La Tercera Variedad

Era una mañana cualquiera cuando me llamaron del departamento de recursos humanos. Con toda amabilidad me explicaron que la empresa estaba haciendo un recorte de personal y que después de mucho análisis habían concluido que tendrían que dejarme ir. Para demostrar su buena voluntad, dijeron, me liquidarían al cien por ciento, cosa que ya no se acostumbra en los actuales tiempos. Me darían cuatro cheques, uno cada quince días, los que deberían servirme hasta que encontrase un nuevo empleo.

Fue un golpe a traición, una zambullida en agua helada. ¿Por qué yo? Mi trabajo era necesario, me reía de las bromas de mi jefe, saludaba a todos mis compañeros, mis opiniones eran moderadas, era puntual, vestía saco y corbata, llevaba el pelo corto. Era buena bestia yo.

Al día siguiente, armado con un traje azul, corbata roja, el aviso oportuno y mi maletín de ejecutivo, inicié mi recorrido por las oficinas de reclutamiento de la ciudad, pero en todas partes se repitió la escena. "Muchas gracias, nosotros lo llamaremos"… Yo, que sacrifiqué mi juventud en las bibliotecas, que siempre vi a la universidad como a algo más que un centro de entrenamiento para oficinistas y técnicos de medio pelo… no era posible que no encontrase nada.

Sin embargo estaba tranquilo. Qué importaban unos cuantos rechazos. Tal vez lo que me sucedía no era sino la confirmación de que yo era un elegido, alguien predestinado para un objetivo superior. Para qué preocuparse, todavía me faltaba cobrar tres cheques. Más valía tomar aquello como unas vacaciones pagadas, las cosas terminarían por acomodarse en su justo sitio.

Entonces, antes de que pudiera descubrir cuál era ese objetivo superior para el que estaba yo predestinado, algo pasó.

Me invadió una sombra. Mi confianza se vino abajo. La desesperanza paralizó mis deseos, deshizo mi voluntad. Mis días se convirtieron en un vertedero de cerveza barata. Me perdí ante el televisor, sintiendo pena por mí mismo, lamentando mi suerte, el haber nacido pobre, mexicano y sin dios. Así, cada noche, y sin que pudiera evitarlo, me tiraba en cualquier rincón y metía la cabeza entre las rodillas hasta que el sueño me derrumbaba.

Una tarde en que salí a comprar cervezas, no recuerdo cómo ni por qué, terminé metido en la estética D'Ruby, propiedad de un travesti de nombre Rubén. Rubén llevaba el cabello color violeta, los ojos pintados de morado, y tenía los brazos más musculosos que he visto en mi vida. Mientras me cortaba el pelo me dijo, muy serio, que no había mejor manera de curar la tristeza que salir de compras y gastar en cosas superfluas, darse un lujo inútil. Era algo que reforzaba el amor propio. Me lo dijo así como si nada, como si yo no fuese una muestra viviente del fracaso de la civilización. Me lo dijo así, suavecito, como por accidente.

Darse un lujo para curar la tristeza, pensé. No era la primera vez que escuchaba semejante burrada, pero por alguna razón, quizá la seriedad con que me habló el travesti (al parecer sabía muy bien de lo que hablaba), o su look a lo Katy Perry en esteroides, no sé… Lo cierto es que en medio de la bruma etílica tuve un instante de lucidez: supe que no había futuro para mí, que nada habría de mejorar, que todo iría cuesta abajo a partir de ese momento y que no había manera de evitarlo.

Así que tomé una decisión: en cuanto recibiera el último cheque de mi liquidación saldría a la calle y gastaría el dinero como me viniese en gana. La tarjeta de crédito, que hasta el momento no había usado una sola vez, conocería sus límites. Después, cuando los fondos se hubieran agotado, volvería a casa y me volaría la tapa de los sesos.

No tardó en llegar el día del dichoso último cheque. Me levanté a las seis de la mañana, vestí mi mejor traje, mis mejores zapatos, me peiné con esmero, me perfumé y salí rumbo a mi ex oficina. La encargada de recursos humanos me saludó con un beso en la mejilla y me felicitó por mi buen aspecto, me entregó un papel azul con una cantidad de cuatro ceros y un par de firmas. En el banco cambié aquel papel por algunos billetes verdes y morados. Después desayuné en La casa de los azulejos. Tres huevos con tocino, una milanesa con su ración de papas, tres panes dulces, dos tazas de café, y una jarra de jugo de naranja. Tras dejar la propina salí de ahí satisfecho y pesado. La ciudad me pareció hermosa, digna de ser explorada. Caminé por 5 de mayo hasta Isabel la Católica y de ahí hasta Donceles. Detuve mi paseo en una tabaquería donde compré el habano más caro que pude encontrar, y quiso la suerte que el local de junto fuera una librería y que me detuviese a mirar su aparador.

Allí, en primer plano, estaba el libro. No era llamativo, no tenía tapas chillonas o ilustraciones pirotécnicas. Era un ejemplar discreto, de formato un poco más largo y menos ancho que el resto de los libros a su alrededor. La ilustración de la portada era el diagrama de una cabeza de autómata, el dibujo de una maquinaria delicada y compleja, producto de una geometría no euclidiana, como si hubiera sido diseñado por una civilización de otro mundo. Sin saber por qué, entré al local y pedí a la empleada de mostrador que me mostrase el libro. Lo primero que noté al recibirlo fue que si bien la edición era vieja el ejemplar estaba nuevo. El título era La segunda variedad, y el autor un tal Philip K. Dick. En la contraportada se decía que el libro incluía cinco de los mejores relatos de ciencia ficción de todos los tiempos. Lo cual me importó un soberano pito.

Si no se indica lo contrario, el contenido de esta página se ofrece bajo Creative Commons Attribution-ShareAlike 3.0 License