La Sangre de Cristo

—Ya te expliqué, Gordo, no hay más gilada para vos —dice Marito mientras enciende un mentolado

El Gordo lo mira envenenado, el odio visceral se le ve en los ojos, si no estuviese careta…

—¿Qué?, ¿qué harías si no estuvieses careta? —responde Marito sin despegar la mirada de la luz roja del semáforo—. A mí no me corrés, Gordo, te conozco como si te hubiese parido.

Pero quien sea que haya parido al Gordo no está cerca. Nunca lo estuvo. Quien sea que haya parido al Gordo se tomó el palo ni bien él hubo dado su primer llanto. Así que el Gordo, después de semejante comentario, se siente más necesitado que nunca. Un poco nomás, no hace falta que le venda mucho, porque él con un poquito está contento.

—Me chupa un huevo, hermano, ya estás grande para seguir llorando por tu vieja. Y no me mientas que yo a vos te conozco, sos como un pozo sin fondo. No es que no te vendo porque no quiero, Gordo, sino porque no puedo. Están cambiando las cosas, ¿viste? No son momentos para tirar las casa por la ventana o agotar stock, como la mierda esta viene de afuera nos tenemos que apegar a nuestros clientes más fieles. Y vos, Gordo, siempre garpas con guita trucha y moneditas. Ni un evita se te cae, además de Gordo sos miserable, y yo ya me cansé de estar atrás tuyo tapando cagadas que no son mías.

Pero, Marito, sos amigo del Gordo. Está en necesidad, no hay ningún mal en tirarle una bolsita, aunque sea chiquita. Unos gramos nomás. ¿Qué mejor cliente que el conocido?

—Ya se, viejo, pero la mierda esta es cara y si no vuelvo con la guita me van a matar. O sea, Gordo, me matan literalmente. Y no quiero que me maten… ¿o vos querés perder a tu amigo?

No, el Gordo no quiere perder a su buen amigo. Marito es mucho para el Gordo, es casi tanto como un hermano, un kiosquero de confianza. Las minas tiene ginecólogas, Marito, yo te tengo a vos.

—Ya la cagaste, Gordo de mierda —se queja Marito con el desagrado dibujado en la cara—. No digas más esas cosas porque no solo no te voy a vender, sino que también te voy a meter caño por Gordo y por puto.

El Gordo baja la cabeza. No va a decir algo así nunca más en su vida.

—Así me gusta —se relame el taxista mientras tira la colilla por la ventana y enciende otro pucho.

El Gordo quiere saber si hay manera de solucionar esto. Promete ser buenito, portarse bien, no decir cosas que hagan enojar a Marito. Sabe bien que si Marito se pone la gorra, se pone la gorra; que cuando el bigote de más arriba le corta los víveres a su amigo también a él se los están cortando.

—Tenés que garpar en cash, viejo, no me sirven más las excusas, las idas y venidas y la cara de perrito obeso mojado. Largá el billete si querés la gilada, sino se la vendo a otro que sepa presentarse mejor.

El Gordo tiene un fajo de Evitas y Rocas en el bolsillo trasero del pantalón. Marito suele decirle la bolsa de canguro. A él no le importa, esta vez va a portarse bien.

—Si serás careta, loco, la bolsa de canguro es lo mejor que hay… jamás tuve una idea tan buena como esa —y el Gordo sabe que no le miente en este punto—. Epa epa, te calmas gordo trolo porque me voy a la mierda —el Gordo se siente avergonzado y pudoroso—. Y vas a tener que aflojarle a la comida porque te veo el pelo húmedo de recién bañadito pero ya agarraste olor a indigente de nuevo.

Es un problema hormonal. El Gordo transpira como chancho en hoguera. Una transpiración ácida y perfumada de abstinencia.

—Bueno, basta viejo, me tengo que ir.

El Gordo abre la puerta del taxi. No lo puede dejar así. Está desesperado por volver a consumir y va a hacer lo necesario para hacerlo, aunque se tenga que plantar en el auto de Marito y llenárselo de su fragancia avinagrada. Necesita un poquito… aunque sea un poquito.

—¿Estás seguro que lo que sea necesario? Si no usaras esa ropa de mierda no tendrías olor a mierda todo el día.

Lo que sea necesario. Y sí, si el Gordo se pusiera una remera o anduviera en bolas podría ventilarse un poco más los colgajos, pero sus vestiduras son más fuertes que el desagrado de quienes lo huelen.

—Cuando te pones poético me dan ganas de darte un tiro en la cara, hermano —suspira Marito—. Vamos a hacer una cosa…

Lo que sea, siente el Gordo.

—Ese es mi chanchito —lo felicita Marito. El Gordo aprecia el mimo—. Bueno, te cuento: yo te voy a vender, un poquito nomás pero te voy a vender, y la vamos a compartir.

El Gordo duda. Jamás compartió con nadie. Siente que ese goce se lo ganó con años y años de trabajo, paciencia y escalada de posiciones. Dejó la vida en lo que hace y no le gusta compartir eso.

—Dale, Gordo, pensá que si no me convidas no te vendo. Es muy simple, hasta matemático.

Pero, ¿y las enfermedades? ¿Y si no alcanza? ¿Y si alguien se da cuenta? No, no le convence.

—Bueno, me voy, Gordo.

¡No! Que Marito no se vaya. Está bien, pueden compartir. Pero hay que atenerse a las reglas, además de hacerle caso al Gordo. Porque él sabe y es consciente de que si algo sale mal cagan los dos. El Gordo está nervioso pero decidido.

—¿Ves?, ¿ves que podes dejar de mariconear y ponerte los lompas, Gordo? Yo te voy a hacer caso, claro que sí. Porque hay cosas en las que vos te manejas mejor que yo, y yo confío en voz, ¿viste? Siempre se puede llegar a un acuerdo, nomás hay que dejar de llorar. Todo sea por pasar un buen rato.

El Gordo le indica que le deje la bolsita y que pase al otro día por ahí. Marito lo mira con suspicacia pero mete la mano en el bolsillo y extrae un paquetito blanco. Primero lo bambolea frente a la mirada extasiada de su amigo y después lo aleja con saña. Tiene los ojos entrecerrados y una media sonrisa que destila peligro y amenaza. El Gordo no puede esperar a que le dé la bolsita y se vaya por donde vino.

—Sí, ya sé que la querés, pero yo no soy ningún boludo, papá. Te pensas que nací ayer, imbécil.

El Gordo cree que su amigo se está enojando por nada, que tiene que confiar en él. Aun así no dice nada, solo lo observa.

—Enojado por nada las pelotas, yo no soy ningún logi.

El Gordo quiere que su amigo confíe en él. No se la va a consumir toda antes de tiempo, lo promete.

—No vas a consumir nada, forro, ni siquiera la vas a abrir.

Es un hecho. El Gordo promete no usar nada, pero sí necesita abrir el paquete para esperar a Marito con todo preparado.

—¿Y por qué necesitas hacerlo antes que llegue?

Marito debería confiar en el Gordo.

—Pero ya me cagaste tantas veces, hermano… Siento que si me mando este moco voy a terminar con más agujeros que un mosquitero.

El Gordo muestra el fajo de dinero, abre la guantera y lo guarda ahí mismo. Quiere que su amigo sepa que no va a pasar nada, porque si pasa algo el único perjudicado va a ser él. Va a perder la confianza del taxista y no va a conseguir más.

—Muy inteligente, Gordo, hoy estás hecho una luz —dice Marito mientras tira la segunda colilla—. Está bien, mañana a las siete, ¿te parece?

Es mejor a las ocho y media de la noche, por ese entonces el lugar queda desierto.

***

Rogelio atraviesa el orfanato con los ojos achinados de tanta calabaza. Siempre tuvo un apetito voraz y hoy no fue la excepción. Antes comía mucho pan con manteca pero cuando las rodillas se le empezaron a vencer, dos años atrás, cuando tenía siete, las hermanas Betina y Florencia decidieron que era hora de armarle una dieta balanceada. No solo porque perfilaba a terminar con diabetes, sino también porque la gula es un pecado y Dios no quiere a los chicos que pecan a costa del placer del alimento.

Costó comprenderlo pero la mención constante del hambre en África y los chicos que mueren día a día por no tener qué comer terminó por convencerlo. A medias.

A veces, de todos modos, necesitaba escaparse a la cocina y robar un pedacito de pan, o galletitas de agua. La harina lo extasiaba y hasta sentía un placer nuevo cada vez que, mientras comía, se tocaba un poquito la zona que las hermanas y el padre Ernesto le habían dicho era pecaminosa.

También no paraba de ir al baño y sentía dolores horrorosos al momento de evacuar. Creía fehacientemente que el problema era la calabaza. Las monjas habían logrado trocar alimentos pero no cantidades, y Rogelio podía comer hasta un kilo de calabaza o zapallo en minutos. Considerando calorías, costos y el impacto en su salud, Florencia y Betina se dieron por satisfechas. “La escalera hacia Dios no tiene un solo peldaño, sor Betina”, le había dicho el padre Ernesto a la monja para calmarla. “Al menos, si es que va a comer con voracidad, comerá algo saludable”.

Pero su nueva dieta no dejaba de producirle un sueño inusitado, cosa que lo avergonzaba enormemente porque, luego de la cena, debía rendir cuentas frente al padre, confesarse y luego orar en penitencia por sus pecados. Si bien podía dar cuenta de su confesión, jamás lograba mantenerse despierto para la oración.

Rogelio toca la puerta del padre Ernesto y escucha un cuchicheo del otro lado. No pasa mucho tiempo antes que el cura abra la puerta y lo invite a pasar. El viejo tiene olor a jazmín y a queso.

—Buenas noches, Rogelio —lo saluda—. Te presento al obispo Mario Cárdenas, él está de visita en el orfanato. Quiere conocerlos a todos.

—Buenas noches, obispo —saluda Rogelio—. ¿Me tengo que confesar hoy, padre?

—Claro que sí. Te escuchamos.

Rogelio se sienta en un banquito de madera frente a los hombres de fe. El vientre del padre Ernesto está por explotar. El niño cree que es por eso que el cura lo quiere tanto, porque de seguro ambos tienen el mismo amor por la comida y pelean contra el pecado día a día.

—Perdóneme, Padre, pues he pecado.

—El señor es sabio y todo lo perdona, Rogelio.

—Hoy me metí en la cocina y agarré, sin permiso de sor Florencia, tres tostadas y dos galletitas dulces.

—¿Las comiste, hijo mío?

—Sí.

—Bueno, la gula es un pecado capital, y por su fuerza autodestructiva es menester que ores diez ave marías, veinte padrenuestros y quince veces la oración al ángel de la guarda.

—Lo voy a hacer, Padre —dice Rogelio mientras bosteza.

—Ahora, has de tomar un trago de la sangre de Nuestro Señor Jesucristo para que te acompañe y te proteja durante el sueño —dice el Padre Ernesto mientras le tiende un cáliz con vino sagrado.

Rogelio da un sorbo y devuelve la copa. Escasos segundos pasan hasta que sus ojos se cierran y cae sobre el piso alfombrado de la habitación.

Marito se asombra.

—¿Tan fácil es? —pregunta con admiración—. Gordo, sos un genio.

El Gordo asiente. No es tan fácil… el vino tiene que tener la cantidad y temperatura justas para reaccionar con el polvillo correctamente. Si la mezcla sale mal y no se la deja reposar lo suficiente, es posible que no surta efecto y provoque vómitos, ardores y hasta alucinaciones. Pero no los duerme.

—Esa mierda química te la dejo a vos, Gordo —dice Marito mientras se refriega la bragueta—. ¿Para cuantos pibes te sirve la bolsita que te di?

El Gordo hacer rendir esa bolsita durante todo un mes. Un pibe por noche.

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