La Muerte India

La Muerte India

Durante aquellos años Nuremberg no era la ciudad turística en que se convertirá con el paso de los años. Tampoco Henry Irving había conseguido el gran éxito con su interpretación de Fausto, por lo que esta ciudad sólo era conocida por los alemanes y un reducido número de extranjeros. Cuando mi esposa y yo llegamos allí estábamos en plena luna de miel. Aunque pueda resultar extraño, vivíamos un período en el que nos hacía falta la presencia de una tercera persona. La aparición de Elías P. Hutchenson, un norteamericano bastante agradable, resultó muy oportuna. Le conocimos en la estación de Frankfurt. Se acercó a nosotros para decirnos que deseaba visitar la ciudad de Yurrup. Como era un hombre muy extravertido, no le importó comentar que consideraba los viajes como una especie de manicomio, sobre todo para alguien tan dinámico como él.

Creo que fuimos nosotros quienes le invitamos a que nos acompañara aunque, luego de examinar mis notas, dudo un poco que nos mostrásemos muy entusiasmados con esta idea. El hecho fue que nos convertimos en camaradas de un individuo tan absorbente, que se terminaron nuestras discusiones matrimoniales, ya que en los últimos días Amelia y yo habíamos estado chocando verbalmente por nimiedades.

Junto a Elías P. Hutcheson nos vimos recorriendo los lugares menos visitados de las ciudades, acaso esos que se consideran “oscuros”. Para cuando llegamos a Nuremberg, nuestro acompañante se había convertido en el mejor cicerone que se puede desear, porque a lo mucho que conocía de la ciudad se unían sus comentarios jocosos y sus grandes conocimientos históricos. Recuerdo que uno de los últimos lugares que visitamos fue el Burgo, cuya muralla exterior recorrimos por su lado oriental.

El Burgo se alza sobre una roca, que a la manera de una atalaya domina toda la ciudad. En su lado norte se halla protegido por un foso inmenso. Mientras admirábamos el hermoso panorama, Hutcheson nos dijo que Nuremberg jamás había sido asaltada por un ejército enemigo debido a sus excelentes defensas. Una circunstancia que le permitía ofrecerse como una perfecta combinación de lo antiguo y lo moderno. Además, el foso había terminado por ser convertido en huertos y jardines, gracias a la falta de amenazas.

Ahora me viene a la memoria que hacía un sol espléndido, por eso sentíamos su caricia mientras íbamos recorriendo la muralla. El mes de julio estaba resultando muy benigno, lo que demostraban los edificios que se podían contemplar a lo lejos, tras los cuales se elevaban unas montañas azuladas, que evocaban algunos de los sensuales cuadros de Claude Lorraine. Todo un espléndido contraste con las casas de la ciudad, cuyos tejados parecían reverberar bajo los rayos solares, a la vez que sus ventanas cerradas transmitían la sensación de que cientos de moradores buscaban las gratas sombras. Cerca de nosotros, a la derecha, se erguía la Torre del Burgo, y poco más allá la famosa Torre de la Tortuga, que no parecía tan tétrica como Hutcheson nos la había pintado. Al observarla despacio, se comprendía que fuese el edificio más importante de la ciudad.

Nuestro extravertido cicerone nos contó que desde hacía siglos era famosa la “Virgen de Hierro de Nuremberg”, ya que constituía uno de los más terribles tormentos utilizados por los inquisidores de la Edad Media. Amelia y yo habíamos oído hablar de ese ingenio diabólico, y estábamos deseando poder contemplarlo.

Debido a que ya llevábamos mucho tiempo caminando, nos detuvimos en una de las paredes del foso. En esa zona el jardín se extendía a unos veinte metros debajo de nosotros, bien iluminado por el sol, que por momentos nos pareció un horno. Intentamos recorrer con la mirada la larga y gris muralla, cuyo final se perdía en la lejanía entre los altos bastiones y las contraescarpas. En medio de una bella masa de árboles destacaban unas casas inclinadas, a las que el paso del tiempo había conferido un noble aspecto.

Creo que los tres nos sentíamos dominados por la pereza. Debido a que podíamos perder el tiempo, ya que nuestra próxima visita turística quedaba algo lejana, nos entretuvimos más de la cuenta. Algo que luego no dejaríamos de lamentar, porque, de repente, descubrimos lo que nos pareció, en un principio, una imagen extraordinaria: una gata negra de gran tamaño jugueteando con su cría al amparo de las sombras, acaso queriendo aprovechar la única brisa que soplaba en aquel lugar. Precisamente al pie del muro. La madre empujaba con sus patas delanteras al pequeño, invitándole a que se revolcara en una diversión continua. La estampa familiar a los tres nos pareció tan soberbia, que Elías P. Hutcheson cogió una piedra del suelo y se dispuso a participar en la diversión.
-¡Observen lo que voy a hacer! –exclamó riendo-. Les tiraré este guijarro para animarles a moverse. No sabrán de donde les llega, pero seguro que corren en su busca.
-Tenga mucho cuidado –advirtió mi esposa-. Me dolería mucho que pudiese dañar a unos animales tan bonitos.
-Eso no sucederá jamás, señora –respondió el norteamericano, muy seguro-. Mi temperamento es sensible como un cerezo de Maine. Nunca he herido a un animal indefenso, como tampoco molestaría a un niño que durmiese en su cuna. ¡Podría usted apostar su estuche de joyas a favor de mi puntería! La piedra caerá delante de los gatos, ya que sólo pretendo sobresaltarlos un poco.

Nada más terminar de hablar, echó el cuerpo hacia atrás, alargó el brazo con fuerza para obtener un gran impulso y, al momento, tiró la piedra. En vista de lo que sucedió, he de pensar que se produjo un ligero terremoto o que se levantó una pequeña corriente de aire, que mi esposa y yo no percibimos, o que el suelo que pisábamos no fuera todo lo horizontal que creíamos…El hecho fue que la famosa puntería de Hutcheson no se hizo patente, para infortunio del pobre gatito. El impacto de la piedra sobre la cabeza de éste se produjo con un ruido sordo; al mismo tiempo, veíamos horrorizados como se abría el cráneo igual que una fruta en sazón, para que esparcieran los sesos por todas partes.

En aquel mismo instante, la gata negra se alzó sobre sus cuatro patas y nos buscó. Sus ojos cargados de un fuego verdoso se fijaron en Elías P. Hutcheson, igual que si pretendieran grabar la imagen de éste en el fondo de los mismos, allí donde mejor le llegaría al cerebro. Seguidamente, volcó todo su interés en el gatito, el cual se hallaba a merced de los últimos estertores de la muerte, al mismo tiempo que unos regueros de sangre brotaban de la terrible herida. Profiriendo un ahogado maullido, que a mí me pareció salido de una garganta humana, la gata se agachó sobre su cría. Para lamerle la herida en un desesperado e inútil esfuerzo de curarla. Sin dejar de gemir. De pronto, al entender que su hijito estaba muerto, se giró para mirar hacia donde nos encontrábamos los tres. Nunca en la vida podré olvidar aquel instante, porque el animal me pareció la más despiadada manifestación de odio. Sus verdes ojos refulgían como llamaradas devoradoras, a la vez que sus colmillos afilados, tan blancos en medio de los cuajarones de sangre y sesos que cubrían su boca, eran dagas de muerte que nos señalaban.

A toda esta espeluznante amenaza unió un rechinar de dientes, al mismo tiempo que nos mostraba las garras afiladas. En seguida dio un salto tremendo, a pesar de saber que jamás podría llegar hasta nosotros. Y al caer, luego del inútil esfuerzo, maulló con una rabia enloquecedora. Creo que mi esposa se vio a merced de tantos escalofríos como a mí me asaltaron. Mientras tanto, la desesperada madre no dejaba de mirarnos, toda cubierta de los sesos y la sangre de su hijo.

Amelia casi se había desmayado, por lo que tuve que alejarla de la pared. Como vi cerca un banco situado en una zona sombreada, la senté para que recobrase la tranquilidad. Seguidamente, me aproximé a Hutcheson, el cual seguía inmóvil, sin dejar de observar a los dos animales: al vivo y al muerto.
-Nunca había tenido delante a una bestia tan salvaje como ésta –musitó como si pensara en voz alta-. Al verla me ha venido a la memoria el caso de una mujer india. También ella perdió a su hijo a manos de un mestizo llamado Splinters, al que se le apodó “el Despiadado” luego de conocer con que crueldad había dado muerte al pequeño. Al parecer la madre de Splinters fue torturada por los indios antes de quemarla en una hoguera. Esto provocó que él se vengara asaltando la tribu, para llevarse al niño indio, al que arrebataría la vida con tanta saña.

El norteamericano dejó de hablar, me miró y, luego, de comprobar que era escuchado, prosiguió su escalofriante relato:
-Yo vi en el rostro de la mujer india una expresión parecida a la de esa gata… Por cierto, ella persiguió a Splinters durante tres años, hasta que pudo localizarle en un lugar solitario, indefenso. Entonces pidió ayuda a sus hermanos, los cuales le apresaron para entregárselo… Yo estaba allí cuando esto sucedió, por eso debo reconocer que no ha habido en el mundo ningún hombre o mujer, ya fuese blanco o piel roja, que haya sufrido una muerte tan lenta y despiadada como la que recibió Splinters. Porque la india era apache, y todos sabemos que esta tribu conoce los más terribles suplicios. Finalmente, ella sonrió una sola vez: cuando la maté. en efecto, yo lo hice, porque no pude soportar que estuviera sometiendo a un ser humano, casi de miraza a pesar de ser mestizo, a tantos suplicios. Sin embargo, ya nada se podía hacer por Splinters, así que adelanté su muerte. Por último, le arranque un buen pedazo de piel, con el que encargué que me hicieran una billetera, que aún llevo encima.

Sus últimas palabras las acompañó con la acción de golpearse el bolsillo superior de la chaqueta. No puedo afirmar si el gesto fue de aprobación o de duda, porque sus ojos habían vuelto a buscar a la gata. Y ésta seguía intentando trepar por la pared, en un enloquecido esfuerzo de llegar donde nos encontrábamos nosotros. Hubo momentos que me pareció que lo iba a conseguir, aunque careciese de alas. Lo más sobrenatural era que en cada una de sus caídas, las cuales debieron serle muy dolorosas, encontraba las fuerzas necesarias para seguir insistiendo. Su rabia había llegado a tales extremos, que creí ver espuma en su boca.
-Si que está desesperada la infeliz –dijo Hutcheson, con un tono de voz que pretendió ser piadoso; luego, se dirigió al animal-. Debes comprenderlo, ha sido un accidente… Ya sé que mis palabras nunca te devolverán a tu hijo… Los hombres somos unos estúpidos cuando nos ponemos a jugar… Perdóname, pequeña… –Supongo que ya le pareció suficiente, pues se volvió hacia mí y, recurriendo al tratamiento que acostumbraba en los últimos días, añadió: Coronel, espero que me ayude a tranquilizar a su bella esposa por mi desgraciada ocurrencia. Deben creerme si les digo que me siento muy arrepentido de la torpeza.

Acto seguido llegó al lado de Amelia, a la que envolvió con su palabrería. La cosa pareció surtir efecto, ya que mi esposa terminó disculpándole al considerar que lo sucedido se debió a un accidente. No obstante, los tres volvimos junto al muro, porque el comportamiento de la gata nos parecía lo más importante. El animal mostraba un aspecto aparentemente tranquilo, aunque la tensión que expresaba su cuerpo delataba como unas pasiones contenidas. Se encontraba sentado sobre sus patas traseras. No obstante, al ver a Hutcheson volvió a brincar, igual que una ballesta disparada por una furia incontrolable. No repitió el intento de trepar por la pared, aunque si continuó brincando, pretendiendo dejar claro que deseaba vengar la muerte de su hijo. Creo que esto lo captó mejor Amelia, debido a su condición femenina, por eso dijo a nuestro acompañante:
-Ha de tener cuidado. Ese animal saltaría sobre usted, si pudiera, para darle muerte. ¡Nunca había visto unos ojos tan sanguinarios!
-¿Cuidado yo, querida señora? –Bromeó aquel hombre-. Olvide el temor que pueda sentir por mí. ¡Ya le he contado que he vivido con las gentes más duras de la frontera, lo mismo que me he enfrentado cuerpo a cuerpo con osos grises y varios indios que pretendían arrancarme la cabellera! Ya ve que estoy vivo y tengo todo el pelo… ¿Cómo voy a temer las reacciones de una simple gata?

Súbitamente, comenzó a reír estruendosamente. Unos sonidos que parecieron tranquilizar al animal, ya que se limitó a llegar al lado del cadáver de su hijo, al que comenzó a lamer y a tocar como si aún estuviera vivo.
-Vaya, al fin ha respondido a su voz –reconocí, asombrado-. Debe haber aceptado que usted es el amo en esta situación, por eso ha olvidado su cólera para mostrarse sumisa.
-¡Cómo hizo la mujer india antes de que la diese muerte! –exclamó Hutcheson, dando por cerrado el asunto.
Habíamos comenzado a movernos, con la intención de marcharnos; sin embargo, no dejábamos de mirar hacia los jardines del foso. Pronto advertimos que la gata nos seguía a cierta distancia. Primero lo hizo llevando el cadáver de su hijo en la boca; luego, la vimos sola, por lo que dedujimos que había ocultado el cadáver en un lugar que le pareció seguro. Amelia se asustó ante una persecución tan insistente, por lo que repitió varias veces sus temores. El norteamericano le respondió con sus risas, hasta que decidió resolver el asunto con estas palabras.
-Ese animalito no va a causarme ningún daño, señora. Soy un hombre prevenido. –Hizo una pausa para golpearse en la cintura, donde llevaba una cartuchera oculta-. Si la gata intentara saltar sobre mí, le metería una bala en la cabecita. A pesar de que la policía alemana podría detenerme por no haber declarado esta arma, la llevo conmigo. Es una vieja costumbre de la frontera de mi país.

Con la misma actitud desafiante se asomó al muro llevando la pistola en la diestra, para ver como la bestia retrocedía al descubrirle. Terminó ésta ocultándose en un macizo de flores altas, dando idea de que se sentía asustada. Esto nos tranquilizó un poco.
-Hasta los irracionales terminan por saber quien es el más fuerte –dijo Hutcheson-. Esto me indica que la gata tiene más sentido común que ciertos seres humanos. Ya no volverá a molestarnos. Bastante tendrá con dedicarle un buen funeral a su hijo.

Emilia no hizo más comentario, debido a que había llegado a temer que nuestro acompañante disparase sobre la inocente bestia. Seguimos caminando hasta atravesar el pequeño puente de madera que lleva al portón, donde comienza el sendero pavimentado que se alarga desde el Burgo hasta la Torre de las Torturas. En el momento que cruzábamos el puente, vimos a la gata debajo. Seguía dando muestras de fura, a la vez que intentaba escalar la pared vertical, sin conseguir llegar a la parte superior. Hutcheson se echó a reír y, luego, se despidió de su frustrada enemiga:
-Hasta nunca, pequeña. Me duele que sufras tanto por mí; pero lo olvidarás con el paso del tiempo. ¡Hasta nunca!

Llegamos a la larga y sombría arcada que conduce a la entrada del Burgo, donde la belleza de las piedras nos hizo olvidar el suceso. Ya sólo éramos unos turistas deseosos de admirar monumentos, aunque en este caso debimos lamentar la torpeza de los restauradores, porque no habían respetado la sobriedad que exige el gótico. Lo mejor llegó al contemplar un viejo tilo de casi nueve siglos, resistiendo en pie a pesar de lo carcomido que aparecía su tronco, un pozo construido por los presos en una enorme roca y la vista de la ciudad. Tan hermosa e impresionante, debido a que en aquellos mismos momentos estaban sonando todas las campanas de las iglesias. Nos sentíamos muy relajados al entrar en la Torre de las Torturas. No tardamos en comprobar que íbamos a ser los únicos visitantes durante toda aquella mañana. Por este motivo el guía nos prestó una gran atención, a la vez que nos dejaba explorar todas las estancias dispuesto a complacer nuestros caprichos.

En realidad la Torre de las Torturas era un sitio alucinante, como lo sigue siendo en la actualidad, a pesar de que los miles de visitantes han suavizado su atmósfera. Algo que no sucedió durante nuestra visita. El tiempo había dejado una costra de polvo por todas partes, a la vez que las penumbras conferían un mayor halo de terror a cada una de las salas. Allí se guardaban infinidad de elementos de suplicio, todos los cuales encerraban recuerdos de la más diabólica crueldad humana. Unos testimonios que sólo hubieran gustado a unos espíritus tan panteístas como los de Philo o Spinoza.

Cuando entramos en la cámara inferior el guía nos dijo que se había procurado mantener el clima medieval. Por eso nos veíamos rodeados por unas rojizas tinieblas, las cuales afectaban a la luz del sol que se filtraba por la puerta, de tal manera que parecía deshacerse sobre las gruesas paredes. Apenas se podía ver los groseros ladrillos, cubiertos con manchas negruzcas, que debían ser de sangre y de polvo sucio: los tétricos testimonios del espanto y los sufrimientos que se habían padecido en aquel lugar.

Todos nos sentimos muy aliviados al comenzar a subir por las escaleras de madera, ya que creíamos haber abandonado un escenario de pesadilla. El guía había dejado abierta la puerta superior, con el fin de que pudiésemos saber donde pisábamos. En realidad la vela de largo pabilo, que estaba encendida en la pared, ofrecía un débil resplandor y despedía un hedor nauseabundo. Amelia se estrechó a mí con fuerza en el momento que pasamos junto a una trampa abierta en un rincón de la estancia superior. Estaba aterrorizada, como pude comprobar por los fuertes latidos de su corazón. He de reconocer que no me sorprendió su reacción, debido a que aquella cámara era mucho más terrorífica que la anterior. A pesar de que contase con mejor iluminación, ésta únicamente servía para resaltar la sordidez de todos los elementos de tortura. Los constructores de la Torre habían creado ese ambiente, con el propósito de que quienes llegaran hasta allí se sintieran tan atemorizados como para confesar hasta la más olvidada de sus culpas. la totalidad de las ventanas ofrecían un aire medieval, aunque eran algo más grandes que las simples aberturas de las otras estancias.

Recuerdo que las ventanas se encontraban tan altas, que era imposible ver el cielo por las mismas. Pronto descubrimos, colocadas sobre sucias estanterías, unas espadas de verdugos. Todas ellas de hojas anchas y bordes muy afilados. También nos dimos cuenta de que allí se habían colocado algunos maderos, en cuyos tajos debieron apoyarse los cuellos de las víctimas antes de ser decapitados. Pudimos ver las muescas dejadas por los golpes de los aceros, luego de separar las cabezas de los cuerpos humanos.

Alrededor de la estancia se habían instalado, sin ningún orden, diferentes maquinarias de tortura, todas las cuales provocaban nauseas: sillones con pinchos como asientos, que debieron causar unos dolores instantáneos e insufribles; divanes con grandes protuberancias, en los que se tumbaba a las víctimas desnudas, con la intención de someterlas a unos suplicios más lentos pero nunca menos dolorosos que los anteriores; y potros, botas, guantes, collares, cintos… Toda una serie de elementos para ser apretados a voluntad sobre los brazos, cuellos, cinturas o todo el cuerpo de los prisioneros. Además, vimos unos cestos de acero, en los que las cabezas humanas eran reducidas a pulpa; ganchos de verdugo provistos de unos largos mangos y unas cuchillas capaces de cortar las pieles más duras…. El guía nos dijo que ésta era la herramienta preferida por la antigua policía de Nuremberg.

Había allí otras cosas tan espeluznantes, que no contaré, por ahora. Debo señalar que mi interés debió volcarse en mi esposa, porque acababa de dar un salto de muerte, llena de pánico al haberse sentado en una silla de apariencia normal, que bajo el peso de su cuerpo comenzó a actuar como un elemento de tortura. Menos mal que ella no había sido atada a los posabrazos, ya que nunca se hubiera podido librar de los pinchos que rozaron levemente la tela de su falda. Lo de menos fue que se ensuciara con el polvo. Enseguida llegó Hutcheson a nuestro lado para aliviar la situación.

Sin embargo, al fin pudimos contemplar el ingenio de tortura por excelencia. Ocupaba el centro de la cámara y era conocido con el nombre de la “Virgen de Hierro”. Los tres nos sentimos sobrecogidos, debido a que ofrecía las formas de una mujer gigantesca, cuyo cuerpo hubiese adquirido unas proporciones acampanadas. El norteamericano comentó que le recordaba a la mujer de Noé en el interior del Arca, a pesar de que faltaba la esbeltez de la cintura femenina y la redondez de las caderas. Realmente, todo el conjunto tenía muy poco de humano, a pesar de que su fabricante hubiese colocado en la parte superior un tosco rostro de mujer. La totalidad de la máquina aparecía cubierta de moho y polvo, lo que contrastaba con la blanca cuerda que caía por delante en el interior de una aro, el cual se hallaba clavado a la altura de la zona media. A su vez, la cuerda era movida por una polea, que se había fijado en el pilar central de madera que sujetaba el techo.

Al comprobar nuestro interés, el guía accionó la cuerda, para mostrarnos cómo una sección de la parte delantera de la figura se encontraba unida a un lado a la manera de una puerta provista de bisagras. Después, pudimos advertir que el interior del ingenio de tortura ofrecía el grosor suficiente para que cualquier hombre o mujer, por grande o grueso que fuese, pudiera ser introducido fácilmente. Poco más tarde, pudimos ver que la puerta era demasiado pesada, ya que el guía debió emplearse a fondo, con ayuda de la polea herrumbrosa, para abrirla por completo. Seguidamente, nos explicó que el mecanismo de apertura se había fabricado para que todo el peso, al soltar la cuerda, cayese sobre la zona baja del ingenio y provocara el cierre inmediato, fulminante, de la puerta.

En el interior de la “Virgen de hierro” el moho formaba como una especie de grumos, todos ellos compuestos de una mezcla de goterones de sangre reseca, polvo y otras porquerías a cuál más repulsiva.

Enseguida nos dimos cuenta de las intenciones diabólicas del inventor de aquella máquina de matar: se habían colocado unos enormes pinchos, casi unas dagas largas y macizas que en sus bases eran muy anchas y estaban dispuestas de tal manera que, al ser cerrada la puerta violentamente, se clavaran en los ojos de la víctima, así como en su corazón y todos los demás órganos vitales. Un conjunto tan horrible, por todo lo que sugería, que Amelia fue incapaz de resistirlo. Cayó desmayada en mis brazos, ya que corrí a recogerla antes de que tomase contacto con el suelo. Me vi obligado a llevarla hasta la escalera para dejarla en un banco situado en el exterior de la Torre. Allí esperé hasta que se recuperó.

Ahora sé que al ver mi esposa el interior de la máquina monstruosa recordó una mancha de nacimiento que nuestro hijo lleva en su pecho, la cual muchas personas han comparado, entre bromas, con los dibujos de la “Virgen de Hierro” de Nuremberg. Una similitud que en el pasado pudo resultarnos graciosa; sin embargo, al comprobarla de una forma tan brutal, había provocado en ella tan terrible reacción.

Nada más volver a la cámara, encontramos a Hutcheson estudiando con admiración a la “Virgen de Hierro”. Enseguida nos dimos cuenta de que no había dejado de filosofar, por lo que al contemplarnos continuó con su disertación rebosante de crueldad:
-Me alegra que hayan decidido seguir examinando este lugar. Mientras ustedes se encontraban fuera, he llegado a la conclusión de que nuestra civilización se halla muy atrasada en el terreno de las torturas. Es cierto que los indios de las praderas conocen infinidad de suplicios; sin embargo, los que aplicaba la justicia medieval eran muy superiores. Debo admitir que Splinters realizó un buen trabajo con el hijo de la mujer india, lo mismo que ésta hizo con el mestizo hasta que yo la di muerte… ¡Nada en comparación con esta “Virgen de Hierro”! Las puntas de esos pinchos son tan agudas que debían cumplir su trabajo a la perfección. A pesar de que hoy los veamos cubiertos de óxido, seguro que continúan siendo tan eficaces como antaño… ¡Con algo parecido se mantendría a raya a todos los indios, sin que se atrevieran a moverse de sus Reservas! Esto deberían conocerlo nuestros jueces, para que entendieran que las civilizaciones antiguas sabían mantener el orden… ¡De acuerdo, he decidido entrar en este ingenio satánico, para comprobar lo que sentían las víctimas!
-¡Oh, no, no puede hacerlo…! –Exclamó Amelia, a punto de romper en un sollozo-. ¡Lo que pretende es demasiado horrible!
-Tranquila, señora… ¿Qué puede temer un hombre como yo? Debo contarle que me he visto en situaciones peores. Una noche tuve que ocultarme en el interior de un caballo muerto, luego de abrirle el vientre, para evitar el fuego que estaba arrasando las praderas de Montana. Y en otra ocasión me vi forzado a dormir dentro del cadáver de un búfalo, porque una tribu de comanches acababa de desenterrar el hacha de guerra y andaba arrancando las cabelleras de todos los rostros pálidos que encontraba a su paso. También permanecí dos días enteros sepultado en una mina de oro de Billy Broncho en Nuevo México; y algo parecido me sucedió al quedar, unas dieciocho horas, bajo los cimientos del Puente del Búfalo… ¡Ya ve que no le hago ascos a cualquier experiencia, por horrible que puede parecerle a una mente sencilla como la suya, mi querida señora!

Comprendiendo que ya lo había decidido, luego era imposible intentar disuadirle, preferí animarle, aunque sólo fuera por terminar cuanto antes con aquel asunto:
-Conforme, pero dese prisa porque ya va siendo tarde.
-Yo también quisiera hacer las cosas con rapidez –aceptó el norteamericano-, aunque ha de reconocer conmigo que las experiencias se han de realizar aproximándose todo lo que sea posible a la realidad. Las víctimas de la “Virgen de Hierro” no eran introducidas voluntariamente. Imagino que debían ser atadas. Esto me lleva a querer imitarlas. Alguien deberá atarme antes. Imagino que nuestro guía dispondrá de cuerda para dejarme convertido en un salchichón, ¿no es cierto?

Sus últimas palabras sonaron a broma, algo que el mismo Hutcheson se cuidó de desmentir al poner una moneda de oro den las manos del guía. No obstante, éste movió la cabeza negativamente, ya que había entendido lo que el norteamericano pretendía a pesar de no conocer el inglés.
-Coja el dinero, amigo –dijo Hutcheson en alemán-. Tómelo como una propina. Le advierto que si se opone a mi idea, lo mismo asiste usted a una ejecución auténtica.

Acto seguido el guía se fue en busca de una cuerda, con la que ató minuciosamente a nuestro acompañante. En el momento que hubo terminado con la parte superior del cuerpo, Hutcheson le detuvo:
-Quieto un momento, amigo. Estoy pensando que peso demasiado para que usted me pueda meter ahí sin ayuda de alguien. Primero me colocaré en el interior de la “Virgen de Hierro” y, luego, terminará de atarme las piernas.

Al mismo tiempo que hablaba, retrocedió parí introducirse en el cajón impresionante. Lo hizo sin grandes dificultades, porque se diría que había sido fabricado para contenerle. Mientras tanto, Amelia expresaba en sus ojos el miedo más completo, aunque le faltaba decisión para intervenir. Seguidamente, el guía finalizó su labor al atar los pies de Hutcheson, con lo que éste quedó inmóvil y completamente indefenso dentro de su voluntario encierro. Yo diría que estaba disfrutando de aquel momento, porque así lo demostraba con sus muestras de júbilo.
-Ahora que me encuentro aquí, debo imaginar que la Eva tomada como imagen para construir la “Virgen de Hierro” debió ser hecha de la costilla de un enano. Aquí no hay sitio para moverse. En el territorio de Idaho los carpinteros ponen a nuestro servicio unos ataúdes mucho más grandes. Ha llegado el momento, guía: ya puede comenzar a bajar la puerta. Muy despacio, porque deseo experimentar el mismo terror que aquellos que vieron aproximarse a sus ojos estos pinchos terribles.
-¡Basta ya… Es una locura…! –gritó Amelia, presa de un ataque de histerismo-. ¡Es demasiado espantoso… No puedo soportarlo… Quiero salir de aquí…!
Sin embargo, Hutcheson era tan obstinado que se negó a abandonar el juego.
-Escuche, coronel –me aconsejó-. ¿No sería mejor que se diera una vuelta con su esposa? Por nada del mundo me propongo herir sus sentimientos; pero ahora me encuentro aquí… He recorrido ocho mil millas para disfrutar de una experiencia como ésta. Sería muy doloroso para mí abandonar en este momento… Pocas veces se tiene la suerte de encontrarse en una lata de conservas, sintiendo la muerte tan cerca… Váyanse los dos, mientras el guía y yo concluimos esto en unos pocos minutos. En el momento que regresen, los tres nos reiremos juntos del suceso.

Creo que en esta ocasión triunfó una decisión nacida de la curiosidad. Por eso Amelia decidió permanecer allí, fuertemente agarrada a mi brazo y a una prudente distancia de la “Virgen de Hierro”. Yo la notaba temblar, cuando ya el guía comenzaba a soltar, muy despacio, la cuerda que sujetaba la puerta del cajón de los suplicios. Debo reconocer que la cara de Hutcheson mostraba una gran satisfacción, a la vez que sus ojos no se separaban de los pinchos afilados que cada vez se encontraban más cerca de su cabeza.
-Les diré que nunca había gozado tanto desde que salí de Nueva York. Eso que peleé en Wapping con un bravo marinero francés, al que me costó doblegar. En este viejo continente no me había divertido mucho, al faltar los indios y los provocadores… ¡Eh, más despacio, amigo! ¡No vaya tan de prisa, que deseo disfrutar al máximo del placer que acabo de pagar!

Creo que el guía llevaba en la sangre algunas gotas de crueldad de sus antepasados, porque estaba soltando la cuerda con una lentitud exasperante. Pasados unos cinco minutos la puerta sólo se había desplazado unos centímetros, con lo que Amelia se hallaba al borde de otro ataque de histerismo. Sus labios habían perdido todo el color, y su cuerpo presionaba con más fuerza sobre el mío. Busqué con la mirada un banco en el que poder sentarla, al mismo tiempo que ella parecía hipnotizada por la “Virgen de Hierro”. Mientras yo seguía buscando el asiento, de repente descubrí a la gata negra. Estaba agazapada en un rincón. Sus ojos verdes resplandecían con un fuego amenazador, a la vez que por todo su cuerpo aparecían las manchas de sangre y de sesos de su cría.
-¡Ahí esta la gata! –grité, en el mismo instante que la bestia saltaba sobre la máquina de torturas igual que si fuera proyectada por la ballesta más poderosa-. ¡¡Cuidado!!

La bestia me pareció un diablo triunfante: sus ojos brillaban de ferocidad, y con el pelo erizado parecía haber doblado de tamaño. Mientras su cola azotaba el aire como la de un tigre al arrojarse sobre su presa. Pero falló en su primer ataque. Al contemplarla, Elías P. Hutcheson pareció tan divertido que sus pupilas chispearon de entusiasmo.
-¡Que me emplumen si esta pequeña india no lleva sobre su cuerpo las pinturas de guerra! Como intente alguno de sus trucos, dele una patada, coronel, porque yo estoy tan atado que sólo puedo mover los ojos. Este animal desearía arrancármelos… ¡Quieto, amigo, no siga aflojando la cuerda o me dejará encerrado de verdad!

En aquel instante, Amelia perdió el sentido, por lo que debí rodear su cuerpo con mi brazo derecho. Mientras la atendía, pude observar cómo la gata negra se disponía a dar el salto definitivo.

En aquel mismo momento, liberando una especie de maullido agónico, en lugar de saltar sobre el norteamericano lo hizo sobre el rostro del guía. Sus garras se clavaron tan salvajemente como lo pudieron hacer esos dragones rampantes que aparecen en los grabados chinos. Y con una de ellas hirió terriblemente un ojo del infeliz, al mismo tiempo que el arañaba la mejilla, en la que dejó una herida rojiza debido a la sangre que brotaba de las venillas reventadas.

Este hombre saltó hacia atrás, dando un grito de espanto, y soltó la cuerda que sujetaba la puerta de hierro. Yo brinqué hacia delante al comprender lo que iba a ocurrir; sin embargo, no pude impedirlo… ¡La cuerda se había deslizado por la polea con la velocidad de un relámpago, dejando que el excesivo peso de la puerta la cerrara de inmediato!

Antes de que esto ocurriera, en una facción de segundo, me pareció ver el rostro de nuestro desdichado compañero de viaje. Había quedado petrificado por el terror. Jamás he contemplado unos ojos tan angustiados, como deslumbrados por una realidad que había superado fatalmente todos sus cálculos. Sin embargo, de sus labios no brotó ni un solo gemido

Los pinchos afilados acababan de realizar su trabajo. Por fortuna el fin resultó muy rápido. Cuando logré abrir la puerta de la “Virgen de Hierro”, luego de realizar un gran esfuerzo, pude comprobar que el cadáver había perdido los ojos, tenía el corazón atravesado, lo mismo que otras partes del cuerpo, y estaba cubierto por completo de sangre. Se desplomó en el suelo, para quedar boca arriba.

En seguida corrí donde estaba Amelia, la cogí en mis brazos y la saqué de aquella cámara, para evitar que enloqueciese al recuperar el sentido. La dejé en el banco del exterior de la Torre y regresé al lugar de la tragedia. El guía sollozaba de rabia y dolor apoyado en una columna de madera, al mismo tiempo que intentaba limpiarse las heridas con un pañuelo. Y sentada sobre la cabeza de Hutcheson vi a la gata negra, ronroneando satisfecha. Además, no dejaba de lamer la sangre que brotaba de las cuencas vacías del cadáver.

Supongo que no existirá nadie en el mundo que me pueda acusar de crueldad por haber empuñado una espada, de las que se encontraban en las estanterías, para decapitar a la bestia de un solo tajo.

FIN

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