían apagado, pero Dees comprobó que no era lo único que se había apagado, sino que
la mitad de Wilmington y todo Wrightville Beach se habían quedado a oscuras. El sistema de
aterrizaje por instrumentos seguía allí, pero cuando Dees cogió el micrófono para gritar: «¿Qué ha
pasado? ¡Hábleme, Wilmington!», lo único que obtuvo fue el chirrido de las interferencias en las
que unas cuantas voces balbuceaban como fantasmas lejanos.
Volvió a colgar el micro, pero no lo consiguió. El aparato chocó contra el suelo de la cabina
y Dees lo olvidó. Coger el micrófono para gritar no había sido más que instinto propio de piloto.
Sabía lo que había sucedido con tanta seguridad como sabía que el sol se ponía por el oeste… para
lo cual no faltaba casi nada. Sin duda alguna, un relámpago había caído directamente sobre una
subestación eléctrica cercana al aeropuerto. La cuestión era si podía aterrizar o no a pesar de todo.
Tenías pista libre, dijo una voz. Otra respondió inmediata y correctamente que eso era una
mierda de racionalización. Había aprendido lo que debía hacer en una situación como aquélla
cuando todavía se encontraba en el equivalente de la autoescuela. La lógica y el libro dicen que
hay que dirigirse a un aeropuerto alternativo e intentar contactar con Control de Tráfico Aéreo.
Aterrizar bajo condiciones tan espantosas como aquélla significaría una violación de las reglas y
una sustanciosa multa.
Por otra parte, no aterrizar ahora, ahora mismo, podría hacerle perder al Piloto Nocturno.
Asimismo, podría costar una vida (o varias), pero Dees apenas tomó en consideración ese factor…
hasta que una idea se encendió como una bombilla en su mente; una inspiración que surgió, como
surgían la mayor parte de sus inspiraciones, en grandes letras, propiasde la prensa sensacionalista:
PERIODISTA HEROICO SALVA A (indicar un número tan alto como sea posible, lo cual
significaba un número bastante elevado dado el generoso margen de la credulidad humana)
PERSONAS DEL PILOTO NOCTURNO LOCO.
Chúpate ésa, cateto, pensó Dees antes de proseguir su descenso hacia la pista 34.
De repente las luces de la pista volvieron a encenderse, como si aprobaran su decisión, y a
continuación volvieron a apagarse dejando manchas azules en sus retinas que se tornaron color
verde de aguacates podridos al cabo de un instante. En aquel momento, las extrañas interferencias
que salían de la radio desaparecieron y volvió a oír la voz del cateto del aeropuerto, esta vez a
gritos:
—¡A babor, N471B! —gritó—. ¡Piedmont, a estribor! ¡Dios mío, oh, Dios mío! ¡Colisión
aérea! ¡Creo que tenemos una colisión!
El instinto de supervivencia de Dees estaba tan en forma como el que le permitía oler sangre
en cualquier esquina. En ningún momento vio las luces del Piedmont 727. Estaba demasiado
ocupado intentando que el Beech virara todo lo posible (un viraje tan cerrado como el cono de una
virgen, y a Dees no le importaría en absoluto dar fe de ello si salía con vida de aquella situación)
en el momento en que la segunda palabra salió de labios del cateto del aeropuerto. Por un
momento percibió más que vio un objeto enorme que pasaba a escasos centímetros sobre él, y
Stephen King Pesadillas y alucinaciones
entonces el Beech 55 empezó a tambalearse de tal modo que las turbulencias anteriores le
parecieron una minucia. Los cigarrillos se escaparon del bolsillo de la pechera de su camisa y se
desparramaron por todas partes. El horizonte oscuro de Wilmington empezó a ladearse de un
modo salvaje. Su estómago pareció intentar levantarle el corazón hasta la garganta y la boca. Un
hilillo de saliva le subía por una mejilla como un niño que se desliza por un tobogán engrasado.
Los mapas revoloteaban por todas partes como pajarillos. El aire retumbaba al igual que los
truenos de la tormenta. Una de las ventanas del compartimento de cuatro pasajeros explotó y un
viento asmático invadió el avión, revolviendo todo lo que no estaba atado como si fuera un
tornado.
—¡Vuelva a la altitud anterior, N471B! —gritaba el cateto del aeropuerto.
Dees se dio cuenta de que acababa de echar a perder unos pantalones de doscientos dólares
al llenarlos de aproximadamente medio litro de pis caliente, pero le tranquilizó en parte la idea de
que el viejo cateto del aeropuerto, sin duda alguna, acababa de llenarse los calzoncillos de un
cargamento de furullos frescos. Al menos eso era lo que parecía.
Dees llevaba una navaja suiza. Se la sacó del bolsillo derecho de los pantalones mientras
sostenía los mandos con la mano izquierda y se practicó un corte en la camisa justo por encima
del codo izquierdo hasta hacerse sangre. A continuación, sin detenerse, se practicó otro corte
superficial, justo por debajo del ojo izquierdo. Cerró la navaja y la guardó en el bolsillo elástico
de la portezuela del piloto. Más tarde tendré que limpiarla, se dijo, y si me olvido podría meterme
en apuros serios. Pero sabía que no se olvidaría, y tomando en consideración lo que había hecho el
Piloto Nocturno impunemente, creía que todo saldría bien.
Las luces de la pista volvieron a encenderse, esta vez definitivamente, esperaba, aunque su
parpadeo indicaba que estaban siendo alimentadas por un generador. Volvió a dirigir el Beech
hacia la pista 34. Un hilillo de sangre le corría por la mejilla izquierda hasta la comisura de los
labios. Se metió un poco en la boca y a continuación escupió una mezcla rosada de sangre y saliva
sobre el cuentakilómetros. Nunca hay que perder una oportunidad, hay que seguir los instintos, ya
que ellos siempre te llevarán por el buen camino.
Miró el reloj. Sólo faltaban catorce minutos para la puesta de sol. Le iba a ir pero que muy
justo.
—¡Arriba, Beech! —gritó el cateto del aeropuerto—. ¿Estásordo oque?
Dees agarró el cable en espiral del micro sin apartar la mirada de las luces de la pista. Tiró
del cable hasta llegar al micrófono, lo agarró y pulsó el botón de emisión.
—Escúcheme, hijo de puta desgraciado —dijo apartandolos labios hasta dejar al descubierto
las encías—. Ese 727 ha estado a punto de convertirme en mermelada de fresa porque su maldito
generador no se ha puesto en marcha cuando debía y, como consecuencia, no he podido ponerme
en contacto con el Control de Tráfico Aéreo. No sé cuántas personas en ese avión han estado a
punto de convertirse en mermelada de fresa, pero estoy seguro de que usted sí lo sabe, y sé que la
tripulación también. La única razón por la que esos tipos siguen vivos es que el capitán ha sido lo
bastante inteligente como para dirigir bien, y yo he sido, así mismo, lo bastante inteligente como
para seguirle bien, pero he sufrido tantos daños estructurales como físicos. Si no me da permiso
de aterrizaje ahora mismo, voy a aterrizar de todas formas. La única diferencia es que si tengo que
aterrizar sin permiso, le denunciaré a la Administración Federal Aérea, aunque primero me
aseguraré personalmente de que su cabeza y su culo cambien de sitio. ¿Lo ha entendido, amigo?
Un silencio largo y lleno de interferencias. A continuación, una voz muy tímida,
completamente distinta a las exclamaciones anteriores del palurdo del aeropuerto.
—Tiene permiso para aterrizar en la Pista 34, N471B. Dees esbozó una sonrisa y dirigió el
avión hacia la pista.
Stephen King Pesadillas y alucinaciones
—Me he puesto nervioso y he levantado la voz —se disculpó tras pulsar de nuevo el botón
del micrófono—. Lo siento. Sólo me pasa cuando estoy a punto de palmarla.
Ninguna respuesta desde tierra.
—Pues muy bien, que te jodan —dijo Dees. A continuación prosiguió el descenso
resistiendo el impulso de echar una rápida mirada a su reloj mientras bajaba.
Dees estaba muy curtido y se sentía orgulloso de ello, pero no podía engañarse; lo que
encontró en Duffrey le puso los pelos de punta. El Cessna del Piloto Nocturno había pasado otro
día, el 31 de julio, en la rampa, pero eso sólo empezó a ponerle los pelos de punta. Lo que
interesaría a sus leales lectores de Iñude View sería la sangre, por supuesto, y así era como debía
ser, amén, pero Dees era cada vez más consciente de que la sangre (o en el caso de los ancianos
Ray y Ellen Sarch, la falta de sangre) era tan sólo el principio de la historia. Bajo la sangre habían
oscuras y extrañas cavernas.
Dees llegó a Duffrey el 8 de agosto, apenas una semana después que el Piloto Nocturno.
Volvió a preguntarse adonde iría su amigo el murciélago entre asesinato y asesinato. ¿A
Disneylandia ? ¿ A los Jardines Busch ? ¿ A Atlanta tal vez, a ver un partido de los Bra ves? Tales
reflexiones eran relativamente insignificantes en aquel momento, puesto que la caza seguía, pero
tendrían un gran valor más adelante. De hecho, se convertirían en el equivalente periodístico de
las patatas, que alargarían las sobras de la historia del Piloto Nocturno durante unos números más
del periódico, y permitirían a los lectores disfrutar una vez más del sabor incluso después de haber
digerido los pedazos más grandes de carne cruda.
Sin embargo todavía existían lugares oscuros en aquella historia en los que un hombre podía
caerse y perderse para siempre. Aquello sonaba tanto absurdo como ridículo, pero cuando Dees
empezó a hacerse una idea de lo que había pasado en Duffrey, empezó a creer en la historia, lo
cual significaba que aquella parte de ella jamás saldría impresa, y no sólo porque se tratara de
algo personal, sino porque quebrantaba el único principio férreo de Dees: nunca creas en aquello
que publicas, y nunca publiques aquello en lo que creas. A lo largo de los años, aquella regla le
había permitido conservar la cordura mientras que todos los que le rodeaban perdían la suya.
Había aterrizado en el aeropuerto nacional de Washington, un aeropuerto real para variar, y
alquilado un coche con el que recorrió los cien kilómetros que lo separaban de Duffrey, porque
sin Ray Sarch y su mujer, Ellen, no había aeropuerto de Duffrey. A parte de la hermana de Ellen,
Ray-lene, que era una mecánica bastante potable, el matrimonio había sido el único personal del
que constaba el chiringuito.El aeropuerto disponía de una sola pista de aterrizaje sin asfaltar
cubierta de aceite, tanto para evitar que se levantara el polvo como para impedir el crecimiento de
malas hierbas. Asimismo, contaba con una cabina de control no mucho más grande que un
armario y que estaba pegada al remolque Jet-Aire en el que vivía el matrimonio Sarch. Ambos
estaban jubilados, ambos eran pilotos, ambos tenían fama de ser duros como piedras y estaban
locamente enamorados el uno del otro, incluso después de casi cinco décadas de matrimonio.
Además, averiguó Dees, los Sarch controlaban el tráfico aéreo privado que salía y entraba en
su aeropuerto con gran atención, ya que tenían un interés personal en la guerra contra las drogas.
Su único hijo había muerto en los Everglades de Florida cuando intentaba aterrizar en lo que
parecía una extensión lisa de agua clara con más de una tonelada de heroína de Acapulco
guardada en un Beech 18 robado. De hecho, la extensión de agua había sido lisa… salvo por un
solo tronco. El Beech 18 chocó contra el tronco, volcó y estalló. Doug Sarch había salido
despedido, con el cuerpo humeante y chamuscado pero seguramente aún vivo, por poco que a sus
apenados padres les gustara creerlo. Había sido devorado por los caimanes, y todo lo que quedaba
de él cuando los tipos de la administración de la lucha contra la droga lo encontraron, por fin, una
semana más tarde era un esqueleto desmembrado, unos cuantos jirones de carne sembrados de
gusanos, un par de téjanos Calvin Klein chamuscados y una cazadora de la tienda Paul Stuart, de
Stephen King Pesadillas y alucinaciones
Nueva York. Uno de los bolsillos de la cazadora contenía más de veinte mil dólares en
efectivo, mientras que el otro reveló casi una onza de cocaína peruana pura.
—Fueron las drogas y los hijos de puta que trafican con ellas los que mataron a mi chico —
había asegurado Ray Sarch en numerosas ocasiones.
Su mujer, Ellen Sarch, estaba más que dispuesta a corroborar las palabras de su marido. El
odio que sentía hacia las drogas y los traficantes, le aseguraron a Dees una y otra vez (casi le
divirtió la convicción prácticamente unánime que existía en Duffrey respecto a que el asesinato
del anciano matrimonio Sarch había sido un «asunto de bandas»), sólo se veía superado por el
dolor y la confusión que sentían por el hecho de que su hijo se había visto implicado con aquellas
mismas personas.
Tras la muerte de su hijo, los Sarch se habían mantenido alerta a cualquier cosa o cualquier
persona que se pareciera, aunque sólo fuera de un modo remoto, a un transportador de droga.
Habían llamado a la policía estatal de Maryland cuatro veces que habían resultado ser falsas
alarmas, pero a los muchachos del estado no les importaba porque los Sarch también habían
contribuido a detener a tres transportadores pequeños y a dos muy importantes. El último de ellos
llevaba quince kilos de cocaína boliviana pura. Éste era el tipo de alijo que hacía olvidar unas
cuantas falsas alarmas, el tipo de alijos que conseguía ascensos.
Así pues, a última hora de la tarde del 30 de julio llegó el Cessna Skymaster con la matrícula
y la descripción que había sido entregada a todos los aeropuertos de América, incluyendo el de
Duffrey; un Cessna cuyo piloto se había identificado como Dwight Renfield y que había
asegurado que su punto de procedencia era el aeropuerto de Bayshore, en Delaware, un campo
que jamás había oído hablar de Renfield ni de un Skymaster con matrícula N101BL; el avión de
un hombre que, casi con toda seguridad, era un asesino.
—Si hubiera llegado aquí, lo más probable es que ahora estuviera en chirona —había
asegurado uno de los controla-dores de Bayshore a Dees por teléfono.
Sin embargo, Dees lo dudaba. Sí, lo dudaba mucho.
El Piloto Nocturno había aterrizado en Duffrey a las 11.27 de la noche, y Dwight Renfield
no sólo había firmado en el registro de los Sarch sino que también había aceptado la invitación de
Ray Sarch para ir a su remolque, tomar una cerveza y ver la reposición de la serie Gunsmoke en el
canal TNT. Ellen Sarch había explicado todo aquello a la propietaria del salón de belleza de
Duffrey al día siguiente. Aquella mujer, Selida McCammon, se había identificado ante Dees como
una de las amigas más íntimas de la difunta Ellen Sarch.Cuando Dees le preguntó qué aspecto
había tenido Ellen, Selida hizo una pausa antes de explicárselo.
—Pues tenía un aspecto soñador, en cierto modo. Como una colegiala que está enamorada,
aunque tenía casi setenta años. Estaba tan ruborizada que creí que llevaba maquillaje, hasta que
empecé a hacerle la permanente. Entonces vi que sólo estaba… sólo estaba…
Selida McCammon se encogió de hombros. Sabía lo que quería decir pero no cómo
expresarlo.
—Sofocada —sugirió Dees, ante lo cual Selida McCammon lanzó una carcajada y batió de
palmas.
—¡Exacto! ¡Exacto! ¡Usted sí es un escritor!
—Oh, sí señor, escribo de maravilla —repuso Dees al tiempo que le dedicaba una sonrisa
que esperaba resultara amable y cálida.
Se trataba de una expresión que en el pasado había practicado de un modo casi constante y
que continuaba practicando con bastante regularidad en el espejo del dormitorio del piso de
Nueva York que llamaba su hogar, así como en los espejos de los hoteles y moteles que realmente
eran su hogar. Pareció funcionar. De hecho, Selida McCammon se la devolvió con toda presteza,
pero lo cierto era que Dees no se había sentido amable ni cálido en toda su vida. Cuando era niño
Stephen King Pesadillas y alucinaciones
creía que dichas emociones no existían, que tan sólo eran una máscara, una convención
social. Más tarde, decidió que estaba equivocado. La mayor parte de lo que él consideraba
«emociones del Reader's Digest» eran reales, al menos para la mayoría de la gente. Tal vez
incluso el amor, aquella fábula, era real. El hecho de que él no pudiera sentir dichas emociones
era sin duda alguna una pena, pero no el fin del mundo. Al fin y al cabo, había gente que padecía
cáncer, que tenía el sida o la memoria de un periquito con trastornos mentales. Visto desde ese
punto de vista, uno se daba cuenta con gran rapidez que estar desprovisto de algunas emociones
sentimentaloides no era más que una minucia. Lo importante era que si uno sabía cómo estirar los
músculos del rostro en las direcciones adecuadas, entonces no le pasaba nada. No dolía y era fácil;
al fin y al cabo, si podía recordar subirse la bragueta después de mear, también podía recordar
sonreír y adoptar una expresión cálida cuando eso era lo que se esperaba de él. Y una sonrisa
comprensiva, había descubierto a lo largo de los años, era la mejor arma del mundo para cualquier
entrevista. De vez en cuando, una vocecilla interior le preguntaba cuál era su propia visión de las
cosas, pero Dees no quería tener su propia visión de las cosas. Lo único que quería era escribir y
hacer fotos. Se le daba mejor escribir, siempre había sido así y las cosas no cambiarían y lo sabía,
pero de todos modos le gustaban más las fotografías. Le gustaba tocarlas, ver cómo congelaban a
las personas, ya fuera con sus rostros reales expuestos al mundo entero, ya fuera con sus
máscaras, tan obvias que era imposible ignorarlas. Le gustaba el hecho de que en las mejores
fotografías la gente siempre parecía sorprendida y horrorizada. Parecía atrapada.
Si le presionaban, diría que las fotografías le proporcionaban toda la visión que necesitaba, y
de todos modos el asunto no tenía importancia alguna en este caso. Lo que importaba era el Piloto
Nocturno, su pequeño amigo el murciélago y el modo en que había entrado en las vidas de Ray y
Ellen Sarch hacía aproximadamente una semana.
El Piloto había salido de su avión y entrado en la oficina que ostentaba un aviso ribeteado de
rojo de la Administración Aérea Federal, un aviso que indicaba que había un tipo peligroso
pilotando un Cessna Skymaster 337, con matrícula N101BL, y que era bien posible que hubiera
asesinado a dos hombres. Aquel tipo, proseguía el aviso, podía hacerse llamar Dwight Renfield,
pero no necesariamente. El Skymaster había aterrizado, Dwight Renfield había firmado en el
registro y era casi seguro que había pasado el día siguiente oculto en la bodega de su avión. ¿Y los
Sarch, aquellos dos ancianos tan perspicaces?
Los Sarch no habían dicho nada; los Sarch no habían hecho nada.
Salvo que esto último no era del todo cierto, había averiguado Dees. Ray Sarch había hecho
algo, sí señor; había invitado al Piloto Nocturno a su casa a ver un episodio de la serie Gunsmoke
y a beber una cerveza con su mujer. Lo ha-bían tratado como si fuera un viejo amigo y entonces,
al día siguiente, Ellen Sarch había pedido hora en el salón de belleza, lo cual le había parecido
algo extraño a Selida McCam-mon. Por lo general, las visitas de Ellen eran tan puntuales como un
reloj, y aquélla se había adelantado al menos dos semanas según la opinión de Selida. Sus
instrucciones habían sido desusadamente explícitas: no sólo el corte habitual sino también una
permanente… y un poco de color.
—Quería parecer más joven —contó Selida McCammon a Dees antes de enjugarse una
lágrima de la mejilla con el dorso de la mano.
Pero la conducta de Ellen Sarch había sido completamente normal en comparación con la de
su marido. Ray había llamado a Administración Aérea Federal en el aeropuerto nacional de
Washington para decirles que emitieran un comunicado que apartara a Duffrey de la actividad
aérea al menos por el momento. En otras palabras, había bajado las persianas y cerrado el
chiringuito.
De regreso a su casa se había detenido a poner gasolina en la gasolinera Texaco Duffrey y
había explicado a Norm Wil-son, el propietario, que creía estar a punto de pillar la gripe. Norm
Stephen King Pesadillas y alucinaciones
explicó a Dees que creía que Ray tenía razón, pues parecía pálido y macilento, de repente
más viejo incluso de lo que era.
Aquella noche los dos vigilantes perspicaces habían caído en la trampa. A Ray Sarch lo
encontraron en la pequeña sala de control; le habían arrancado la cabeza, que apareció en un
rincón, donde yacía sobre el muñón del cuello mirando fijamente a la puerta abierta con los ojos
de par en par y vidriosos como si realmente hubiera algo que ver.
A su mujer la habían encontrado en el dormitorio del remolque de los Sarch. Estaba
acostada y llevaba un salto de cama tan nuevo que quizás ni siquiera había sido estrenado. Era una
anciana, había explicado a Dees un ayudante del sberiff que le había costado veinticinco dólares,
por lo que resultaba más caro que Ezra, el Increíble Mecánico Empapado en Ginebra, aunque
realmente valía ese dinero, pero bastaba con echarle un vistazo para ver que aquella mujer se
había vestido para amar. A Dees le había gustado tanto el deje vaquero del hombre que lo había
anotado en su libreta. A la mujer le habían practicado dos orificios enormes del tamaño de clavos
en el cuello, uno en la carótida y el otro en la yugular. Su rostro aparecía compuesto, con los ojos
cerrados, y tenía las manos entrelazadas sobre el pecho. Aunque había perdido casi hasta la última
gota de sangre, tan sólo se veían unas pequeñas manchas en las almohadas y unas pocas más en el
libro que yacía abierto sobre su estómago: Entrevista con el vampiro, de Anne Rice.
¿Y el Piloto Nocturno?
En algún momento antes de la medianoche del 31 de julio o justo después, en la madrugada
del primero de agosto, el Piloto Nocturno se había marchado. Como un pajarillo.
O un murciélago.
Dees aterrizó en Wilmington siete minutos antes de la puesta de sol oficial. Mientras
empezaba a frenar sin dejar de escupir la sangre que se le había metido en la boca desde el corte
que se había practicado debajo del ojo, vio que caía un relámpago con un fuego blanquiazul tan
intenso que casi lo cegó. Justo después oyó el trueno más ensordecedor de toda su vida. Su
humilde opinión quedó confirmada cuando otra ventana del compartimento de pasajeros,
agrietada en el momento en que había estado a punto de colisionar con el Pied-mont 727, explotó
en una lluvia de diamantes de bisutería.
En la brillantísima luz vio que un edificio bajo y cuadrado, situado en la parte de babor de la
pista 34, era atravesado por el relámpago. El edificio estalló despidiendo una columna de fuego
hacia el cielo, una columna que, aunque brillante, no se acercó ni de lejos a la potencia del
relámpago que lo había hecho arder.
Como encender un cartucho de dinamita con una bomba nuclear, pensó Dees confusamente,
y a continuación: el generador. Ha sido el generador.
Las luces, todas las luces, las luces blancas que marcaban los bordes de la pista de aterrizaje,
y las brillantes luces rojas que marcaban su final, se apagaron de repente, como si no fueran más
que velas extinguidas por una fuerte ráfaga de viento. Y Dees se vio avanzando a más de ciento
cuarenta kilómetros por hora en la oscuridad más completa.
La onda expansiva de la explosión que había destruido el generador principal del aeropuerto
golpeó el Beech como un puño de hierro. De hecho, no sólo lo golpeó sino que lo martilleó con
una enorme fuerza. El Beech, que apenas sabía que ya se había vuelto a convertir en una criatura
terrestre, derrapó peligrosamente hacia estribor, se alzó, volvió a caer sobre la pista con la rueda
derecha rebotando sobre algo…, sobre algo… que Dees se dio cuenta, aunque de un modo vago,
eran luces de aterrizaje.
«¡A babor! —gritó su mente—. ¡A babor, hijo de puta!»
Estuvo a punto de hacerlo antes de que su parte más racional se impusiera. Si giraba los
mandos hacia babor a esta velocidad volcaría sin lugar a dudas. Lo más probable era que no
estallara teniendo en cuenta la poca cantidad de combustible que le quedaba en los depósitos, pero
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todo era posible. O tal vez el Beech simplemente se partiría en dos, dejando a Richard Dees
de cintura para abajo retorciéndose en su asiento, mientras que la parte superior del cuerpo de
Richard Dees salía despedida en otra dirección, arrastrando tras de sí intestinos amputados como
confeti y dejando caer los ríñones sobre el hormigón como un par de enormes excrementos de
pájaro.
«¡Aguanta! —se gritó a sí mismo—. ¡Aguanta, hijo de puta, aguanta!»
En aquel momento, algo, los tanques depósitos secundarios del generador, se dijo cuando
tuvo tiempo de decirse algo, explotó empujando el Beech aún más hacia estribor, pero eso le fue
bien, ya que lo apartó de las luces de aterrizaje apagadas, y de repente volvió a circular con
relativa suavidad, con el lado de babor rodando por el borde de la pista 34, y el lado de estribor en
el escalofriante abismo que había entre las luces y la cuneta que había observado se abría a la
derecha de la pista. El Beech seguía estremeciéndose pero no mucho, y Dees comprendió que una
de las ruedas, la de estribor, estaba pinchada a causa de las luces de aterrizaje que había pisoteado.
Estaba frenando y eso era lo que importaba; finalmente, el Beech empezaba a comprender
que se había convertido en una criatura distinta, una criatura que volvía a pertenecer a la tierra.
Dees empezaba a tranquilizarse cuando vio el ancho Learjet, el que los pilotos denominan El
Gordo Albert, justo delante de él, aparcado por increíble que pareciera, en el centro de la pista
donde el piloto lo había detenido mientras esperaba la autorización para despegar en la pista 5.
Dees lo miró atónito, vio las ventanillas iluminadas, rostros que lo miraban con los ojos
abiertos de par en par, como los locos de un asilo observan un truco de magia y, entonces, sin
pensar, giró los mandos hacia la derecha, apartando el Beech de la pista y precipitándolo a la
cuneta; logró esquivar el Lear por aproximadamente tres centímetros. Llegaron hasta sus oídos
débiles gritos, pero de hecho no se dio cuenta de nada aparte de lo que ahora explotaba frente a él
como una tira de petardos cuando el Beech intentó convertirse de nuevo en una criatura aérea,
aunque sin poder hacerlo porque las aletas estaban bajadas y los motores funcionaban a muy pocas revoluciones. El avión dio un salto como una convulsión en la mortecina luz de la segunda
explosión, y a continuación empezó a patinar por una pista de espera; Dees vio el edificio de la
terminal general por el rabillo del ojo. Estaba iluminada con luces de emergencia que funcionaban
con baterías de reserva. Asimismo, vio los aviones aparcados, uno de los cuales era, con toda
seguridad, el Skymaster del Piloto Nocturno. Como siluetas oscuras de papel de seda recortadas
contra la lastimosa luz anaranjada de la puesta del sol, y que ahora se distinguían gracias a los
relámpagos.
«¡Voy a volcar!» se gritó a sí mismo y, de hecho, el Beech intentó volcar; el ala de babor
empezó a arrastrarse por la pista de espera más cercana a la terminal levantando un manan-tial de
chispas hasta que la punta se desprendió y rodó hasta los arbustos, donde la fricción encendió un
mortecino fuego en los hierbajos mojados.
A continuación el Beech se detuvo, y los únicos sonidos que oyó eran las interferencias de la
radio, el sonido de botellas rotas que vertían su contenido sobre la alfombra del compartimento de
pasajeros y el enloquecido martilleo de su propio corazón. Dees se desabrochó el cinturón y se
dirigió hacia la puerta del avión antes de estar totalmente seguro de que seguía vivo.
Recordaba lo que sucedió a continuación con extraña claridad, pero lo único que recordaba
con seguridad desde el momento en que el Beech se detuvo por fin sobre la pista de espera, de
espalda hacia el Lear e inclinado hacia un lado, hasta el momento en que oyó los primeros gritos
procedentes de la terminal, era que había alargado el brazo para coger la cámara. No podía salir
del avión sin la cámara; la Nikon era la cosa más parecida que tenía a una esposa. La había
comprado en una casa de empeño de Toledo cuando tenía diecisiete años y la conservaba desde
entonces. Le había añadido objetivos, pero la carcasa básica seguía siendo la misma que entonces;
las únicas modificaciones que había introducido habían sido algunos rasguños y abolladuras que
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formaban parte de su trabajo. La Nikon se encontraba en el bolsillo elástico que había detrás
de su asiento. Tiró de ella para sacarla, la miró para comprobar que seguía intacta y vio que así
era. Se la colgó del cuello y se inclinó sobre la puerta del avión.
Tiró de la palanca, saltó del avión, tropezó, estuvo a punto de caerse, y logró coger la
cámara antes de que chocara contra el hormigón de la pista de espera. Se oyó el rugido de otro
trueno, pero esta vez no fue más que un rugido, distante y poco amenazador. Una brisa lo rozó
como la caricia de una mano cariñosa sobre el rostro…, pero más fría por debajo del cinturón.
Dees hizo una mueca; el episodio de que se había meado encima cuando el Beech y el Piedmont
habían estado a punto de chocar tampoco figuraría en el artículo.
De repente, un chillido agudo y penetrante llegó hasta sus oídos desde la terminal general;
un grito teñido de agonía y horror. Aquel sonido lo golpeó como una bofetada. Volvió en sí, y se
concentró de nuevo en el objetivo. Miró el reloj. No funcionaba. O bien se había roto a causa de la
explosión o bien se había detenido. Se trataba de una de esas antiguallas divertidas a las que hay
que dar cuerda, y no recordaba cuándo lo había hecho por última vez.
¿Se había puesto ya el sol? Afuera estaba oscuro, joder, pero con todos esos truenos y esos
nubarrones agolpados alrededor del aeropuerto era difícil determinar lo que significaba.
¿Realmente se había puesto el sol?
Oyó otro grito. No, un grito no, un verdadero chillido, así como el sonido de cristales al
romperse.
Dees decidió que la puesta de sol carecía de toda importancia.
Echó a correr sin darse cuenta apenas de que los depósitos auxiliares del generador seguían
ardiendo y de que olía a gas en el aire. Intentó correr más deprisa, pero tenía la sensación de
correr sobre cemento líquido. La terminal se acercaba cada vez más, pero no demasiado deprisa.
No lo bastante deprisa.
—¡No, por favor! ¡Por favor, no! ¡POR FAVOR, NO! ¡OH, POR FAVOR, NO!
Aquel chillido cada vez más fuerte se vio interrumpido de repente por un terrible aullido
inhumano. No obstante, sí había algo humano en él, y eso era tal vez lo más terrible de todo. A la
mortecina luz de las bombillas de emergencia instaladas en las esquinas de la terminal, Dees vio
que una figura oscura que se agitaba rompía más cristales de la pared de la terminal que se
orientaba hacia el aparcamiento, una pared que constaba casi únicamente de cristal; la figura salió
despedida a través de ella, aterrizó sobre la rampa con un golpe sordo, rodó sobre sí misma, y
Dees vio que se trataba de un hombre.
La tormenta se alejaba pero seguían brillando los relámpagos, y cuando Dees entró
corriendo en el aparcamiento, jadeante, vio por fin el avión del Piloto Nocturno, con la matrícula
N101BL pintada en la cola. Las letras y los números parecían negros en aquella luz, pero él sabía
que eran rojos y,de todos modos, no importaba. La cámara estaba cargada con película rápida en
blanco y negro y armada con un flash inteligente que tan sólo se dispararía cuando la luz fuera
demasiado poco intensa para la velocidad de la película.
La bodega del Skymaster estaba abierta como la boca de un cadáver. Bajo ella se veía un
gran montículo de tierra en el que se retorcían pequeños objetos. Dees le echó un vistazo casual,
se volvió para mirarlo por segunda vez y se detuvo a duras penas. Ahora su corazón no sólo
estaba lleno de temor sino también de una salvaje felicidad. ¡Qué bien que todo hubiera salido
como había salido!
Sí, se dijo, pero no lo llames suerte, no te atrevas a llamarlo suerte, no lo llames ni siquiera
un presentimiento.
Correcto. No era la suerte la que lo había mantenido en esa destartalada habitación de motel
con aquel ruidoso aparato de aire acondicionado. No había sido un presentimiento, no
exactamente al menos, lo que lo había atado al teléfono hora tras hora llamando a pequeños
aeropuertos y dando la matrícula del Piloto Nocturno una y otra vez. Se trataba de puro instinto de
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periodista, y aquí es donde empezaba a verse recompensado. Claro que no se trataba de una
recompensa como las demás; era el premio gordo, El Dorado, la maravillosa fábula.
Se detuvo frente a la bodega abierta como un bostezo, intentó levantar la cámara y estuvo a
punto de estrangularse con la correa. Masculló un juramento. Desenredó la correa. Apuntó.
Desde la terminal le llegó otro grito, el de una mujer o bien un niño. Dees apenas se percató
de ello. La idea de que ahí dentro se estaba produciendo una verdadera masacre fue seguida por la
idea de que dicha masacre no haría sino enriquecer la historia. Y a continuación, ambos
pensamientos se disiparon mientras tomaba tres rápidas fotografías del Cessna, asegurándose de
que tomaba una de la bodega y otra de la matrícula. El rebobinado automático emitía su zumbido.
Dees siguió corriendo. Más ruido de cristales rotos. Otro golpe sordo cuando otro cuerpo
cayó al cemento como una muñeca de trapo rellena de algún líquido espeso y oscuro, como por
ejemplo, jarabe para la tos. Dees alzó la mirada, distinguió un movimiento confuso, el revoloteo
de algo que podría haber sido una capa… pero se encontraba demasiado lejos como para
asegurarlo. Se volvió y tomó otras dos fotografías del avión, esta vez de muy cerca. La bodega
abierta y el montículo de tierra aparecerían claros e innegables en el periódico.
A continuación se volvió y echó a correr hacia la terminal. Ni siquiera se le ocurrió el hecho
de que sólo iba armado con una vieja Nikon.
Se detuvo a unos diez metros del edificio. Había tres cadáveres, dos adultos, uno de cada
sexo, y uno que podía haber sido o bien de una mujer menuda o bien de una chica de unos trece
años; era difícil de determinar puesto que le faltaba la cabeza.
Dees apuntó la cámara y tomó seis rápidas fotografías, mientras el flash emitía su propio
relámpago blanco y el rebobinado automático no cesaba de emitir su pequeño zumbido.
Mientras tomaba las fotografías iba contando. Disponía de 36 y había hecho once, lo cual
significaba que le quedaban veinticinco. Tenía más película en los bolsillos profundos de sus
pantalones, y eso estaba muy bien… si tenía la oportunidad de recargar la cámara. Nunca se podía
contar con eso, sin embargo. En el caso de fotografías como aquéllas había que aprovechar el
momento. Se trataba de un banquete de comida rápida, nada más.
Dees alcanzó la terminal y abrió la puerta de un tirón.
Pensó que ya lo había visto todo, pero nunca había visto algo como aquello. Nunca.
«¿Cuántos? —se preguntó su mente—. ¿A cuántos te has cargado? ¿Seis? ¿Ocho? ¿Tal vez
una docena?»No lo sabía. El Piloto Nocturno había convertido la terminal del pequeño aeropuerto
privado en un matadero. Cadáveres y partes de cadáveres yacían esparcidos por doquier. Dees vio
un pie enfundado en una zapatilla deportiva negra y sacó una fotografía. Un torso desgarrado;
sacó una fotografía. Había un hombre enfundado en un mono de mecánico que todavía estaba con
vida, y por un momento creyó que era Ézra, el Increíble Mecánico Empapado en Ginebra, del aeropuerto del condado de Cumberland, pero aquel tío no se estaba quedando calvo, sino que no le
quedaba ni un solo pelo en la cabeza. Le habían partido la cara desde la frente hasta la barbilla. La
nariz estaba partida en dos y a Dees la escena le recordó, por alguna extraña razón, un perrito
caliente abierto y listo para el panecillo. Sacó una fotografía.
Y de repente, algo en su interior se rebeló y gritó: ¡Para! con voz tan imperiosa que resultaba
imposible ignorarla, y, por supuesto negarla.
«¡Para! ¡Ya se ha acabado todo!»
En aquel momento vio una flecha pintada en la pared. Bajo ella se veía la palabra
SERVICIOS. Dees echó a correr en la dirección que indicaba la flecha, con la cámara
balanceándose tras él.
Por casualidad se topó primero con el servicio de caballeros, pero no le habría importado
toparse primero con el de extraterrestres. Estaba llorando presa de incontenibles sollozos. Apenas
podía creer que aquellos sonidos procedieran de su interior. Hacía años que no lloraba. De hecho,
no lloraba desde que era niño.
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Abrió la puerta de un empujón, derrapó como un esquiador a punto de perder el control y se
aferró al borde de la segunda pica de la fila.
Se inclinó sobre ella y todo brotó de su interior en una corriente espesa y nauseabunda; una
parte le salpicó en la cara mientras que otra aterrizaba en el espejo en manchas amarro-nadas. Olió
el pollo a la criolla para llevar que había comido colgado del teléfono en la habitación del motel,
justo antes de coger la puerta y echar a correr hacia su avión; vomitó de nuevo emitiendo una
especie de ronquido que recordaba una máquina sobrecargada a punto de estropearse.
Dios mío, pensó, Dios mío, no es un hombre, no puede ser un hombre…
Y en aquel momento oyó el sonido.
Se trataba de un sonido que había oído al menos mil veces con anterioridad, un sonido de lo
más habitual en la vida de cualquier americano… pero que ahora lo llenó de un miedo y de un
terror que iba más allá de todo lo que conocía y de lo que podía creer.
Era el sonido de un hombre orinando en un urinario.
Pero aunque veía los tres urinarios del baño en el espejo manchado de vómito, no vio a
nadie en ninguno de ellos.
Los vampiros no se refle…, se dijo Dees.
En aquel momento vio un líquido rojizo golpear la porcelana del urinario del centro, lo vio
correr urinario abajo, confluir en el círculo geométrico de orificios que había en la parte inferior.
No se veía ninguna corriente de líquido en el aire; tan sólo la veía cuando chocaba contra la
porcelana.
Era entonces cuando se hacía visible.
Dees se quedó petrificado. Permaneció inmóvil, con las manos aferradas al borde del
lavabo; la boca, el cuello, la nariz y las fosas nasales espesas por el sabor y el olor del pollo a la
criolla, observando el increíble y al mismo tiempo prosaico fenómeno que se estaba produciendo
justo detrás de él.
«Estoy viendo mear a un vampiro», se dijo confusamente.
La escena parecía no tener fin, la orina sangrienta golpeando la porcelana, tornándose
visible y desapareciendo por el desagüe. Dees permaneció con las manos pegadas a los costados
de la pica en la que había vomitado, mirando el reflejo del espejo, sintiéndose como un engranaje
paralizado en una enorme máquina estropeada.
«Soy hombre muerto, casi seguro», se dijo.
Por el espejo vio que la manecilla cromada de la cadena bajaba por sí sola. A continuación,
el rugido del agua.
Dees escuchó un susurro y un revoloteo y supo que setrataba de una capa, del mismo modo
que sabía que si se volvía podría tachar el «casi seguro» de su último pensamiento. Se quedó
donde estaba, con las palmas de las manos hundidas en los bordes de la pica.
De repente, una voz profunda, de ultratumba, se alzó justo detrás de él. El propietario de
dicha voz estaba tan cerca que Dees percibió su frío aliento en el cuello.
—Me has estado siguiendo —empezó la voz de ultratumba.
Dees gimió.
—Sí —prosiguió aquella voz como si Dees se hubiera mostrado en desacuerdo con él—. Te
conozco, ¿sabes? Lo sé todo sobre ti. Y ahora escúchame con atención, mi inquisitivo amigo,
porque sólo te lo diré una vez: deja de seguirme.
Dees volvió a gemir, un gemido parecido al de un perro, y más agua le llenó los pantalones.
—Abre la cámara —exigió la voz.
«¡Mi película! —gritó una parte de Dees—. ¡Mi película! ¡Lo único que tengo! ¡Lo único
que tengo! ¡Mis fotos!»
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Otro revoloteo seco, y parecido al de un murciélago. Aunque Dees no veía nada, sintió que
el Piloto Nocturno se había acercado aún más a él.
—Ahora.
Su película no era lo único que tenía.
También tenía la vida.
Más o menos.
Se vio a sí mismo darse la vuelta y ver lo que el reflejo no reflejaba o no podía reflejar: se
vio a sí mismo viendo al Piloto Nocturno, a su amigo murciélago, una cosa grotesca salpicada de
sangre y trocitos de carne y de mechones de pelo arrancado; se vio a sí mismo tomando fotografía
tras fotografía, mientras el rebobinado automático zumbaba… Pero no se vería nada.
Nada en absoluto.
Porque tampoco se les podía sacar fotos.
—Eres real —graznó, sin moverse, con las manos en apariencia soldadas a los bordes de la
pica.
—Tú también —gruñó la voz.
Dees percibió el hedor de antiguas criptas y tumbas selladas en el aliento de la cosa.
—Al menos, de momento. Ésta es tu última oportunidad, mi inquisitivo biógrafo de
pacotilla. Abre la cámara… O la abro yo.
Con manos que se le antojaban del todo entumecidas, Dees abrió la Nikon.
Una ráfaga de aire pasó junto a su rostro helado; parecía un juego de navajas en
movimiento. Por un instante vio una mano larga y blanca salpicada de sangre; vio unas uñas rotas,
llenas de porquería.
En aquel momento la película se rompió y empezó a brotar de su cámara.
Otro seco revoloteo. Otro aliento hediondo. Por un momento creyó que el Piloto Nocturno
iba a matarlo de todas formas. Pero entonces, a través del espejo vio que la puerta del lavabo de
caballeros se abría sola.
«No me necesita —se dijo Dees—. Sin duda alguna ha comido muy bien esta noche.»
Aquello le hizo vomitar de nuevo, esta vez directamente sobre el reflejo de su propio rostro con
los ojos abiertos de par en par.
La puerta se cerró.
Dees permaneció donde estaba durante al menos tres minutos; se quedó ahí hasta que las
sirenas llegaron a la terminal; se quedó ahí hasta que oyó la tos y el rugido del motor de un avión.
El motor de un Cessna Skymaster 337, sin lugar a dudas.
A continuación salió del servicio con las piernas como patas de palo, chocó contra la pared
más alejada del pasillo, rebotó y se dirigió de regreso a la terminal. Resbaló en un charco de
sangre y estuvo a punto de caer.
—¡Quieto! —gritó un policía tras él—. ¡Quieto! ¡No se mueva o lo mato!
Dees ni siquiera se volvió.
—Prensa, gilipollas —dijo al tiempo que levantaba la cámara con una mano y el carné de
prensa con la otra.
Se dirigió hacia una de las ventanas rotas mientras la película seguía brotando de su cámara
como una larga serpenti-na marrón, y se quedó ahí mirando cómo el Cessna aceleraba por la pista
5. Por un instante fue una silueta negra recortada contra el brillante incendio del generador y de
los depósitos auxiliares. Una silueta que se parecía bastante a un murciélago; y entonces se elevó,
desapareció, y el policía empujó a Dees con tal fuerza hacia la pared que empezó a sangrar por la
nariz. Pero no le importó. No le importaba nada, y cuando los sollozos empezaron a abrirse paso
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en su pecho, volvió a cerrar los ojos, y volvió a ver la sangrienta orina del Piloto Nocturno
chocar contra la porcelana, tornarse visible y desaparecer por el desagüe.
Creía que jamás dejaría de verla.

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