Las Cosas que Dejaron Atras

Las cosas de las que quiero hablarles ”las cosas que dejaron atrás” aparecieron en mi apartamento en agosto de 2002. Estoy seguro porque la mayoría de ellas las encontré no mucho después de ayudar a Paula Robeson con su aire acondicionado. La memoria necesita siempre un marcador, y ese es el mío. Ella era hija de un ilustrador de libros, era hermosa (diablos, muy hermosa), y su marido se dedicaba a la importación-exportación. Un hombre recuerda las ocasiones en las que realmente ha sido capaz de ayudar a una dama en apuros (incluso un hombre que insiste en asegurarte que ella está «muy casada») porque esas ocasiones son muy pocas. Aquellos días, los aspirantes a caballero andante no hacían más que empeorar las cosas.

Cuando regresé de uno de mis paseos vespertinos, ella se encontraba en el vestíbulo, y parecía agobiada. Le dije «Hola, ¿qué tal?», lo que uno suele decir a las personas con las que comparte edificio, y ella, en un tono tan exasperado y quejumbroso que hizo que me detuviera en seco, me preguntó por qué el supermercado estaba cerrado por vacaciones precisamente ese día. Le señalé que al igual que las jovencitas se deprimen, los supermercados cierran por vacaciones; además, tomarse tiempo libre en el mes de agosto era de lo más lógico. De ahí que durante el mes de agosto escasearan en Nueva York (y en París, mon ami) los psicoanalistas, los artistas modernos y los porteros de edificios.

Ella no sonrió. No estoy seguro de que pillara la referencia a Tim Robbins (la oblicuidad es la maldición de las clases de lectura). Respondió que quizá fuera cierto que agosto era un buen mes para cerrar y largarse al Cabo o a Fire Island, pero que su maldito apartamento estaba a punto de convertirse en una caldera y su maldito aire acondicionado no hacía más que soltar exabruptos. Le pregunté si quería que le echara un vistazo y recuerdo la mirada que me dedicó con sus ojos fríos y calculadores. Recuerdo que pensé que unos ojos como esos probablemente habrían visto demasiado. Y recuerdo que sonreí cuando me preguntó: «¿Es de fiar?». Me recordó aquella película, Lolita no (pensé en Lolita más tarde, a eso de las dos de la mañana), sino esa en la que Laurence Olivier le practica una improvisada intervención dental a Dustin Hoffman, que le pregunta una y otra vez: «¿Es de fiar?».

”Lo soy” le dije. ”Llevo cerca de un año sin atacar a ninguna mujer. Solía atacar a dos o tres todas las semanas, pero las reuniones me están ayudando mucho."

Fue una frivolidad, pero así era mi sentido del humor. Un humor veraniego. Ella me echó otra mirada, y luego sonrió. Me tendió la mano. «Paula Robeson», dijo. La mano que había tendido era la izquierda; no era lo habitual, pero era la mano en la que llevaba la alianza de oro. Probablemente lo hizo a propósito, ¿verdad? Aunque fue mucho más tarde cuando me habló de que su marido se dedicaba a la importación-exportación. Fue el día en que me llegó el turno de pedirle ayuda yo a ella.

En el ascensor le dije que no se hiciera demasiadas ilusiones. Aunque, si lo que quería era a alguien que le revelase las causas subyacentes de los Grandes Disturbios de la Ciudad de Nueva York, o que le contase unas cuantas anécdotas divertidas sobre la creación de la vacuna contra la viruela, o incluso que recitara algunas citas sobre las ramificaciones sociológicas del mando a distancia del televisor (el invento más importante de los últimos cincuenta años, en mi humilde opinión), yo era su hombre.

”¿Se dedica a la investigación, señor Staley?” preguntó mientras subíamos en el lento y ruidoso ascensor.

Admití que así era, aunque no añadí que era un trabajo bastante reciente. Tampoco le pedí que me llamara Scottâ, eso la hubiera vuelto a poner en guardia. Y desde luego tampoco le dije que estaba intentando olvidar todo lo que pude haber sabido alguna vez sobre los seguros rurales. No le dije que en realidad estaba intentando olvidar un montón de cosas, incluidas unas dos docenas de rostros.

Ya ven, estoy intentando olvidar pero aún recuerdo demasiado. Pienso que todos somos capaces de lograrlo cuando nos concentramos en ello (y en otras ocasiones, aunque con menos frecuencia, cuando no lo hacemos). Recuerdo incluso algo que dijo uno de esos novelistas sudamericanos, ya saben, a esos a los que llaman Realistas Mágicos. No recuerdo su nombre ”eso no es importante”, sino la cita: «Durante la infancia, nuestra primera victoria radica en apresar una parte del mundo, que por lo general resulta ser la mano de nuestra madre. Más tarde nos damos cuenta de que el mundo, y las cosas del mundo, nos apresan a nosotros, y que desde siempre nos han tenido apresados». ¿Borges? Podría ser Borges. O quizá García Márquez. Eso no lo recuerdo. Lo único que sé es que puse en marcha el aire acondicionado, y que cuando el aire frío empezó a salir por la rejilla, a ella se le iluminó la cara. También sé que es cierto que la percepción cambia a nuestro alrededor, y que las cosas a las que creíamos aferramos en realidad nos tienen aferrados. Tal vez seamos sus prisioneros ”Thoreau lo creía así”, pero nos mantienen en un lugar. Eso es lo que tenemos a cambio. Y a pesar de lo que Thoreau pensara, yo creo que el intercambio es justo. O lo pensaba entonces; ahora no estoy tan seguro.

Y sé que esas cosas sucedieron a finales de agosto de 2002, menos de un año después de que un pedazo de cielo se viniera abajo y que todo cambiara para todos nosotros.

Una tarde, casi una semana después de que sir Scott Staley se pusiera su armadura de Buen Samaritano y combatiera con éxito contra el temible aire acondicionado, caminé hasta el Staples de la calle Ochenta y tres para comprar una caja de discos Zip y una resma de papel. Le debía a un compañero una redacción de cuarenta páginas sobre el origen de la cámara Polaroid (algo mucho más interesante que cualquier historia que puedas imaginar). Cuando regresé a mi apartamento, encontré unas gafas de sol, con la montura roja y con unas lentes muy peculiares, sobre la mesilla donde guardo las facturas pendientes, los cheques, los avisos de impagos y cosas por el estilo. Reconocí las gafas al instante, y toda mi fuerza se desvaneció. No me desmayé, pero dejé caer al suelo las bolsas que llevaba y me apoyé en el marco de la puerta, intentando recuperar el aliento y sin poder dejar de mirar las gafas. Creo que si no hubiera tenido donde apoyarme me habría desvanecido como una dama en una novela victoriana, una de esas en las que el lascivo vampiro aparece al filo de la medianoche.

Dos sensaciones distintas pero relacionadas me embargaron. La primera fue la vergüenza horrible que uno siente cuando sabe que lo van a pillar haciendo algo que nunca podrá explicar. Recordé algo que me ocurrió ”o casi” cuando tenía dieciséis años.

Mi hermana y mi madre habían ido de compras a Portland, y se suponía que tendría la casa para mí durante toda la tarde. Me había tumbado en la cama, desnudo completamente, con unas bragas de mi hermana alrededor del pene. Esparcidas sobre la cama había fotografías que había recortado de revistas que encontré en el fondo del garaje, donde el anterior dueño había escondido las Penthouse y las Gallery. Oí que un coche subía por el camino de entrada. El ruido del motor era inconfundible; eran mi madre y mi hermana. Peg sufría algún tipo de gripe y vomitaba por la ventanilla. Habían llegado hasta Poland Springs cuando tuvieron que dar la vuelta.

Miré las fotografías desparramadas sobre la cama, la ropa tirada en el suelo y las bragas de rayón rosa en mi mano izquierda. Recuerdo que las fuerzas abandonaron mi cuerpo y que una terrible sensación de estar al borde del desmayo ocupó su lugar. Mi madre gritaba: «¡Scott, Scott, baja a echarme una mano con tu hermana! ¡Está enferma!», y recuerdo que pensé: «¿Qué importa? Me han pillado. Más vale que lo acepte. Me han pillado y esto es lo primero que recordarán cada vez que piensen en mí durante lo que me quede de vida: Scott, el artista de las pajas».

Pero en tales circunstancias se apodera de nosotros una especie de instinto de supervivencia. Eso es lo que me ocurrió. Podía rendirme, pero decidí no hacerlo sin antes haber intentado salvar la dignidad. Arrojé las fotos y las bragas debajo de la cama. Luego me vestí con movimientos torpes pero dedos diestros, sin dejar de pensar en ese viejo programa que solía ver en la televisión, Vence al reloj.

Recuerdo cómo mi madre tocó mi ruborizada mejilla cuando llegué abajo, y su mirada de preocupación.

”Puede que tú también te estés poniendo enfermo” dijo.

”Puede ser” contesté de muy buena gana. Hasta media hora más tarde no descubrí que había olvidado subirme la cremallera. Por suerte, ni mi madre ni Peg se dieron cuenta, porque en cualquier otra ocasión una de las dos o ambas me habrían preguntado si tenía licencia para vender perritos calientes (un comentario como ese se consideraba gracioso en la casa donde me crié). Pero aquel día una de ellas estaba demasiado enferma y la otra estaba demasiado preocupada para hacerse las graciosas. Así que me salvé.

Afortunado de mí.

Lo que siguió a la primera oleada emocional aquel día de agosto en mi apartamento fue mucho más simple: pensé que me estaba volviendo loco. Porque esas gafas no podían estar ahí. Por supuesto que no. Imposible.

Entonces levanté la vista y vi otra cosa que con toda seguridad no estaba en mi apartamento cuando fui a Staples media hora antes (y cerré la puerta al salir, como hacía siempre). Apoyado en la esquina entre la cocina y el salón había un bate de béisbol… Un Hillerich & Bradsby, según la etiqueta. Y a pesar de que no podía ver el otro lado, sabía de sobra lo que ponía allí: AJUSTADOR DE CUENTAS, grabado con un soldador y pintado de color azul marino.

Me atravesó otra sensación: una tercera oleada. Fue una especie de desmayo surrealista. No creo en los fantasmas, pero estoy seguro de que en aquel momento parecía que había visto uno.

Así era como me sentía. Sí, de verdad. Porque aquellas gafas de sol tenían que haber desaparecido¦ hacía mucho tiempo, como dicen los Dixie Chicks. El ajustador de cuentas de Ditto Cleve Farrell. («A mí el béisbol me sienta muy pero que muy bien», decía Cleve a veces, blandiendo el bate sobre su cabeza mientras se sentaba en su escritorio. «Los she-GUUU-ros me sientan muy pero que muy mal.»)

Hice lo único que se me ocurrió: coger las gafas de Sonja D’Amico y trotar hasta el ascensor con ellas; las llevaba con la mano extendida frente a mí, como si estuviera tocando algo asqueroso que me hubiese encontrado en el suelo de mi apartamento después de una semana de vacaciones; algún alimento en descomposición o el cadáver de un ratón envenenado. De repente recordé una conversación sobre Sonja que había tenido con un colega llamado Warren Anderson. Ella debía de tener el aspecto de estar pensando que no pasaba nada y que volvía para pedirle a alguien una Coca-Cola, pensé cuando Warren me contó lo que había visto. Eso había sido unas seis semanas después de que el cielo se viniera abajo, tomando unas copas en el Blarney Stone Pub de la Tercera Avenida. Después de brindar por no estar muertos.

Lo quieras o no, las cosas como esa se te quedan grabadas. Como una frase comercial o el ridículo estribillo de una canción pop que no puedes quitarte de la cabeza. Te levantas a las tres de la mañana, con ganas de echar una meada y, entonces, cuando estás de pie delante del váter agarrándote el pene y con la mente despierta solo un diez por ciento, aquello vuelve por ti: Como si pensara que no pasaba nada. No pasaba nada y volvía para pedir una Coca-Cola. En algún momento durante esa conversación, Warren me había preguntado si me acordaba de las gafas de sol tan divertidas que tenía Sonja, y yo le dije que sí. Claro que me acordaba.

Cuatro plantas más abajo, Pedro, el portero, conversaba con Rafe, un repartidor de la compañía FedEx, bajo la sombra que proyectaba el toldo. Pedro era muy estricto en cuanto al tiempo que los repartidores podían demorarse frente al edificio según sus propias normas no podían estar más de siete minutos; tenía un reloj de bolsillo para cronometrarlos y todos los polis duros de la ciudad eran sus colegas, pero se llevaba bastante bien con Rafe, y a menudo los dos se pasaban cerca de veinte minutos charlando como dos viejos neoyorquinos. ¿La política? ¿El béisbol? ¿El Evangelio según Henry David Thoreau? No lo sabía, y hasta aquel día no me había importado lo más mínimo. Estaban allí cuando subí con los materiales de oficina, y allí seguían cuando un Scott Staley mucho menos despreocupado volvió a bajar. Un Scott Staley que acababa de descubrir un pequeño pero perceptible agujero en la columna vertebral de la realidad. Aquellos dos seres me bastaban. Caminé hasta ellos y extendí la mano derecha, la de las gafas de sol, hacia Pedro.
—¿Cómo llamarías a esto? pregunté, sin molestarme en saludar, interrumpiéndolos.

Me dedicó una larga mirada que decía: «Me sorprende su rudeza, señor Staley, de verdad que me sorprende», luego miró mi mano. Durante un instante eterno no dijo nada, y una idea horrible se apoderó de mí: no veía nada porque no había nada que ver. Tan solo mi mano tendida, como si aquello fuera Turnabout Tuesday y estuviera esperando a que él me diera una propina a mí. Mi mano estaba vacía. Claro que sí, tenía que estarlo, porque las gafas de sol de Sonja D’Amico ya no existían. Las divertidas gafas de Sonja hacía tiempo que habían desaparecido. ”Lo llamaría «gafas de sol», señor Staley ”dijo Pedro al fin”. ¿De qué otra manera podría llamarlas? ¿O es que se trata de una pregunta trampa?

Rafe, el repartidor de FedEx, claramente más interesado, me las quitó. El alivio que experimenté al ver que las sostenía y las miraba (casi las estudiaba) fue como el que sientes cuando te rascan esa zona inalcanzable entre los hombros. Dio un paso para salir de la sombra del toldo y las alzó hacia la luz; un pequeño brillo destelló de las lentes con forma de corazón.

”Son como las que lleva la putita de la película porno de Jeremy Irons”dijo al fin.

Tuve que sonreír a pesar de mi angustia. En Nueva York, hasta los repartidores son críticos de cine. Es una de las cosas que me encantan de este sitio.
”Exacto, Lolita ”dije, recuperando las gafas”. Pero las gafas con forma de corazón aparecían en la versión que dirigió Stanley Kubrick. Por entonces Jeremy Irons no era más que un aficionado.

Aquello difícilmente tenía sentido (ni siquiera para mí), pero me importaba una mierda. Volvía a sentirme frivolo… pero no en el buen sentido. Esta vez no.

”¿Quién hizo de pervertido en esa película?” preguntó Rafe.

Negué con la cabeza.

”Que me aspen si consigo acordarme."

”Si me permite el comentario ”dijo Pedro”, está usted muy pálido, señor Staley. ¿Está enfermo? ¿La gripe, quizá?"

No, esa fue mi hermana, pensé decirle. El día que por veinte segundos no me pillaron masturbándome con sus bragas mientras miraba una fotografía de Miss Abril. Pero no me pillaron. Ese día no; y el 11-S tampoco. ¡Toma ya! ¡He vuelto a vencer al reloj! No podía hablar por Warren Anderson, quien en el Blarney Stone me contó que aquella mañana se paró en la tercera planta para hablar con un amigo sobre los Yankees. En todo caso, el que no me pillaran se había convertido en mi especialidad.
—Estoy bien —le dije a Pedro, y a pesar de que no era cierto, saber que yo no era el único que podía ver las divertidas gafas de Sonja y que realmente existían en el mundo, hizo que me sintiera mejor. Si las gafas de sol estaban en el mundo, probablemente también lo estuviera el bate Hillerich & Bradsby de Cleve Farrell.
—Esas gafas… ¿son las gafas? —preguntó Rafe de pronto en un tono respetuoso y cercano a la emoción—. ¿Las de la primera Lolita?
—No —dije, plegando las patillas de las gafas con forma de corazón, y mientras lo hacía, recordé el nombre de la chica que protagonizaba la versión de Kubrick: Sue Lyon. Seguía sin poder acordarme de quién interpretaba al pervertido—. Solo es una baratija.
—¿Tienen algo especial? —preguntó Rafe—. ¿Por eso vino corriendo?
—No lo sé —respondí—. Alguien las dejó dentro de mi apartamento.
Antes de que pudieran hacerme más preguntas, volví a subir y miré alrededor con la esperanza de que no hubiera nada más. Pero lo había. Además de las gafas de sol y el bate de béisbol con AJUSTADOR DE CUENTAS grabado en el lateral, vi la Hortera Almohada para Pedos de Howie’s, una caracola, un centavo de acero suspendido dentro de un cubo de metacrilato y una seta de cerámica (roja con vetas blancas) acompañada de una Alicia, también de cerámica, sentada encima. La Almohada para Pedos había pertenecido a Jimmy Eagleton y todos los años daba mucho juego en la fiesta de Navidad. La Alicia de cerámica había estado sobre el escritorio de Maureen Hannon; un regalo de su nieta, según me dijo una vez. Maureen tenía el pelo blanco más bonito que había visto nunca; lo llevaba largo, hasta la cintura. Pocas veces ves algo así en un ambiente de trabajo, pero hacía casi cuarenta años que trabajaba en la empresa y a todos les parecía que podía llevar el pelo como le diera la gana. También recordaba la caracola y el centavo de acero, pero no los situaba en los cubículos (o despachos) en los que ellos habían estado. Quizá consiguiera ubicarlos; quizá no. Había muchos cubículos (y despachos) en Light and Bell, Aseguradores.
La caracola, la seta y el cubo de metacrilato estaban apilados con pulcritud en la mesita del salón. La Almohada para Pedos estaba —y con bastante criterio, pensé— encima de la cisterna del baño, junto al último número del Spenck’s Rural Insurance.
Los seguros rurales eran mi especialidad; creo que eso ya lo había dicho. Conocía todos sus entresijos.
¿Cuáles eran los entresijos de todo aquello?
Creo que cuando te pasa algo malo y necesitas contárselo a alguien, el primer impulso de la mayoría de la gente es llamar a un miembro de la familia. Yo no podía considerar esa opción. Mi padre nos abandonó cuando yo tenía dos años y mi hermana cuatro. Mi madre, nada derrotista, nos crió y nos sacó adelante dirigiendo un centro de intercambio de información por correo desde casa. Creo que de hecho ella misma fundó ese negocio, y le permitió llevar una vida bastante decorosa (más tarde me dijo que el primer año pasó mucho miedo). Sin embargo, fumaba como una chimenea, y murió de cáncer de pulmón a los cuarenta y ocho años, seis u ocho años antes de que internet pudiera haberla convertido en una millonaria punto com.
Mi hermana Peg vivía en Cleveland, donde se había entregado a los cosméticos Mary Kay, los Indians y el cristianismo fundamentalista, aunque no necesariamente en ese orden. Si hubiera llamado a Peg y le hubiera dicho lo que había encontrado en mi apartamento, ella me habría aconsejado que me arrodillase y le rogara a Jesús que entrara en mi vida. Con razón o sin ella, no creía que Jesús pudiera ayudarme con aquel problema.
Mi familia venía equipada con el número estándar de tíos, tías y primos, pero la mayoría de ellos vivían al oeste de Mississippi, y hacía años que no los veía. Los Killian (la rama materna de la familia) nunca habían hecho piña. Una tarjeta para el cumpleaños y otra en Navidad bastaban para cubrir con las obligaciones familiares. Una tarjeta el día de San Valentín o el Domingo de Resurrección era un plus. Llamaba a mi hermana en Navidad, o ella me llamaba a mí, decíamos la típica tontería de «a ver si nos reunimos pronto» y luego colgábamos y sentíamos lo que yo suponía que era un alivio mutuo.
La siguiente opción, cuando tienes problemas, podía ser invitar a una copa a un buen amigo, explicarle la situación y luego pedirle consejo. Pero yo era un muchacho tímido que se había convertido en un hombre tímido, y en la investigación trabajaba solo (no porque yo lo prefiriese así); no tenía colegas que pudieran convertirse en mis amigos. Había hecho algunos amigos en mi trabajo anterior —Sonja y Cleve Farrell, por citar a dos de ellos—, pero, por supuesto, estaban muertos.
Llegué a la conclusión de que si uno no tiene un amigo con el que hablar, lo mejor que puede hacer es alquilar uno. Podía permitirme el lujo de un poco de terapia, y me pareció que unas cuantas sesiones en el diván de un psiquiatra (cuatro servirían) me bastarían para explicar lo que me estaba sucediendo y para expresar cómo me sentía. ¿Cuánto me costarían cuatro sesiones? ¿Seiscientos dólares? ¿Ochocientos? Parecía un precio justo a cambio de un poco de alivio. Pensé que tal vez recibiera un plus, puesto que un observador desinteresado sería capaz de hallar una explicación sencilla y razonable que a mí se me escapaba. En mi cabeza, la puerta cerrada con llave que separaba mi apartamento del mundo exterior enviaba la mayor parte de aquellas explicaciones, pero al fin y al cabo se trataba de mi cabeza; ¿acaso no era esa la cuestión? ¿Y quizá el problema?
Lo tenía todo planeado. En la primera sesión explicaría lo que había pasado. En la segunda describiría los objetos en cuestión: las gafas de sol, el cubo de metacrilato, la caracola, el bate de béisbol, la seta de cerámica, y la eternamente popular Almohada para Pedos. Un poco de enseña y habla, como en las clases de gramática. En las dos sesiones restantes, mi amigo alquilado y yo podríamos averiguar la causa de esta preocupante inclinación en el eje de mi vida y volver a poner las cosas en su sitio.
Pasar una tarde recorriendo las Páginas Amarillas y haciendo llamadas por teléfono bastó para demostrarme que la idea del psiquiatra, por muy buena que pareciese en teoría, era imposible. Lo más cerca que estuve de una cita fue la conversación con una secretaria que me comunicó que el doctor Jauss no podría atenderme hasta enero. Me confió, además, que habría que meter mi cita con calzador. Los demás no me dieron ninguna esperanza. Lo intenté con media docena de terapeutas de Newark y cuatro de White Plains, incluso con un hipnotizador de Queens, todos con idéntico resultado. Muhammad Atta y su Patrulla Suicida habían hecho mucho, mucho daño a la ciudad de Nueva York (por no mencionar a las agencias de se-GUUU-ros), pero tras esa infructuosa tarde enganchado al teléfono tuve claro que habían favorecido a la profesión, mucho más de lo que los propios psiquiatras podían desear. En el verano de 2002, si querías echarte en el diván de un profesional, tenías que marcar un número y esperar en línea.
Podía dormir con esas cosas dentro de mi apartamento, pero no dormía bien. Me susurraban. Permanecía despierto en la cama, a veces hasta las dos de la madrugada, pensando en Maureen Hannon, que creía haber llegado a una edad (por no hablar de su indispensabilidad) en la que podía llevar su pelo, increíblemente largo, como le diera la gana. O recordaba a las distintas personas que acudían a la fiesta de Navidad blandiendo la famosa Almohada para Pedos de Jimmy Eagleton. Era, como supongo que ya he dicho, la gran favorita cuando todos estaban a una o dos copas del año nuevo. Me acordaba de Bruce Masón preguntándome si no parecía una bolsa de suero para elfos —dijo «elfos»— y gracias a un proceso de asociación recordé que la caracola había sido suya. Claro. Bruce Masón, el Señor de las Moscas. Y un paso más allá en la cadena de asociación evoqué el nombre y el rostro de James Masón, que había interpretado a Humbert Humbert cuando Jeremy Irons era todavía un aficionado. La mente es un mono astuto; a veces agarra una banana, a veces no. Por eso había bajado la escalera con las gafas de sol, aunque en ese momento no era consciente de ningún proceso deductivo. Solo quería una confirmación. Un poema de George Seferis pregunta lo siguiente: ¿Son esas las voces de nuestros amigos muertos, o es solo el gramófono? A veces es una buena pregunta, y tienes que hacérsela a alguien. O… escuchen esto.
Una vez, a finales de los ochenta y cerca del final de un amargo romance con el alcohol que duró dos años, me desperté en medio de la noche en mi estudio, después de haberme dormido sobre el escritorio. Me arrastré hasta el dormitorio y, al alargar el brazo para encender la luz, vi a alguien moviéndose. Me vino la imagen (casi una certeza) de un ladrón yonqui con, en su mano temblorosa, una pistola barata del calibre 32 sacada de una casa de empeños; el corazón casi se me salió del pecho. Encendí la luz con una mano y con la otra tanteé la superficie de la cómoda en busca de algo pesado —cualquier cosa, incluso el marco de plata con la fotografía de mi madre me hubiera servido— y de pronto vi que el merodeador era yo. Estaba mirándome a mí mismo, con los ojos desorbitados, en el espejo del otro lado de la habitación, mi camisa a medio abrochar y el pelo levantado por detrás. Me enfadé conmigo mismo, pero también me sentí aliviado.
Quería que esto fuera como aquella vez. Quería que fuese el espejo, el gramófono, incluso alguien gastándome una broma de mal gusto (quizá alguien que sabía por qué no había ido a la oficina aquel día de septiembre). Pero sabía que no era ninguna de esas cosas. La Almohada para Pedos estaba allí, era la nueva huésped de mi apartamento. Podía recorrer con el pulgar las hebillas de los zapatos de cerámica de Alicia, deslizar el dedo hasta el cabello amarillo de cerámica. Podía leer la fecha en el centavo que había dentro del cubo de metacrilato.
Bruce Masón, alias el Hombre Caracola, alias el Señor de las Moscas, había llevado la enorme caracola rosa a una fiesta de la oficina en Jones Beach un mes de julio, y había soplado a través de ella para reunir a la gente en un divertido almuerzo compuesto por perritos calientes y hamburguesas. Luego intentó enseñarle a Freddy Lounds cómo soplar. Lo máximo que Freddy consiguió fue una serie de bocinazos fúnebres que sonaban como… bueno, como la Almohada para Pedos de Jimmy Eagleton. Y podría seguir dándole vueltas y vueltas. Al final, cada cadena de asociaciones forma un collar.
A finales de septiembre tuve una idea genial, de esas tan simples que uno no entiende cómo no se le ha ocurrido antes. ¿Por qué seguía conservando toda esa basura inoportuna? ¿Por qué no me deshacía de ella? No me las habían prestado; sus dueños no volverían en los próximos días para pedirme que se las devolviera. La última vez que había visto la cara de Cleve Farrell había sido en un póster, y el último póster lo habían arrancado en noviembre de 2001. El tácito sentimiento general era que esos homenajes caseros estaban espantando a los turistas, los cuales habían empezado a volver poco a poco a la Ciudad de la Diversión. La mayoría de los neoyorquinos pensaban que lo que había sucedido era terrible, pero América aún seguía ahí y Matthew Broderick protagonizaría Los productores durante mucho tiempo.
Aquella noche compré comida china en un local que me gustaba y que estaba a dos manzanas de mi casa. Mi plan consistía en sustituir mi cena habitual por la comida china mientras veía a Chuck Scarborough explicándome el mundo. Estaba encendiendo el televisor cuando se produjo la epifanía. No me habían prestado esos recuerdos inoportunos del último día en el que estuvimos seguros, y tampoco probaban nada. Habían cometido un crimen, sí —en eso el mundo estaba de acuerdo—, pero quienes lo habían perpetrado estaban muertos y quien los había enviado a aquella misión disparatada se había dado a la fuga. En el futuro quizá habría juicios, pero a Scott Staley no lo llamarían al estrado y la Almohada para Pedos de Jimmy Eagleton jamás sería marcada como Prueba A.
Dejé el pollo General Tso sobre el mostrador de la cocina, todavía con la tapadera sobre el plato de aluminio, cogí una bolsa de lavandería del estante situado encima de la lavadora, que rara vez usaba, metí dentro las cosas (alzándolas con facilidad, no podía creer lo ligeras que eran ni el tiempo que había dejado pasar hasta hacer algo tan simple), y bajé en el ascensor con la bolsa entre los pies. Caminé hasta la esquina de la Setenta y cinco con Park, miré alrededor para asegurarme de que nadie me miraba (Dios sabría por qué me sentía tan furtivo, pero así era), luego eché la basura en el contenedor. Mientras me alejaba miré una vez por encima de mi hombro. El mango del bate de béisbol asomaba imbatible del contenedor. No me cabía duda de que aparecería alguien y se lo llevaría. Probablemente incluso antes de que Chuck Scarborough diera paso a John Seigenthaler o quienquiera que se sentara aquella noche con Tom Brokaw.
De vuelta a mi apartamento, me detuve en el Fun Choy para comprar una ración de General Tso recién hecha.
—¿Antes no bueno? —preguntó Rose Ming desde la caja registradora. Habló con cierta preocupación—. Decir por qué.
—No, la otra ración estaba bien —dije—. Pero esta noche quiero dos.
Ella se rió como si aquello fuera lo más gracioso que había oído nunca, y yo también me reí. Fuerte. El tipo de risa que te deja aturdido. No recuerdo cuándo fue la última vez que me había reído así, tan fuerte y con tanta naturalidad. Desde luego, antes de que Light and Bell, Aseguradores, se desplomara sobre West Street.
Subí en el ascensor hasta mi planta y después recorrí los doce escalones que conectaban con el 4.° B. Me sentía como debe de sentirse alguien que está gravemente enfermo y de pronto se despierta un día, bañado con la sana luz de la mañana, y descubre que la fiebre ha desaparecido. Apreté la bolsa bajo mi brazo izquierdo (una maniobra incómoda pero posible en esa corta carrera) y luego abrí la puerta con la llave. Encendí la luz. Y allí, sobre la mesa donde siempre dejo las facturas pendientes de pago, los talones y los avisos de impagos, estaban las divertidas gafas de sol de Sonja D’Amico, con su montura roja y sus lentes con forma de corazón a lo Lolita. Sonja D’Amico, quien, según Warren Anderson (por lo que yo sabía, el único superviviente que también trabajaba en las oficinas de Light and Bell), había saltado desde la planta ciento diez del edificio siniestrado.
Él aseguraba que había visto una fotografía que la había captado mientras caía. Sonja, con las manos colocadas pudorosamente sobre la falda para cubrirse los muslos, con su pelo alzándose hacia el humo y el cielo azul de aquella mañana, con la punta de sus zapatos hacia abajo. Su descripción me hizo pensar en «Cayendo», el poema que James Dickey escribió sobre la azafata de vuelo que intenta dirigir su cuerpo, cayendo como una piedra, hacia el agua, como si pudiera salir a la superficie sonriendo, sacudirse las gotas de agua del pelo y pedir una Coca-Cola.
—Vomité —me dijo Warren aquel día en el Blarney Stone—. No quiero volver a ver una foto como esa, Scott, aunque sé que jamás podré olvidarla. Se le veía la cara, y diría que ella creía que al final… sí, que al final todo acabaría bien.
Desde que soy adulto jamás he gritado, pero estuve en un tris de hacerlo cuando pasé la mirada desde las gafas de sol de Sonja al AJUSTADOR DE CUENTAS de Cleve Farrell, apoyado despreocupadamente en el rincón, junto a la puerta del salón. Una parte de mi mente debió de recordar que la puerta del recibidor seguía abierta y que si gritaba los vecinos del cuarto piso me oirían. Y entonces, como suele decirse, tendría que dar algunas explicaciones.
Ahogué el grito tapándome la boca con una mano. La bolsa que contenía el pollo General Tso cayó sobre el suelo de parquet y su contenido se desparramó. Apenas pude mirar el desastre resultante. Esos trozos oscuros de carne cocida podían haber sido cualquier cosa.
Me dejé caer en la única silla que había en el recibidor y apoyé la cabeza en las manos. No grité, no lloré, y un rato después fui capaz de limpiar todo aquel desorden. Mi mente seguía intentando dirigirse hacia las cosas que habían regresado desde la esquina de la Setenta y cinco con Park, pero no se lo permití. Cada vez que intentaba abalanzarse en aquella dirección, yo tiraba de la correa y la traía de vuelta.
Esa noche, ya en la cama, escuché las conversaciones. Primero hablaban los objetos (en voz baja), y luego respondían (en voz ligeramente más alta) las personas a las que habían pertenecido. A veces hablaban sobre el picnic en Jones Beach…; el olor a coco de la crema bronceadora y Lou Bega cantando «Mambo N.° 5» una y otra vez en el equipo de música de Misha Bryzinski. O hablaban de los frisbees que surcaban el cielo mientras los perseguían los perros. A veces discutían sobre los niños que jugaban en la arena mojada sentados sobre sus pantalones cortos y con el bañador medio caído. Las madres, con trajes de baño elegidos en el catálogo de Land’s End, paseaban a su lado con la nariz cubierta de crema blanca. ¿Cuántos de esos crios habían perdido aquel día a una madre protectora o a un padre lanzador de frisbees? Tío, ese es un problema de matemáticas que no quiero resolver. Pero las voces que oía en mi apartamento sí querían. Lo hacían una y otra vez.
Recordé a Bruce Masón soplando su caracola y proclamándose a sí mismo el Señor de las Moscas. Recordé aquella vez que Maureen Hannon me dijo (esa charla no fue en Jones Beach) que Alicia en el País de las Maravillas era la primera novela psicodélica. A Jimmy Eagleton contándome una tarde que su hijo tenía problemas de aprendizaje y además tartamudeaba, dos al precio de uno, y que si quería acabar el instituto en un futuro previsible tendría que recibir clases particulares de matemáticas y de francés. «A ser posible, antes de que cumpla los requisitos para pedir el descuentos en los libros de texto a esa asociación que atiende a los mayores de cincuenta años», había dicho Jimmy con ironía. Sus mejillas se veían pálidas y mal afeitadas bajo la luz matutina, como si esa mañana la cuchilla no hubiera estado bien afilada.
Estaba durmiendo a la deriva cuando ese último sueño me despertó con un sobresalto, pues me di cuenta de que aquella conversación había tenido lugar no mucho antes del 11-S. Quizá solo unos días antes. Quizá el viernes anterior, la última vez que había visto a Jimmy con vida. Y en cuanto al niño tartamudo y con problemas de aprendizaje… ¿se llamaba Jeremy, como Jeremy Irons? Seguramente no, seguramente eso era cosa de mi imaginación (a veces agarra una banana) haciendo de las suyas, pero, por Dios, era algo muy parecido. Quizá Jason. O Justin. A esas horas de la noche todo se agranda, y recuerdo que pensé que si el nombre del niño resultaba ser Jeremy, probablemente me volvería loco. La gota que colmaba el vaso, baby.
A eso de las tres de la madrugada recordé a quién había pertenecido el cubo de metacrilato con el centavo de acero dentro: Roland Abelson, de Responsabilidad Civil. El lo llamaba su fondo para la jubilación. Roland solía decir: «Lucy, nos debes algunas explicaciones». Una noche, en el otoño de 2001, vi a su viuda en las noticias de las seis. Había conversado con ella en uno de los picnics de la empresa (muy probablemente en Jones Beach), y me había parecido muy bonita, pero la viudez había pulido esa belleza, la había reducido a una hermosura austera. En las noticias ella seguía refiriéndose a su marido como «desaparecido». No era capaz de decir «muerto». Y si estaba vivo —y regresaba—, tendría que dar algunas explicaciones. Claro. Pero, por supuesto, ella también las daría. Una mujer que ha pasado de bonita a hermosa por culpa de un asesinato en masa sin duda tendría que dar algunas explicaciones.
Estar tumbado en la cama pensando en todo eso —recordando las olas que rompían en la playa de Jones Beach y los frisbees que volaban por el cielo— me llenó de una profunda tristeza que finalmente desembocó en llanto. Pero debo admitir que aprendí de esa experiencia. Aquella noche comprendí que esas cosas —incluso las más pequeñas, como un centavo en un cubo de metacrilato— pueden volverse más pesadas a medida que pasa el tiempo. Pero como es un peso mental, no existe ninguna fórmula matemática para calcularlo, como las que puedes encontrar en los libros azules de las compañías de seguros, donde el precio de la póliza de tu seguro de vida aumenta x si eres fumador y la cobertura de tus campos de cultivo aumenta y si tu granja está en una zona de tornados. ¿Entienden lo que quiero decir?
Es un peso mental.
A la mañana siguiente volví a reunir todos los objetos, y encontré un séptimo debajo del sofá. El tipo del cubículo que estaba al lado del mío, Misha Bryzinski, tenía un par de muñecos de Punch y Judy sobre su escritorio. Punch era el que estaba debajo de mi sofá. Judy parecía no estar por allí, pero con Punch tenía más que suficiente. Esos ojos negros, que me miraban fijamente entre pelusillas espectrales, me produjeron una terrible sensación de desmayo. Saqué el muñeco de ahí debajo y odié las rayas que dibujó en el polvo. Una cosa que deja una estela es una cosa real, una cosa con peso. Ante eso no hay objeciones posibles.
Metí a Punch y todos los otros cachivaches en el armarito de la cocina, y ahí se quedaron. Al principio no estaba seguro de que lo hicieran, pero sí.
Mi madre me dijo una vez que si un hombre se limpiara el culo y descubriera sangre en el papel higiénico, su reacción sería cagar en la oscuridad durante los treinta días siguientes y esperar lo mejor. Solía usar este ejemplo para ilustrar su creencia de que la piedra angular de la filosofía masculina era: «Si haces como que no lo ves, quizá desaparezca».
Pasé de las cosas que había encontrado en mi apartamento, esperé lo mejor, y de hecho la situación mejoró un poco. Raras veces oía aquellas voces susurrando desde el armarito de la cocina (excepto a altas horas de la noche), aunque cada día estaba más dispuesto a realizar mis tareas de investigación fuera de casa. A mediados de noviembre pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca pública de Nueva York. Estoy seguro de que las estatuas de los leones terminaron hartas de verme por allí con mi PowerBook.
Entonces, un día, poco antes de Acción de Gracias, salía de mi edificio cuando me encontré a Paula Robeson, la dama en apuros a la que había rescatado con tan solo pulsar el botón de reinicio del aire acondicionado.
Sin ninguna premeditación en absoluto —si hubiera tenido tiempo de pensar en ello, estoy convencido de que no le habría dicho una palabra—, le pregunté si podía invitarla a comer y contarle algo.
—El hecho es —dije— que tengo un problema. Quizá usted pueda pulsar mi botón de reinicio.
Estábamos en el vestíbulo. Pedro, el portero, estaba sentado en un rincón leyendo el Post (y escuchando cada palabra, de eso estaba seguro…; para Pedro, sus inquilinos eran el melodrama más interesante del mundo). Ella me dedicó una sonrisa agradable y nerviosa.
—Supongo que le debo una —dijo—, pero… usted sabe que estoy casada, ¿verdad?
—Sí —respondí, no añadí que me había tendido la mano equivocada para que me fuera imposible no ver la alianza.
Ella asintió.
—Claro, debe de habernos visto juntos al menos un par de veces, pero él estaba en Europa cuando tuve aquellos problemas con el aire acondicionado, y ahora también está en Europa. Se llama Edward. Los últimos dos años ha estado más tiempo en Europa que aquí pero, aunque eso no me guste, sigo estando muy casada. —Entonces, como si fuera algo que se le hubiera ocurrido de repente, añadió—: Edward se dedica a la importación-exportación.
Yo me dedicaba a los seguros, pero un día la compañía saltó por los aires, pensé decirle. Al final me las arreglé para contestar algo un poco más sensato.
—No quiero una cita, señora Robeson. —No más de lo que deseaba tutearla, y ¿acaso vi un destello de decepción en sus ojos? Por Dios, eso me pareció. Pero en todo caso la convencí. Seguía siendo de fiar.
Colocó las manos en las caderas y me miró con falsa exasperación. O quizá no tan falsa. —Entonces, ¿qué quiere?
—Tan solo alguien con quien hablar. He intentado acudir a varios psiquiatras, pero todos están… ocupados. —¿Todos?
—Eso parece.
—Si tiene problemas con su vida sexual o siente la necesidad imperiosa de recorrer la ciudad asesinando a hombres con turbante, no quiero saber nada al respecto.
—No tiene nada que ver con eso. Ni siquiera se ruborizará, se lo prometo. —Lo que no era lo mismo que decir «Le prometo que no se asustará» o «No pensará que estoy loco»—. Solo un almuerzo y un pequeño consejo, eso es todo lo que le pido. ¿Qué dice?
Me sorprendió —casi me fascinó— lo bien que me salió. Si hubiera planeado la conversación, casi seguro que lo habría echado todo a perder. Supongo que ella sentía curiosidad, y sin duda percibió la sinceridad en mi voz. Debió de dar por hecho que si yo fuera el típico ligón, habría intentado ligármela aquel día de agosto, cuando estuvimos a solas en su apartamento mientras el evasivo Edward estaba en Francia o en Alemania. Me pregunté cuánta desesperación había visto en mi cara.
En cualquier caso, accedió a almorzar conmigo el viernes en el Donald’s Grill que había al final de la calle. Es probable que el Donald’s sea el restaurante menos romántico de todo Manhattan; buena comida, luces fluorescentes, camareros que mostraban a las claras su deseo de que te dieras prisa. Accedió con el aire de una mujer que salda una deuda atrasada que había estado a punto de olvidar. No era lo que se dice muy halagador, pero a mí me bastó. Dijo que a las doce le parecía bien. Y que si quedábamos en el vestíbulo podríamos ir juntos a pie. Yo le contesté que a mí también me parecía bien.
Aquella noche fue buena. Me quedé dormido casi de inmediato, y no soñé con Sonja cayendo del edificio en llamas con las manos en los muslos, como la azafata que caía apuntando al agua.
Al día siguiente, mientras recorríamos la calle Ochenta y seis, le pregunté a Paula dónde estaba cuando se enteró de la noticia.
—En San Francisco —contestó—. Dormía en la suite del hotel Wradling junto a Edward, que seguramente estaría roncando como siempre. Yo iba a volver aquí el 12 de septiembre y Edward se marcharía a unas reuniones que tenía en Los Ángeles. La gerencia del hotel hizo sonar la alarma de incendios. —Debió de asustarse mucho.
—Mucho, aunque lo primero que pensé no fue en un incendio sino en un terremoto. Luego una voz sonó por los altavoces indicándonos que en el hotel no había ningún incendio, pero que en la ciudad de Nueva York había uno monstruoso.
—Jesús.
—Enterarme así, en la cama, en una habitación extraña… oír esa voz que salía del techo como si fuera la voz de Dios… —Movió la cabeza. Apretaba tanto los labios que el color del lápiz de labios casi había desaparecido—. Fue espantoso. Entiendo la urgencia por dar inmediatamente semejante noticia, pero aún no he podido perdonar del todo que lo hicieran de ese modo. No creo que vuelva por allí.
—¿Asistió su marido a sus reuniones?
—Las cancelaron. Supongo que aquel día se cancelaron muchas reuniones. Nos quedamos en la cama con el televisor encendido, intentando asimilar lo que sucedía, hasta que el sol subió. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Sí.
—Estuvimos hablando de las personas que conocíamos y que podrían estar allí. Supongo que no fuimos los únicos que lo hicimos.
—¿Había alguien?
—Un broker de Shearson Lehman y el subdirector de la librería Borders que había en el centro comercial —dijo—. Uno de ellos está bien. El otro… bueno, ya sabe, el otro no está. ¿Y usted?
Después de todo, no tendría que dar muchos rodeos. Ni siquiera habíamos llegado al restaurante y ahí estaba.
—Yo tenía que estar allí —dije—. Tendría que haber estado. Trabajaba en una compañía de seguros del piso ciento diez.
Ella se paró en seco en la acera, mirándome con los ojos muy abiertos. Supongo que a la gente que nos tuvo que esquivar le pareceríamos amantes.
—¡Scott, no!
—Scott, sí —dije.
Y por fin le conté a alguien cómo me desperté aquel 11 de septiembre, esperando hacer todas las cosas que normalmente hacía un día entre semana, desde preparar una taza de café mientras me afeitaba hasta la taza de chocolate que me bebía mientras miraba los titulares de las noticias de medianoche del canal 13. Un día como cualquier otro, eso es lo que tenía en la cabeza. Creo que eso es lo que los estadounidenses consideran sus derechos. Pues bien, adivinen qué. ¡Eso es un avión! ¡Volando hacia un lado del rascacielos! Ja, ja, gilipollas, es una broma, y medio maldito mundo se está riendo.
Le dije que me asomé por la ventana de mi apartamento y que el cielo estaba perfectamente claro a las siete de la mañana, de un azul tan profundo que casi esperaba distinguir las estrellas al otro lado. Después le hablé de la voz. Creo que todo el mundo tiene varias voces en la cabeza y que las utilizamos. Cuando tenía dieciséis años, una de las mías me sugirió que me masturbara con las bragas de mi hermana. Debe de tener mil pares, seguro que no las echará en falta, había opinado la voz. (A Paula Robeson no le conté esta particular aventura adolescente.) La denominé la voz de la irresponsabilidad máxima, más conocida como el señor Vamos, Toma Nota.
—¿Señor Vamos, Toma Nota?
—En honor a James Brown, el rey del soul.
—Si usted lo dice…
El señor Vamos, Toma Nota me hablaba cada vez menos, especialmente después de que dejé de beber, pero aquel día salió de su letargo el tiempo suficiente para pronunciar una docena de palabras que me cambiaron la vida. Me la salvaron.
Las primeras siete (ahí estaba yo, sentado en el borde de la cama) fueron: ¡Vamos, llama y di que estás enfermo! Las siete siguientes (yo caminaba con paso lento y pesado hacia la ducha, rascándome el trasero mientras avanzaba) fueron: ¡Vamos, pasa el día en Central Park! No había ninguna premonición en aquello. Era claramente la voz del señor Vamos, Toma Nota; no la de Dios. Era tan solo una versión de mi propia voz (todas lo son) diciéndome, en otras palabras, que hiciera novillos. ¡Haz alguna gamberrada, por Dios! La última vez que recordaba haber escuchado esa versión de mi voz había sido en un concurso de karaoke en un bar de Amsterdam Avenue: ¡Vamos, canta con Neil Diamond, idiota! ¡Sube al escenario y enséñales lo malo que eres!
—Supongo que sé a qué se refiere —dijo ella, esbozando una sonrisa.
—¿Sí?
—Bueno… en una ocasión me quité la camisa en un bar de Key West y gané diez dólares bailando «Honky Tonk Women». —Hizo una pausa—. Edward no lo sabe, y si se lo cuenta, me veré obligada a clavarle en el ojo el broche de su corbata.
—Vamos… menuda caña, tía —dije, y su sonrisa se volvió más nostálgica. Durante un instante pareció más joven. Pensé que aquello podía funcionar.
Entramos en Donald’s. En la puerta había un pavo de cartón piedra y peregrinos de cartón piedra en la pared de azulejos verdes sobre la mesa de vapor.
—Escuché al señor Vamos, Toma Nota y aquí estoy —dije—. Pero hay otras cosas, y en eso él no puede ayudarme. Cosas de las que parece que no puedo deshacerme. Y de eso es de lo que quiero hablarle.
—Permita que insista en que no soy psiquiatra —dijo ella, con algo más de impaciencia. La sonrisa había desaparecido—. Mi especialidad es la historia alemana y un poco de la historia general europea.
Usted y su marido deben de tener mucho de qué hablar, pensé. Pero lo que dije en voz alta fue que no la necesitaba a ella en particular, sino que solo necesitaba a alguien.
—De acuerdo. Solo quería que lo supiera.
El camarero anotó nuestras bebidas, un descafeinado para ella, un café solo para mí. En cuanto el camarero se alejó, Paula preguntó a qué cosas me refería exactamente.
—Esta es una de ellas. —Saqué del bolsillo el cubo de metacrilato con el centavo de acero suspendido en su interior y lo dejé encima de la mesa. Luego le hablé de los otros objetos, y de las personas a las que habían pertenecido. Cleve «a mí el béisbol me sienta muy pero que muy bien» Farrell. Maureen Hannon, que llevaba el pelo largo hasta la cintura como señal de que era una persona indispensable en la emrpesa. Jimmy Eagleton, que tenía una intuición infalible para detectar demandas por accidentes falsos, un hijo con problemas de aprendizaje y una Almohada para Pedos que se guardaba todos los años en el cajón de su escritorio hasta que llegaba la fiesta de Navidad. Sonja D’Amico, la mejor contable de Light and Bell, cuyas gafas de Lolita se las había regalado su primer marido cuando se divorciaron. Bruce «El Señor de las Moscas» Masón, que siempre aparecía en mis recuerdos sin camisa, soplando la caracola en Jones Beach mientras las olas rompían en sus pies desnudos. Por último, Misha Bryzinski, a quien había acompañado al menos una docena de veces a ver a los Mets. Le conté a Paula cómo había tirado todos los objetos, excepto el muñeco Punch, en el contenedor de la esquina de la Setenta y cinco con Park, y que habían reaparecido en mi apartamento, posiblemente porque me detuve a comprar una segunda ración de pollo General Tso. Durante toda mi disertación, el cubo de metacrilato permaneció entre nosotros encima de la mesa. A pesar de su severo perfil, nos las arreglamos para comer algo.
Cuando terminé de hablar me sentía mejor de lo que me había atrevido a esperar. Pero el silencio al otro lado de la mesa me pareció terriblemente pesado.
—Bueno —dije para romperlo—, ¿qué opina?
Le llevó un rato considerarlo, y no la culpé.
—Opino que ya no somos dos extraños —dijo al fin—, y nunca viene mal hacer un nuevo amigo. Opino que me alegro de haber conocido al señor Vamos, Toma Nota, y me alegro de haberte contado lo que yo hice.
—Yo también.
Y era cierto.
—¿Puedo hacerte dos preguntas? —Por supuesto.
—¿Cuánto has sufrido eso que llaman «la culpa del superviviente»?
—Pensaba que habías dicho que no eras psiquiatra.
—Y no lo soy, pero he leído muchas revistas e incluso suelo ver el programa de Oprah. Eso sí lo sabe mi marido, aunque preferiría no meterlo en esto. Así que… ¿cuánto, Scott?
Reflexioné. Era una buena pregunta, y, por supuesto, me la había hecho a mí mismo en más de una ocasión en esas noches de insomnio.
—Bastante —dije—. Pero también siento mucho alivio, no voy a negarlo. Si el señor Vamos, Toma Nota fuera una persona real, no le permitiría que pagara la cuenta de ningún restaurante. Al menos cuando estuviera conmigo. —Hice una pausa—. ¿Te sorprende?
Ella se reclinó sobre la mesa y me rozó la mano.
—Lo más mínimo.
Escucharla decir eso hizo que me sintiera un poco mejor de lo que había pensado. Le di un ligero apretón y luego la solté. —¿Cuál es la otra pregunta?
—¿Es muy importante para ti que crea esa historia de los objetos que regresan solos?
Pensé que esa era una pregunta excelente, aun teniendo en cuenta que el cubo de metacrilato estaba allí encima, junto al azucarero. Al fin y al cabo, esos objetos no eran particularmente extraños. Y pensé que si ella se hubiese especializado en psicología en lugar de en historia alemana, probablemente lo habría hecho igual de bien.
—No tanto como pensaba hace una hora —contesté—. El simple hecho de contarlo me ha servido de gran ayuda.
Ella asintió y sonrió.
—Bien. Pues esto es lo que opino: alguien se está divirtiendo a tu costa. Alguien muy poco amable. —Me están tomando el pelo —dije.
Traté de ocultarlo, pero pocas veces me había sentido tan decepcionado. Quizá era la capa de escepticismo que envuelve a las personas en ciertas circunstancias, para protegerlas. O quizá (probablemente) yo no había logrado transmitir mi convicción de que aquello estaba… ocurriendo de verdad. Que aún estaba ocurriendo. Como las avalanchas.
—Te están tomando el pelo —convino, y luego dijo—: pero tú no crees que sea eso.
Más puntos por percepción. Asentí con la cabeza.
—Cerré con llave al salir, y la puerta seguía cerrada cuando volví de Staples. Oí el mecanismo de la cerradura al girar. Hace ruido. Es imposible no oírlo.
—Pero aun así… la culpa del superviviente es algo muy extraño. Y, según dicen las revistas, tiene mucha fuerza.
—Esto… —Esto no es la culpa del superviviente, estuve a punto de decir, pero no era buena idea. Tenía la posibilidad de hacer una nueva amiga, y tener una nueva amiga sería genial independientemente de cómo acabara todo aquel asunto. Así que rectifiqué—. No creo que esto sea la culpa del superviviente. —Señalé el cubo de metacrilato—. Está ahí, ¿verdad? Como las gafas de sol de Sonja. Lo estás viendo. Yo también lo veo. Supongo que podría haberlo comprado yo, pero… —Me encogí de hombros, tratando de comunicar lo que sin duda ambos sabíamos: cualquier cosa es posible.
—No creo que lo hayas comprado. Pero tampoco puedo aceptar la idea de que se haya abierto una trampilla entre la realidad y la dimensión desconocida y que esas cosas la hayan atravesado.
Sí, ese era el problema. Paula descartaba por completo la idea de que el cubo transparente y los otros objetos que habían aparecido en mi apartamento tuvieran un origen sobrenatural, por mucho que los hechos pudieran indicar lo contrario. Debía decidir si discutir aquel punto era más importante que hacer una amiga.
Decidí que no.
—De acuerdo —dije. Miré al camarero e hice el gesto de pedir la nota—. Acepto tu incapacidad para aceptarlo. —¿Sí? —preguntó ella, mirándome con atención. —Sí. —Y pensé que era verdad—. Si podemos tomarnos un café de vez en cuando, claro. O simplemente saludarnos en el vestíbulo.
—Por supuesto.
Pero me pareció que estaba ausente, no del todo en la conversación. Estaba mirando el cubo de metacrilato con el centavo de acero en su interior. Luego levantó la vista y me miró a mí. Casi pude ver como una bombilla se encendía sobre su cabeza, como en los dibujos animados. Extendió el brazo y cogió el cubo. Jamás sería capaz de expresar el terror tan intenso que sentí cuando hizo eso, pero ¿qué podía decirle? Éramos neoyorquinos en un local limpio y bien iluminado. Por su parte, ella ya había establecido las reglas del juego y excluido con firmeza lo sobrenatural. Lo sobrenatural quedaba fuera de los límites. Todo lo demás sería volver al principio.
Y había una luz en los ojos de Paula. Una luz que sugería que la señora Vamos, Toma Nota estaba en casa, y sé, por experiencia personal, que es muy difícil resistirse a esa voz.
—Regálamelo —propuso ella, sonriendo directamente a mis ojos. Cuando hizo eso vi (por primera vez, la verdad) que era tan sexy como bonita.
—¿Por qué?
Como si no lo supiera.
—Considéralo mis honorarios por escuchar tu historia. —No sé si es buena…
—Lo es —dijo. Ella estaba sucumbiendo a su propia inspiración, y cuando la gente hace eso, raramente acepta un no por respuesta—. Es una idea estupenda. Me aseguraré de que al menos esta pieza de coleccionismo no regrese a tu casa meneando el rabo alegremente. Tenemos una caja fuerte en el apartamento.
Hizo una pantomima encantadora: cerró la puerta de la caja fuerte, giró la combinación y tiró la llave por encima del hombro.
—De acuerdo —accedí—. Te lo regalo.
Experimenté algo que bien podría ser alegría espiritual. Llámenlo la voz del señor Vamos, Lo Lograrás. Al parecer, haberme quitado aquel peso de encima no era suficiente. Ella no me había creído, y al menos una parte de mí quería que me creyesen y le molestaba que Paula no lo hiciera. Esa parte de mí sabía que permitir que se llevara el cubo de metacrilato era una idea muy mala, pero al mismo tiempo se alegró al ver que guardaba el cubo en el bolso.
—Ya está —dijo ella con vivacidad—. Mamá, di adiós, que todos se vayan. Quizá, si esto no ha vuelto dentro de una semana (o dos, supongo que eso depende de lo testarudo que sea tu subconsciente), podrás empezar a deshacerte del resto de las cosas.
Para mí, esa frase fue el verdadero regalo de aquel día, aunque entonces yo aún no lo sabía.
—Quizá —dije, y sonreí. Una enorme sonrisa para mi nueva amiga. Una enorme sonrisa para la mamá bonita. Y entretanto pensaba: Lo entenderás.
Vamos.
Y lo hizo.
Tres días después, mientras estaba viendo a Chuck Scarborough explicar las últimas penurias de la ciudad en las noticias de las seis, sonó el timbre de la puerta. Como no esperaba visita, supuse que sería el correo, incluso podría ser Rafe con algo de la FedEx. Abrí la puerta y ahí estaba Paula Robeson.
No era la misma mujer con la que había almorzado. A esta versión de Paula Robeson podríamos llamarla señora Vamos, Qué Quimioterapia Más Horrible. Tenía los labios pintados pero no estaba maquillada, y su tez mostraba un enfermizo tono amarillo blancuzco. Bajo los ojos tenía unos arcos oscuros de color púrpura. Si se había peinado antes de bajar del quinto piso, no le había quedado muy bien. El pelo parecía paja y se le encrespaba a ambos lados de la cabeza como en las tiras cómicas de los periódicos; en otras circunstancias me habría parecido gracioso. Sostenía el cubo de metacrilato frente a su pecho, lo que me permitió advertir que las bien cuidadas uñas de esa mano habían desaparecido. Se las había comido, hasta la raíz. Y lo primero que pensé, que Dios me ayude, fue: Sí, ya lo ha entendido.
Avanzó esa mano hacia mí. —Quédatelo —dijo. Lo cogí sin decir nada.
—Se llamaba Roland Abelson —dijo—. ¿Verdad? —Sí.
—Era pelirrojo. —Sí.
—No estaba casado pero pagaba la manutención de un hijo a una mujer de Rahway.
Eso no lo sabía —pensé que no debía de saberlo nadie de Light and Bell— pero asentí con la cabeza, y no solo para que continuara hablando. Estaba seguro de que tenía razón.
—¿Cómo se llamaba, Paula?
No sabía por qué se lo preguntaba, solo sabía que tenía que saberlo.
—Tonya Gregson.
Era como si estuviera en trance. Noté algo en sus ojos, algo tan terrible que me costó seguir mirándola. No obstante, almacené el nombre en mi cabeza. Tonya Gregson, Rahway. Y luego, como hacen algunos tipos en los inventarios: Un cubo de metacrilato con un centavo dentro.
—Intentó protegerse bajo su escritorio, ¿lo sabías? No, ya veo que no. Le ardía el pelo y lloraba. Porque en ese momento entendió que nunca iba a tener un catamarán y que no volvería a cortar el césped de su jardín. —Alargó una mano y la puso sobre mi mejilla, un gesto tan íntimo que habría sido impúdico de no haber tenido la mano tan fría—. Y habría dado hasta el último centavo y cada una de sus acciones bursátiles a cambio de poder volver a cortar el césped. ¿Me crees?
—Sí.
—Los gritos llenaban el edificio, él podía oler el combustible del avión, y comprendió que había llegado su hora. ¿Lo entiendes? ¿Entiendes la enormidad que hay en eso?
Asentí. No podía hablar. Aunque me hubieran puesto una pistola en la cabeza no habría sido capaz de articular palabra.
—Los políticos hablan de conmemoraciones y coraje, guerras para acabar con el terrorismo, pero una cabeza con el pelo ardiendo es apolítica. —Mostró los dientes en una mueca indescriptible. Un instante más tarde había desaparecido—. Intentaba protegerse debajo de su escritorio con el pelo en llamas. Debajo de la mesa había algo de plástico, una… cómo se llama… —Una alfombrilla…
—Sí, una alfombrilla, una alfombrilla de plástico. Tenía las manos apoyadas encima y podía sentir la rugosidad del plástico y oler su propio pelo chamuscado. ¿Lo entiendes?
Asentí. Empecé a llorar. Estábamos hablando de Roland Abelson, un compañero de trabajo. Estaba en la sección de Contratos y no lo conocía mucho. Solo nos saludábamos. ¿Cómo podía yo saber que tenía un hijo en Rahway? Y si aquel día no hubiera hecho novillos, probablemente mi pelo también habría ardido. Nunca antes había entendido eso del todo.
—No quiero volver a verte —dijo ella. Repitió esa mueca horrible, pero ahora también ella estaba llorando—. No me interesan tus problemas. No me interesa nada de toda esa mierda que has encontrado. Estoy fuera de esto. De ahora en adelante déjame en paz. —Empezó a volverse, pero se giró de nuevo y dijo—: Lo hicieron en nombre de Dios, pero Dios no existe. Si Dios existiera, señor Staley, habría fulminado a esos dieciocho hombres cuando estaban en la zona de facturación con el billete en la mano, pero Dios no lo hizo. Subieron al avión y esos cabrones llegaron hasta el final.
La observé mientras caminaba hacia el ascensor. Tenía la espalda muy encorvada. Tenía el pelo encrespado a ambos lados de la cabeza, como las chicas de los dibujos animados de los domingos. Ella no quería volver a verme nunca más, y yo no podía culparla. Cerré la puerta y miré al Abe Lincoln de acero del cubo de metacrilato. Lo miré durante un buen rato. Me pregunté cómo habrían olido los pelos de su barba si V. S. Grant hubiera apagado en ella uno de sus interminables cigarrillos. Un desagradable aroma a frito. En la televisión alguien decía que los mejores colchones eran los de Sleepy’s. Después apareció Len Berman y habló sobre los Jets.
Esa noche me desperté a las dos de la madrugada y escuché el susurro de las voces. No había tenido ningún sueño ni visión de la gente a la que habían pertenecido los objetos, no había visto a ninguno de ellos con el pelo ardiendo ni saltando por las ventanas para escapar del combustible en llamas del avión, pero ¿por qué debería haber sido así? Yo sabía quiénes eran, y las cosas que dejaron atrás las dejaron para mí. Permitir que Paula Robeson se hubiera quedado con el cubo de metacrilato había sido un error, pero solo porque ella no era la persona adecuada.
Y hablando de Paula… una de las voces era la suya. Podrás empezar a deshacerte del resto de las cosas, decía. Y también: Supongo que eso depende de lo testarudo que sea tu subconsciente.
Yacía bocabajo y después de un rato conseguí quedarme dormido. Soñaba que estaba en Central Park, echándole de comer a los patos, cuando de repente se produjo un ruido tremendo, como un estampido sónico, y el cielo se llenó de humo. En mi sueño, el humo olía a pelo quemado.
Pensé en Tonya Gregson, de Rahway —en Tonya y en el niño que quizá (o quizá no) tendría los mismos ojos que Roland Abelson—, y decidí que tenía que ponerme en marcha. Decidí empezar con la viuda de Bruce Masón.
Cogí un tren hasta Dobbs Ferry y llamé a un taxi desde la estación. El taxista me llevó a una casa de estilo Cape Cod de una calle residencial. Le di algo de dinero, le dije que esperara —no tardaría— y llamé al timbre de la puerta. Llevaba una caja debajo del brazo. Parecía una de esas cajas que contienen una tarta.
Solo tuve que llamar una vez porque antes había telefoneado y Janice Masón me estaba esperando. Había preparado mi relato con mucho cuidado, y lo expuse con confianza, sabiendo que el coche que me esperaba en la calle con el taxímetro encendido me salvaría de dar demasiadas explicaciones.
Le dije que el 7 de septiembre —el viernes anterior— había intentado arrancar una nota a la caracola que Bruce tenía en el escritorio, tal como le había escuchado hacer al propio Bruce durante el picnic en Jones Beach. (Janice, la señora del Señor de las Moscas, asintió; ella también había estado allí, por supuesto.) Bueno, continué, para no extenderme demasiado, el caso es que convencí a Bruce para que me prestara la caracola durante el fin de semana para poder practicar. Finalmente, el martes por la mañana me levanté con una sinusitis tremenda y un dolor de cabeza horrible. (Ya había contado esta historia a varias personas.) Estaba tomándome una taza de té cuando oí la explosión y vi la nube de humo. No había vuelto a pensar en la caracola hasta esta semana. Estaba limpiando un armario y…, diablos, ahí estaba. Y sencillamente pensé… bueno, solo es un recuerdo, pero pensé que quizá a usted le gustaría… ya sabe…
Los ojos se le llenaron de lágrimas como lo habían hecho los míos cuando Paula me devolvió el «fondo de jubilación» de Roland Abelson; solo que a los de Janice no les acompañó la expresión de terror que estoy seguro había en mi cara mientras Paula seguía ahí con el pelo encrespado a ambos lados de la cabeza. Janice dijo que le alegraba tener cualquier recuerdo de Bruce.
—No puedo dejar de pensar en cómo nos despedimos —dijo, sosteniendo la caja en sus brazos—. El siempre salía muy temprano porque iba a trabajar en tren. Me besó en la mejilla y yo abrí un ojo y le pedí que cuando volviera trajera una botella de leche. Él dijo que lo haría. Eso fue lo último que me dijo. Cuando me pidió que me casara con él, me sentí como Helena de Troya (es estúpido pero absolutamente cierto). Ojalá le hubiera dicho algo mejor que: «Trae a casa una botella de leche». Pero llevábamos casados mucho tiempo, y aquel día parecía como otro cualquiera, y… nosotros no lo sabemos, ¿no?
—No.
—Sí. Cualquier despedida puede ser para siempre, y nosotros no lo sabemos. Gracias, señor Staley. Por venir hasta aquí y traerme esto. Ha sido muy amable. —Entonces sonrió un poco—. ¿Lo recuerda en la playa, sin camisa y soplando la caracola?
—Sí —dije, y observé cómo sostenía la caja. Más tarde se sentaría y sacaría la caracola y la pondría en su regazo y lloraría. Supe que la caracola, al menos, jamás volvería a mi apartamento. Ahora estaba en casa.
Regresé a la estación y me monté en el tren que me llevaría de vuelta a Nueva York. Los vagones estaban prácticamente vacíos a esa hora del día; me senté al lado de una ventana salpicada de lluvia y polvo, y oteé el horizonte cercano y el río que se extendía más allá. En los días lluviosos y nublados podías llegar a pensar que el horizonte era producto de tu imaginación, un trozo cada vez.
Al día siguiente iría a Rahway, con el centavo en el cubo de metacrilato. Quizá el niño lo cogiera con su mano regordeta y lo mirase con curiosidad. Fuera como fuese, el cubo dejaría de formar parte de mi vida. Pensé que el único objeto que me costaría quitarme de encima sería la Almohada para Pedos de Jimmy Eagleton; difícilmente podía acudir a la señora Eagleton y decirle que me lo había llevado a casa durante el fin de semana para practicar con él, ¿no? Pero la necesidad es la madre de la imaginación, y confiaba en que al final se me ocurriría alguna historia aceptable.
Se me ocurrió que con el tiempo aparecerían nuevos objetos. Y mentiría si les dijera que esa posibilidad me parece del todo desagradable. Devolver cosas que las personas creen haber perdido para siempre, cosas con peso, tiene sus compensaciones. Incluso si solo se trata de unas divertidas gafas de sol o un centavo de acero dentro de un cubo de metacrilato… Sí, debo admitir que tiene sus compensaciones.

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