Es una Buena Vida

Cuando Bill Soames condujo su bicicleta por el camino y se detuvo frente a la casa, tía Amy se hallaba fuera, en el porche delantero, abanicándose mientras se mecía en su silla de alto respaldo.

Bajo el tenue «sol» del atardecer, Bill sacó la caja de las compras del gran cesto que descansaba sobre la rueda delantera de su bicicleta y subió por el sendero del frente.

El pequeño Anthony permanecía sentado en el césped, jugando con una rata que había capturado en el sótano. Le había hecho creer que olía a queso, el queso mejor y más delicioso que una rata jamás hubiese creído oler, para hacerla salir de su agujero, y ahora Anthony se había apoderado de ella con su mente y le estaba enseñando estratagemas.

Cuando la rata vio que Bill Soames se acercaba, trató de escapar, pero Anthony pensó en ella y ella dio una voltereta en el césped y se quedó temblando, con los negros ojos brillando de terror.

Bill Soames pasó rápidamente junto a Anthony y llegó junto a la escalera, mascullando. Siempre mascullaba cuando iba a casa de los Fremont, o cuando pasaba cerca, o incluso cuando pensaba en la casa. Todos lo hacían. Pensaban entonces en tonterías que no querían decir nada, como dos y dos son cuatro, y cuatro por dos son ocho, y cosas así. Trataban de disimular sus pensamientos y de mantenerlos en movimiento, para que Anthony no pudiera leerles la mente. Mascullar ayudaba. Porque si Anthony averiguaba algo malo en los pensamientos de uno, podía ocurrírsele la idea de hacer algo al respecto, como curar el dolor de cabeza de la esposa, o las paperas del hijo, o conseguir que la vieja vaca lechera volviera a dar leche regularmente, o arreglar el lavabo. Aunque Anthony no tuviera realmente mala intención, no podía esperarse que supiera lo que era más conveniente hacer en tales casos.

Eso, si usted le gustaba. Entonces trataba de ayudarle, a su manera, lo cual podía ser horrible.

Pero si no le gustaba… Bueno, entonces podía ser peor.

Bill Soames dejó la caja de las compras junto a la barandilla del porche e interrumpió su murmullo el tiempo suficiente para decir:

—¿Es todo lo que quería, señorita Amy?

—Oh, sí, William —dijo descuidadamente Amy Fremont—. ¿No hace un calor terrible hoy?

Bill Soames casi se encogió; sus ojos imploraron a la mujer, y su cabeza negó con violencia una y otra vez. Luego interrumpió nuevamente el murmullo, aunque obviamente no lo deseaba.

—No diga eso, señorita Amy… Hace un día hermoso, hermoso… El tiempo es verdaderamente bueno.

Amy Fremont se levantó de la mecedora y atravesó el porche. Era una mujer alta y delgada, con una risueña ausencia en sus ojos. Más o menos un año antes, Anthony se había enojado con ella, porque Amy le dijo que no hubiera debido convertir al gato en una alfombra, y aunque siempre la había obedecido a ella más que a nadie, lo cual era muy poco, de todos modos, esa vez la castigó con su mente. Y eso había supuesto el fin de los brillantes ojos de Amy Fremont, y el fin de la Amy Fremont que todos conocían. Y entonces corrió la voz en Peaksville (población: 46) de que ni siquiera los miembros de la propia familia de Anthony estaban seguros. Y después de eso, todo el mundo era doblemente cuidadoso.

Quizás algún día Anthony desharía lo que le había hecho a tía Amy. Los padres de Anthony esperaban que así lo hiciera cuando fuera mayor y quizá se sintiese arrepentido. Si es que eso era posible. Porque tía Amy había cambiado mucho, y además, ahora Anthony no obedecía a nadie.

—Por favor, William —dijo tía Amy—, no es necesario que masculles todo el tiempo. Anthony no va a hacerte nada. ¡Por Dios, si Anthony te quiere! —Alzó la voz y llamó a Anthony, que se había cansado de la rata y hacía que se devorase a sí misma—. ¿No es así, querido? ¿Verdad que te gusta el señor Soames?

Anthony miró desde el césped sobre el que seguía sentado al hombre de la tienda, con una mirada brillante, húmeda, purpúrea. No dijo nada. Bill Soames trató de sonreírle. Al cabo de un segundo, Anthony volvió su atención a la rata. Ya se había comido la cola, o por lo menos la había arrancado, porque Anthony la obligaba a morder más rápido de lo que podía tragar, y había pequeños trozos peludos rojos y rosados esparcidos a su alrededor, sobre la hierba verde. Ahora, a la rata le resultaba difícil alcanzar sus partes traseras.

Mascullando silenciosamente, tratando con gran intensidad de no pensar en nada en particular, Bill Soames bajó con las piernas envaradas por el sendero de acceso, montó en su bicicleta y empezó a pedalear.

—Te esperamos esta noche, William —le gritó tía Amy mientras se alejaba.

Bill Soames deseaba en lo más profundo de su ser poder pedalear dos veces más rápido, para alejarse lo antes posible de Anthony y de tía Amy, quien a veces olvidaba lo cuidadoso que uno debía ser. Y no hubiera debido pensar eso, porque Anthony lo percibió. Sintió el deseo del hombre de alejarse de la casa de los Fremont como si fuese algo malo, y su mirada purpúrea parpadeó. Lanzó entonces un pequeño pensamiento rencoroso hacia Bill Soames; muy pequeño, porque estaba de buen humor y además le gustaba Bill, o al menos no le disgustaba, en todo caso hoy no. Bill Soames quería alejarse, de modo que, malhumorado, Anthony le ayudó.

Pedaleando a velocidad sobrehumana, o más bien, pareciéndolo, pues en realidad era la bicicleta la que pedaleaba sola, Bill Soames se desvaneció por el camino en medio de una nube de polvo. Su débil gemido aterrorizado quedó detrás de él suspendido en el calor veraniego.

Anthony miró a la rata. Tras devorar la mitad de su propio vientre, el animal había muerto de dolor. La pensó en una tumba profunda en el campo de maíz —su padre le había dicho una vez, sonriendo, que podía hacer eso con las cosas que mataba— y pasó al otro lado de la casa, seguido por la extraña sombra que proyectaba la caliente luz de bronce del cielo.

En la cocina, tía Amy desenvolvía los paquetes de la comida. Puso los botes en los estantes, la carne y la leche en la nevera, la gruesa harina y el azúcar de remolacha en los grandes botes debajo del fregadero. Dejó en el rincón, junto a la puerta, la gran caja de cartón para que el señor Soames la cogiera la próxima vez que viniese. Estaba manchada, golpeada, desgarrada y gastada, pero era una de las pocas que quedaban en Peaksville. En borrosas letras rojas estaba escrito Campbell's Soup. Los últimos botes de sopa, o de cualquier otra cosa, habían sido consumidos hacía ya bastante tiempo; sólo quedaba un pequeño depósito comunal que los residentes guardaban para alguna ocasión especial, pero aquella caja se conservaba, como un ataúd, y cuando ésa y las demás desaparecieran, los hombres tendrían que hacer otras de madera.

Tía Amy fue a la parte trasera de la casa, donde la mamá de Anthony —la hermana de tía Amy— estaba sentada a la sombra pelando guisantes. Cada vez que mamá hacía correr el dedo a lo largo de la vaina, los guisantes caían —plop-plop-plop— en la cacerola que tenía en el regazo.

—William ha traído las provisiones —dijo tía Amy.

Se sentó fatigadamente en la silla de respaldo recto junto a mamá, y empezó a abanicarse de nuevo. No era vieja, pero desde que Anthony la había golpeado con su mente, algo parecía funcionar mal en su cuerpo, así como en su espíritu, y estaba cansada todo el tiempo.

—Qué bien —dijo mamá.

Plop, caían los gruesos guisantes en la cacerola.

Todo el mundo en Peaksville decía siempre «Qué bien», o «Qué bueno», o «Qué maravilla», cada vez que algo sucedía o se mencionaba, aunque se tratara de desgracias, como accidentes o incluso muertes. Lo hacían así porque si no trataban de esconder sus verdaderos sentimientos Anthony podía oírlos con su mente, y nadie sabía entonces qué podía ocurrir. Como en aquella ocasión en que Sam, el marido de la señora Kent, volvió caminando de la tumba porque a Anthony le gustaba la señora Kent y la había oído llorar.

Plop.

—Hoy es la noche de la televisión —dijo tía Amy—. Me alegro. La espero tanto cada semana… Me pregunto qué veremos hoy.

—¿Bill ha traído la carne?

—Sí. —Tía Amy se abanicaba, mirando el informe brillo de bronce del cielo—. ¡Dios mío, qué calor! Desearía que Anthony hiciera un poco más de fresco…

—¡Amy!

—¡Oh! —El tono agudo de mamá había penetrado adonde no llegara la expresión agónica de Bill Soames. Tía Amy se puso la fina mano en la boca, con exagerada alarma—. Oh… Lo siento, querida.

Sus celestes ojos miraron a izquierda y derecha, para ver si Anthony estaba a la vista. No porque su presencia cambiara algo, pues no tenía que estar cerca para saber lo que uno pensaba. Pero habitualmente, a menos que tuviese su atención centrada en alguien, estaba ocupado en sus propios pensamientos.

Algunas cosas, sin embargo, atraían su atención. No era posible saber con certeza de qué se trataba.

—El tiempo es una maravilla —dijo mamá.

Plop.

—Oh, sí —dijo tía Amy—. Es un día hermoso. No querría que cambiara por nada del mundo.

Plop.

Plop.

—¿Qué hora es? —preguntó mamá.

Desde donde estaba sentada, tía Amy podía ver a través de la ventana de la cocina, el reloj despertador sobre la repisa.

—Las cuatro y media —contestó.

Plop.

—Me gustaría tener algo especial para esta noche —dijo mamá—. ¿El asado que trajo Bill es bueno y magro?

—Muy bueno, querida. Como sabes, mataron hoy, y nos han enviado el mejor trozo.

—¡Dan Hollis se va a sorprender tanto cuando descubra que la reunión de televisión es también su fiesta de cumpleaños!

—¡Estoy segura! ¿Nadie se lo habrá dicho?

—Todo el mundo se comprometió a no hacerlo.

—Será espléndido —asintió tía Amy, mirando el campo de maíz—. Una fiesta de cumpleaños.

—Bueno… —Mamá dejó a un lado la cacerola con los guisantes, se puso de pie y se sacudió el delantal—. Será mejor que empiece a preparar el asado. Después podemos poner la mesa.

Cogió la cacerola con los guisantes.

Anthony dobló la esquina de la casa. No las miró, sino que continuó hasta el bien cuidado jardín —todos los jardines de Peaksville estaban sumamente bien cuidados—, pasó más allá del oxidado e inútil montón de chatarra que en otro tiempo había sido el coche de la familia Fremont y, después de pasar suavemente por encima de la cerca, salió al campo de maíz.

—¿No es un hermoso día? —dijo mamá, en voz quizá demasiado alta, mientras ambas entraban por la puerta trasera.

Tía Amy se abanicaba.

—Hermoso, querida. ¡Una maravilla!

Una vez en el campo de maíz, Anthony caminó entre las susurrantes hileras de plantas verdes. Le gustaba el olor del maíz. Tanto el maíz nuevo, por encima de su cabeza, como el viejo maíz muerto que tenía debajo de los pies. Pisaba con los pies descalzos la rica tierra de Ohio, llena de hierbas y de mazorcas morenas podridas.

Había hecho llover anoche para que hoy todo oliera y se viera hermoso.

Caminó hasta el final del terreno plantado, hasta un bosquecillo de árboles verdes y umbrosos que cubrían un suelo fresco, húmedo y oscuro, masas, hojarasca y hierba verde, rocas cubiertas de musgo, y un manantial que alimentaba un pequeño lago limpio y claro. A Anthony le gustaba estar allí, y mirar los pájaros, insectos y animalitos que corrían, reptaban y gorjeaban. Le gustaba tenderse en el suelo fresco, y ver arriba el movimiento verde y los insectos que revoloteaban entre los suaves y borrosos rayos de sol, que semejaban brillantes pilares inclinados entre el suelo y las copas. Por alguna razón, le agradaban más los pensamientos de las criaturas de ese lugar que los que percibía fuera de allí; si bien los pensamientos que allí recibía no eran muy fuertes ni claros, comprendía lo bastante para saber qué querían o buscaban esas criaturas, y dedicaba mucho tiempo a hacer el lugar como ellas lo querían. El manantial no había estado siempre allí; pero, en cierta ocasión, había sentido la sed en la mente de una bestia peluda, y había traído una veta subterránea a la superficie; y, parpadeando, sintió luego el placer del animal mientras bebía. Y en otra ocasión en que percibió un pequeño deseo de nadar, había hecho el lago.

Había puesto rocas, árboles, matorrales y cavernas, sol de este lado y sombra de aquel otro, porque había percibido en todas las pequeñas mentes el deseo —o la necesidad instintiva— de una determinada clase de lugar para el reposo, para el juego, para el acoplamiento, para establecer el hogar.

Y de alguna manera, las criaturas de todos los lugares próximos al bosquecillo parecían saber que aquel era un buen lugar, porque cada vez había más. Anthony encontraba siempre más criaturas que la vez anterior, y más deseos y necesidades que era preciso atender. Siempre había alguna criatura que no había visto nunca antes, y entonces buscaba en su mente, y veía qué deseaba, y se lo daba.

Le gustaba ayudarlas y sentir sus sencillas gratificaciones.

Esta vez se colocó debajo de un gran olmo, y alzó su mirada púrpura hacia un pájaro rojo y negro que acababa de llegar al bosquecillo. Cantaba sobre una rama, justo encima de su cabeza, y se movía hacia atrás y hacia delante, y pensaba sus pequeños pensamientos; Anthony le hizo un gran nido suave, y el pájaro saltó en seguida adentro.

Un largo animal pardo, de suave pelaje, bebía en el lago. Anthony buscó su mente: el ser pensaba en una criatura más pequeña que corría por el suelo, del otro lado del lago, buscando insectos, sin saber que estaba en peligro. El largo animal pardo terminó de beber y puso sus patas en tensión para saltar, pero Anthony lo pensó en una tumba en el campo de maíz.

No le gustaba ese tipo de pensamientos. Le recordaban los pensamientos de afuera del bosquecillo. Hacía mucho tiempo, algunas personas de afuera habían pensado acerca de él; y una noche habían preparado una emboscada esperando que él regresara del bosquecillo. Él los había pensado en el campo de maíz. Desde entonces, el resto de la gente había dejado de tener ese tipo de ideas, o por lo menos con claridad. Ahora sus pensamientos eran confusos cuando pensaban acerca de él, así que no se preocupaba demasiado.

También en ocasiones le gustaba ayudarles, pero no era ni fácil ni gratificante. Nunca pensaban cosas dichosas cuando lo hacía, sino que recaían en la confusión. Así que prefería pasar más tiempo aquí.

Durante un rato miró a los pájaros, a los insectos, a los seres de suntuoso pelaje, y jugó con un pájaro. Lo hizo elevarse y descender de súbito, y volar locamente entre los troncos, hasta que, accidentalmente, cuando otra ave distrajo un instante su atención, se golpeó contra una roca. Con gran malhumor, pensó la roca en una tumba del campo de maíz; pero nada más pudo hacer por el pájaro. No porque estuviera muerto —que lo estaba—, sino porque tenía el ala rota.

Volvió entonces a la casa. No tenía ganas de caminar por el campo de maíz, de modo que simplemente fue a la casa, y directamente al sótano.

Estaba muy bien allí. Oscuro, húmedo y fragante, porque antes mamá guardaba las conservas en los estantes de la pared opuesta y, al dejar de acudir allí abajo, cuando él comenzó a hacerlo, las conservas se habían echado a perder, se habían derramado de los botes y caído sobre el sucio suelo. A Anthony le gustaba el olor.

Descubrió otra rata haciéndole oler queso, y después de jugar con ella, la pensó en una tumba justamente al lado del animal peludo que había matado en el bosquecillo. Tía Amy odiaba las ratas, y él mataba muchas, porque quien más le gustaba era tía Amy y a veces hacía las cosas que ella quería. Su mente era más parecida a las pequeñas mentes del bosquecillo: hacía mucho tiempo que no pensaba nada malo respecto a él.

Después de la rata, jugó con una gran araña negra que estaba en un rincón, debajo de la escalera. La hizo correr de un lado a otro hasta que su tela tembló a la luz de la ventanita del sótano como un reflejo de aguas plateadas. Luego impulsó a varias moscas de la fruta a dirigirse a la tela, hasta que la araña se puso frenética tratando de cazarlas a todas. A la araña le gustaban las moscas, y sus pensamientos eran más fuertes que los de ellas, de modo que la ayudó. Había algo malo en la forma en que le gustaban las moscas de la fruta, pero no estaba claro, y además, también tía Amy las odiaba.

Oyó pasos arriba. Mamá andaba por la cocina. Parpadeó, y casi estaba decidido a hacer que se quedara inmóvil, pero en cambio fue hasta el desván y, tras mirar por la ventana circular de la larga habitación con techos a dos aguas —vio afuera el césped de delante de la casa, el camino polvoriento y, más lejos, las espigas moviéndose en el trigal de Henderson—, se enroscó en una forma inverosímil y quedó parcialmente dormido.

«Pronto vendrá la gente para la televisión», oyó pensar a mamá.

Se durmió más profundamente. Le gustaba la noche de la televisión. A tía Amy siempre le había gustado la televisión, así que una vez había pensado un poco para ella, y para otras personas que estaban allí. Tía Amy se había sentido decepcionada cuando quisieron marcharse. Él, entonces, les hizo algo por eso…, y ahora todos venían a ver televisión.

Le encantaba que estuviesen pendientes de él cuando venían.

El padre de Anthony regresó a las seis y media, cansado, sucio y ensangrentado. Había estado en la dehesa de Dun con los otros hombres, donde ayudó a coger la vaca que debía matarse ese mes, y luego a cortar la carne y salarla en el frigorífico de Soames. No era una tarea que le gustara, pero todos tenían su turno. El día anterior había ayudado a segar el trigo del viejo Mclntyre, y al día siguiente empezaría la trilla. Todo se hacía a mano.

Besó a su mujer en la mejilla y se sentó ante la mesa de la cocina. Sonrió y dijo:

—¿Dónde está Anthony?

—Por ahí —respondió mamá.

Tía Amy estaba inclinada sobre la cocina de leña, removiendo los guisantes en la cacerola. Mamá se acercó al horno, lo abrió y miró el asado.

—Ha sido un buen día —dijo papá. Luego miró el bol, y la tabla de amasar sobre la mesa. Olió la masa—. Mmmm —dijo—. Podría comerme una hogaza entera yo solo. Tengo tanta hambre…

—Nadie le dijo a Dan Hollis que le hacíamos una fiesta, ¿verdad? —preguntó su esposa.

—No. Nos quedamos callados como espantapájaros.

—Le hemos preparado una bonita sorpresa.

—¿Hum? ¿Qué?

—Bueno…, ya sabes cómo le gusta a Dan la música. Pues la semana pasada Thelma Dunn encontró un disco en su desván.

—¡No!

—¡Sí! Y además hicimos que Ethel averiguara si lo tenía. Sin preguntarle, ya sabes. Y dijo que no. ¿No es una sorpresa hermosa?

—Pues claro que lo es. ¡Un disco! Eso sí que es bueno. ¿Y qué es?

—Perry Como cantando Tú eres mi sol.

—¡Qué suerte! Siempre me gustó esa melodía. —En la mesa había algunas zanahorias crudas. Papá cogió una pequeña, la frotó contra su pecho y la mordió—. ¿Y cómo lo encontró Thelma?

—Bueno, ya sabes, revolviendo para ver si encontraba algo nuevo.

—Mmmm. —Papá masticaba la zanahoria—. Dime, ¿quién tiene ese cuadro que encontramos una vez? Ese viejo velero… Me gustaba.

—Los Smith. La semana próxima les toca a los Sipich, que deben darle a los Smith la caja de música del viejo Mclntyre, y nosotros les damos a los Sipich…

Siguió enumerando la mayoría de las cosas que cambiarían de mano ese domingo, cuando las mujeres las llevaran a la iglesia.

Papá asintió.

—Parece que seguiremos sin el cuadro durante bastante tiempo… Oye, querida, podrías tratar de recuperar ese libro policíaco que le prestamos a los Reilly. Yo estuve tan ocupado esa semana que no pude terminar todos los relatos…

—Haré lo posible —dijo, con dudas, la mujer—. Me enteré de que los Van Husen encontraron un estereoscopio en el sótano. —Su voz era suavemente acusadora—. Lo usaron dos meses antes de decirle nada a nadie.

—Hombre —dijo papá, con interés—. Eso también sería bueno. ¿Con muchas fotos?

—Me imagino que sí. Yo lo veré el domingo. Me gustaría tenerlo, pero aún le debemos algo a los Van Husen por su canario. Me pregunto por qué ese pájaro tuvo que elegir nuestra casa para morir…; debía de estar enfermo cuando lo trajeron. Pero ahora no hay forma de contentar a Betty van Husen. ¡Hasta ha dado a entender que le gustaría tener nuestro piano durante algún tiempo!

—Bueno, querida…, trata de conseguir el estereoscopio, o cualquier otra cosa que te parezca que nos gustará.

Finalmente, consiguió tragar la zanahoria; estaba un poco verde y era dura. Los caprichos de Anthony con el tiempo atmosférico hacían que la gente jamás pudiera saber qué cosechas se obtendrían, ni en qué estado. Lo único que podían hacer era sembrar mucho; y siempre, a cada estación, algo se daba en cantidad suficiente para sobrevivir. En una ocasión se había producido un exceso de trigo, y hubo que llevar toneladas hasta el final de Peaksville y arrojarlo hacia la nada. De otro modo se habría echado a perder y nadie habría podido respirar.

—Me encanta que haya cosas nuevas —siguió papá—. Me alegra pensar que seguramente hay un montón de cosas que nadie ha encontrado todavía en los sótanos, los desvanes, los establos, y que están escondidas debajo de otras cosas. Por lo menos eso ayuda. En la medida en que algo puede ayudar…

—Shhh —susurró mamá, mirando nerviosamente a su alrededor.

—Oh —dijo papá, sonriendo—. ¡Está bien! Las cosas nuevas son buenas. Es una maravilla encontrar de pronto algo que nunca se ha visto antes, y saber que alguien más puede sentirse feliz cuando uno se lo da… Eso es una cosa muy buena.

—Una cosa buena —repitió la mujer.

—Pronto no habrá más cosas nuevas —dijo Amy, desde la cocina—. Habremos encontrado todo lo que hay… Será un desastre.

—¡Amy!

—Bueno… —Tenía la mirada extraviada, una señal de su recurrente desvarío—. Es una vergüenza que no haya cosas nuevas…

—No hables así —dijo mamá, temblando—. Amy, ¡calla!

—Es bueno —dijo papá, con la voz alta, familiar, que deseaba ser escuchada—. Decir eso es bueno, querida, ¿comprendes? Es bueno que Amy hable como quiera. Es bueno que no se sienta bien. Todo es bueno. Todo tiene que ser bueno.

La madre de Anthony estaba pálida. Y también tía Amy; el peligro del momento había logrado penetrar de pronto las nubes que rodeaban su mente. A veces era difícil manejar las palabras para que no produjeran resultados terribles. Uno nunca sabía. Había tantas cosas que no era prudente decir, ni siquiera pensar… Pero también podía ser igualmente imprudente un reproche, si Anthony lo escuchaba y decidía hacer algo al respecto. No se sabía jamás lo que Anthony era capaz de hacer.

Todo tenía que ser bueno, tal como era, aunque no lo fuera. Siempre. Porque todo cambio podía ser peor. Terriblemente peor.

—Sí, está claro, por supuesto que es bueno —dijo mamá—. Habla como quieras, Amy, y estará bien. Pero recuerda que algunas cosas son mejores que otras…

Tía Amy removía los guisantes, con el pánico reflejado en sus claros ojos.

—Oh, sí —dijo—. Pero no tengo ganas de hablar ahora. Es…, es bueno que no tenga ganas de hablar.

Papá sonrió y dijo fatigadamente:

—Voy a salir a lavarme.

Empezaron a llegar a eso de las ocho. Para entonces, mamá y tía Amy ya tenían preparada la mesa del comedor, con otras dos mesas a los lados. Los candelabros estaban encendidos, las sillas dispuestas, y papá cuidaba un gran fuego en el hogar.

Los primeros en llegar fueron los Sipich, John y Mary. John llevaba puesto su mejor traje, y se había lavado la cara que mostraba un color rosado, después de haber pasado todo el día en el campo de Mclntyre. El traje, cuidadosamente planchado, estaba sin embargo gastado en los codos y los puños. El viejo Mclntyre estaba intentando construir un telar, a partir de los dibujos de los textos escolares, pero adelantaba muy poco a poco. Mclntyre era hábil con la madera y las herramientas, pero un telar es cosa difícil cuando no se cuenta con piezas metálicas. Mclntyre se contaba entre quienes al principio, habían intentado que Anthony proporcionara las cosas que la gente del pueblo necesitaba, como vestidos, latas de conserva, medicamentos y gasolina. Desde entonces, sentía que lo sucedido a Joe Kinney y a toda la familia Terrence era culpa suya, y trabajaba duramente para servir a los demás. Y desde ese momento, nadie más había tratado de conseguir que Anthony hiciera nada.

Mary Sipich era una mujer pequeña y alegre, vestida con sencillez, que de inmediato empezó a ayudar a mamá y a tía Amy a dar los últimos toques a la cena.

Después llegaron los Smith y los Dunn, que eran vecinos entre sí y vivían camino abajo, a pocos metros de la nada. Venían en el carro de los Smith, tirado por su viejo caballo.

Cuando los Reilly, que venían del otro lado del oscuro trigal, entraron en la casa, la noche empezó realmente. Pat Reilly se sentó ante el gran piano vertical de la sala y empezó a tocar unas melodías populares cuyas partituras estaban en el atril. Tocaba suavemente, poniendo la mayor expresividad que podía, pero nadie cantaba. A Anthony le gustaba muchísimo el piano; no así el canto. Con frecuencia bajaba del desván, o subía del sótano, o simplemente venía, se sentaba sobre el piano y movía la cabeza al compás de la música, mientras Pat tocaba Noche y día, El bulevar de los sueños destrozados o Amante. Aparentemente prefería las baladas dulces, pero en una ocasión en que alguien se puso a cantar, Anthony, sentado sobre el piano, miró al grupo e hizo algo que alejó definitivamente la idea de cantar de la mente de los allí reunidos. Más tarde pensaron que la música del piano era lo primero que había oído Anthony, y que ahora, todo lo que se agregara a ese sonido le sonaba mal y le distraía de su placer.

De modo que todas las noches de televisión, Pat tocaba el piano, y así comenzaba la noche. La música siempre hacía feliz a Anthony, y le animaba; sabía también que se habían reunido a ver televisión, y que le esperaban.

A las ocho y media ya estaba todo el mundo, excepto los diecisiete niños y la señora Soames, que los cuidaba en la escuela, al otro lado del pueblo. Nunca, nunca se permitía a los niños de Peaksville acercarse a la casa de los Fremont, desde que el pequeño Fred Smith intentara jugar con Anthony a causa de un desafío. A los niños más pequeños no se les hablaba de Anthony; los otros, en su mayoría, le habían olvidado, o se les decía que era un duende encantador, pero que no debían acercarse a él.

Dan y Ethel Hollis llegaron tarde. Dan no sospechaba nada. Pat Reilly había tocado el piano hasta que le dolieron las manos —con las que antes había trabajado duramente—, y cuando entró Dan, se levantó al tiempo que todos rodeaban a Dan para desearle un feliz aniversario.

—Caramba, qué sorpresa —dijo éste, con una sonrisa—. Es una maravilla… No me esperaba esto… ¡Una maravilla, de veras!

Le dieron sus regalos, en su mayoría cosas que habían hecho con sus propias manos, aunque a veces eran objetos que otros habían poseído y ahora serían de Dan. John Sipich le regaló un talismán de madera, hecho a mano, para la cadena del reloj. El reloj de Dan se había roto el año pasado, pero siempre lo llevaba porque había sido de su abuelo y era una cosa buena y pesada, de oro y plata. Unió el talismán a la cadena, mientras todos reían y decían que John había hecho un hermoso trabajo. Luego Mary Sipich le dio una corbata tejida, que se puso en lugar de la que llevaba.

Los Reilly le dieron una cajita para guardar cosas; no dijeron que cosas, pero Dan respondió que pondría allí sus joyas personales. Estaba hecha con una caja de cigarros, forrada de terciopelo en el interior y, en el exterior, pulida y labrada —si no con gran experiencia, al menos sí con mucho cuidado— por Pat. También su trabajo mereció elogios. Dan Hollis recibió muchos otros regalos: una pipa, un par de cordones para los zapatos, un alfiler de corbata, un par de medias tejidas y unas ligas hechas con tirantes viejos.

Desenvolvió con sumo placer cada regalo y, allí mismo, se puso encima todo lo que podía, las ligas inclusive. Encendió la pipa y declaró no haber gozado nunca tanto del sabor del tabaco, lo que no era exactamente verdad, porque la pipa no estaba curada. Pete Manners nunca la había usado desde que, cuatro años antes, se la enviara un pariente de fuera del pueblo, sin saber que había dejado de fumar.

Dan había llenado con sumo cuidado la pipa de tabaco. El tabaco era muy preciado. Sólo por pura suerte, Pat Reilly había decidido cultivar un poco en su huerto inmediatamente antes de que en Peaksville sucediera lo que sucedió. No creció muy bien, y además tuvieron que secarlo y cortarlo, y por eso era muy preciado; todos en el pueblo utilizaban las boquillas de madera que había hecho el viejo Mclntyre para aprovechar hasta la última hebra.

Y finalmente, Thelma Dunn le dio a Dan Hollis el disco que había encontrado.

Los ojos de Dan se empañaron aun antes de abrir el envoltorio: sabía que era un disco.

—Por Dios —dijo suavemente—, ¿cuál es? Casi tengo miedo de mirar.

—No es necesario, querido —dijo, sonriente, Ethel Hollis—. ¿No recuerdas que te pregunté si tenías Tú eres mi sol?

—Por Dios —repitió Dan.

Cuidadosamente lo desenvolvió y lo miró, pasando sus grandes manos sobre los usados surcos, atravesados por diminutos rasguños. Luego miró a todos, con los ojos brillantes, y ellos le devolvieron una sonrisa porque sabían que se sentía feliz.

—Feliz aniversario, querido —le dijo Ethel, abrazándole y besándole.

Dan tenía el disco aferrado con ambas manos mientras ella se apretaba contra él.

—Con cuidado —dijo riendo—, que tengo una cosa inapreciable.

Miró a su alrededor una vez más, por encima de los brazos de su mujer. Tenía los ojos hambrientos.

—¿No les parece que podríamos escucharlo? Lo que daría por oír un poco…, sólo la primera parte, la de la orquesta, antes de que Perry Como cante.

Las caras se tornaron graves.

—No creo que convenga, Dan —dijo John Sipich al cabo de un instante—. Después de todo, no sabemos exactamente donde hace su entrada el cantante. Sería demasiado arriesgado. Espera a estar en tu casa.

Dan Hollis dejó el disco sobre una mesa, donde estaban los demás regalos.

—Es bueno no escucharlo ahora —dijo automáticamente, a pesar de su decepción.

—Así es —reafirmó Sipich—. Es bueno. —Y para compensar el tono decepcionado de Dan, repitió—: Es bueno.

Cenaron con la luz de los candelabros reflejada en sus sonrientes caras, y no dejaron ni una gota de la deliciosa salsa. Felicitaron a mamá y a tía Amy por el asado, por los guisantes y las zanahorias, y por las mazorcas tiernas de maíz, que naturalmente no provenían del campo de maíz de los Fremont. Todo el mundo sabía que ocurría allí, y el terreno estaba cubierto de malezas.

Luego saborearon el postre: helados caseros y torta. Y se quedaron sentados, a la luz fluctuante de las velas, esperando la televisión.

Nunca se mascullaba demasiado la noche de la televisión. Todos venían, sabiendo que tenían una buena cena en casa de los Fremont, y eso era muy agradable, y después había televisión, sin que nadie pensara mucho en ella; era algo que formaba parte de la reunión. De modo que, en general, era una reunión bastante agradable, aparte de la necesidad de medir las palabras con el mismo cuidado que se tenía siempre en todas partes. Si un pensamiento peligroso pasaba por la mente de alguno, empezaba a mascullar aunque fuera en mitad de una frase. Cuando alguien lo hacía, los demás lo ignoraban hasta que se sentía mejor y dejaba de hacerlo.

A Anthony le gustaba la noche de la televisión. A lo largo de todo el año pasado, en noches como ésa sólo había hecho dos o tres cosas terribles.

Mamá había traído una botella de brandy a la mesa, y todos se sirvieron una copita. Los licores eran aún más preciados que el tabaco. En el pueblo podían hacer vino, aunque la uva no era la más conveniente, ni las técnicas utilizadas, por lo que el vino no era muy bueno. En todo el pueblo sólo quedaban unas pocas botellas de buenos licores: cuatro de bourbon, tres de whisky escocés, tres de brandy, nueve de buen vino y media botella de Drambouie, que pertenecía al viejo Mclntyre (sólo para las bodas); y cuando eso se terminase, no habría más.

Más tarde, todos desearon que no hubiese aparecido el brandy. Porque Dan Hollis bebió más de lo que debía, y lo mezcló con bastante vino casero. Al principio, nadie pensó mucho en él, porque no se le notaba demasiado, y además era su fiesta de cumpleaños, y una reunión feliz, y a Anthony le agradaban esas reuniones, y no había motivo para que hiciera nada aunque estuviese escuchando.

Pero Dan Hollis bebió de más, e hizo una tontería. Si lo hubiesen previsto, le habrían llevado afuera a caminar un rato.

Lo primero que advirtieron fue que Dan dejó de reírse en mitad del relato de Thelma Dunn acerca de cómo había encontrado el disco de Perry Como y lo había dejado caer, y no se le rompió porque se movió más rápido que nunca en su vida y lo sostuvo. Dan acariciaba nuevamente el disco y miraba el viejo gramófono de los Fremont que había en un rincón, y luego hizo una mueca y dijo:

—Cristo.

Inmediatamente, todos callaron. El silencio era tal que podían oír el mecanismo del reloj de péndulo del recibidor. Pat Reilly, que había estado tocando suavemente el piano, se paró en seco; sus manos se mantuvieron inmóviles sobre las amarillentas teclas.

Los candelabros de la mesa del comedor fluctuaron ante la fresca brisa que penetraba por entre las cortinas de encaje de la ventana.

—Sigue tocando, Pat —dijo suavemente el padre de Anthony.

Pat volvió a tocar. Esta vez tocaba Noche y día, pero con el rabillo del ojo miraba a Dan, y equivocó algunas notas.

Dan estaba en el centro de la habitación, sosteniendo el disco. En la otra mano apretaba tanto su copa de brandy que le temblaba la mano.

Todos le miraban.

—Cristo —repitió.

Lo dijo como si fuera una mala palabra.

El reverendo Younger, que estaba hablando con mamá y con tía Amy junto a la puerta del comedor, dijo también «Cristo»; pero era parte de una plegaria. Tenía las manos apretadas y los ojos cerrados.

—Vamos, Dan…, es bueno que hables así. Pero tú mismo sabes que no quieres hablar demasiado…

Dan se sacudió la mano que Sipich había apoyado en su brazo.

—Ni siquiera puedo oír mi disco —dijo. Miró el disco, y luego los rostros de los presentes—. ¡Oh, Dios mío!

Arrojó el brandy contra la pared; el licor corrió sobre el papel que la cubría.

Algunas de las mujeres abrieron la boca.

—Dan —susurró Sipich—. Basta, Dan.

Pat Reilly tocaba más alto ahora, intentando apagar la conversación. Aunque eso de nada podía servir si Anthony estaba escuchando.

Dan Hollis se acercó al piano, y se detuvo junto al hombro de Pat, vacilando un poco.

—Pat —dijo—. No toques eso. Toca esto. —Y empezó a cantar. Suavemente, ásperamente, miserablemente—: Cumpleaños feliz… Cumpleaños feliz…

—¡Dan! —gritó Ethel Hollis, y trató de correr hacia él. Mary Sipich la retuvo cogiéndola del brazo—. ¡Dan! —volvió a gritar Ethel—. ¡Para!

—¡Cállate, por Dios! —susurró Mary Sipich, y la empujó hacia uno de los hombres, que le cubrió la boca con la mano y la sostuvo.

—Que seas muy feliz —cantaba Dan—, en tu cumpleaños… —Se detuvo y miró a Pat Reilly—. Tócalo, Pat, tócalo para que pueda cantar… Ya sabes que no puedo seguir una melodía sin música.

Pat Reilly apoyó las manos en el teclado y empezó a tocar Amante, en tiempo lento, de vals, como le gustaba a Anthony. Pat tenía el rostro blanco y le temblaban las manos.

Dan Hollis miró hacia la puerta del comedor, y fijó la vista en la madre de Anthony, y en su padre, que se había unido a ella.

—Vosotros lo tuvisteis —dijo, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas—. Por qué teníais que tenerlo…

Cerró los ojos, y nuevas lágrimas brotaron. Y cantó en voz muy alta:

—Tú eres mi sol…, mi único sol…, y me haces feliz… cuando estoy triste…

Anthony vino a la habitación.

Pat dejó de tocar. Se congeló. Todo el mundo se congeló. La brisa agitó las cortinas. Ethel Hollis ni siquiera pudo intentar un grito. Se había desmayado.

—No te lleves mi sol… —La voz de Dan se perdió en el silencio. Se le agrandaron los ojos. Puso ambas manos al frente, con el disco en una y la copa vacía en la otra. Hipó y dijo—. No…

—Hombre malo —dijo Anthony.

Y pensó a Dan Hollis convertido en algo como nadie hubiese creído posible, y luego pensó esa cosa en una tumba muy, pero que muy profunda en el campo de maíz.

El disco y la copa cayeron sobre la alfombra, sin romperse.

La mirada purpúrea de Anthony recorrió la habitación.

Algunos empezaron a murmurar y mascullar, y todos trataron de sonreír. El ruido llenó el comedor, como una remota aprobación. De los murmullos surgieron una o dos voces claras:

—Una cosa muy buena —dijo John Sipich.

—Muy buena —dijo sonriendo el padre de Anthony, que tenía más práctica para sonreír que la mayoría de los demás.

—Una maravilla —dijo Pat Reilly, con los ojos y la nariz llenos de lágrimas, y empezó a tocar de nuevo, suavemente, Noche y día.

Anthony subió a la parte superior del piano, y Pat tocó durante dos horas.

Más tarde, vieron televisión. Todos fueron hacia la sala donde estaba el aparato, encendieron algunas velas y arrimaron las sillas al televisor. Era de pantalla pequeña, pero no importaba: ni siquiera lo encendían. Tampoco habría servido de nada, porque no había electricidad en Peaksville.

Simplemente, se quedaron sentados en silencio, contemplando las formas que se movían y retorcían en la pantalla, y escuchando los sonidos que surgían del altavoz, aunque nadie sabía de qué se trataba. Nunca sabían. Siempre era igual.

—Es hermoso —dijo en cierto momento tía Amy, con sus ojos claros fijos en esas luces y sombras insensatas—. Pero quizás me gustaba un poco más cuando había otras ciudades y podíamos verdaderamente. ..

—Vamos, Amy —dijo mamá—. Es bueno que digas eso, muy bueno… Pero ¿qué quiere decir? ¡Esta televisión es mucho mejor que la que veíamos antes!

—Cierto —dijo melodiosamente John Sipich—. Es hermoso. ¡Lo mejor que he visto!

John Sipich estaba sentado en el diván, con otros dos hombres. Entre los tres tenían a Ethel Hollis apretada contra los almohadones, y le sostenían los brazos y las piernas, apretándole la mano contra la boca, para que no pudiese gritar.

—Es realmente bueno —repitió.

Mamá miró por la ventana hacia el oscuro camino, y aún más lejos, a través del trigal de Henderson, hacia la vasta e infinita nada en que el pequeño pueblo de Peaksville flotaba como un alma. Esa nada era más evidente por las noches, cuando el día de bronce de Anthony terminaba.

De nada servía preguntarse dónde estaban. Peaksville era simplemente algún lugar. Algún lugar lejos del mundo. Estaba donde había estado desde aquel día, tres años antes, en que Anthony se había arrastrado afuera de su vientre, y el viejo doctor Bates —que en paz descanse— había gritado, y había tratado de matarle, y en que Anthony había hecho eso. Se había llevado el pueblo a algún lugar. O había destruido el mundo dejando sólo el pueblo, nadie sabía cuál de las dos cosas había sucedido.

Y de nada servía preocuparse. Nada servía para nada, excepto vivir como estaban viviendo. Vivirían siempre, siempre, si Anthony lo permitía.

Pensó que esos pensamientos eran peligrosos, y empezó a mascullar. Los demás la imitaron: todos habían estado pensando, evidentemente.

Los hombres del diván le susurraron y le susurraron a Ethel Hollis, y cuando la dejaron en libertad, también ella mascullaba.

Mientras Anthony, sentado sobre el piano, hacía televisión, ellos estaban sentados en círculo, y mascullaban, y contemplaban las cambiantes figuras sin sentido.

Al día siguiente nevó, y se perdieron la mitad de las cosechas. Pero fue un buen día.

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