Presente Imperfecto

Cuéntame más sobre el futuro –pidió Frida-. No puedo creer que seré famosa.

–Ya te he dicho que no se trata del futuro –contestó Bruce-. Al menos no del tuyo.

–Pero tu dijiste que seré famosa –dijo Frida mientras giraba, luciendo su vestido floreado, contenta porque de la poliomielitis y su pie enfermo sólo quedaba el recuerdo.

–Así es, pero en realidad no se trata de ti. La Frida de Mundo Real, la que es famosa, murió hace tiempo y era casi una paralítica, además estuvo casada con el pintor ese cara de sapo –respondió Bruce.

–No me gusta que digas eso, yo no estoy paralítica. Mira mi pie. Mejor enséñame más pinturas.

Bruce tocó un icono en la pantalla y un menú de pinturas en miniatura se desplegó ante ellos.

–Esta –ordenó la niña, señalando con el dedo a Las dos Fridas.

La imagen se agrandó al tacto mientras los otros cuadros buscaron refugio en un menú al pie de la pintura mayor.

Esa pintura le fascinó desde la primera vez que la vio, tenía algo…, no estaba segura qué, pero podía permanecer horas observándola. De hecho, y esto no lo sabía Bruce, inspirada en esa pintura Frida había comenzado a dibujar.

–El lugar de donde yo vengo no es tu futuro –Dijo Bruce–. Ni siquiera estoy seguro de que el Portal sea una máquina del tiempo. Es… como viajar a otro mundo.

El Portal… Era un tema del que Bruce prefería no hablar. Suponiendo que pudiera explicar que los viajes en el tiempo son imposibles porque el tiempo no es una cosa lineal ni mucho menos plana. No es que no comprendiera el funcionamiento básico del Portal, en última instancia era como una puerta que llevaba a cualquier lugar del pasado, pero las implicaciones lo rebasaban. Bastaba considerar el tema durante algunos minutos para sentir vértigo.

Un resplandor rojo se encendió en la esquina del videófono. Bruce ignoraba por lo general esas interrupciones, pero tenía cinco días sin ir a la oficina y empezaba a sentirse inquieto. Aceptó la llamada y el rostro de su asistente particular apareció en el monitor tras un leve parpadeo.

– ¿Señor?

– ¿Qué quieres?

–Tenemos problemas.

–Por supuesto, ese es nuestro trabajo.

–Pero esta vez quizá sea necesaria su presencia, señor. Richard Williams quiere hablar con usted, insistió…

Richard Williams, uno de los hombres más poderosos de Mundo Real. El director del Project World Expedition. El hombre a quien se debía el entramado de tuberías y plantas refinadoras encargadas de llevar el petróleo de un mundo a otro. Sólo una vez antes habían cruzado palabra, el día en que Bruce recibió su nombramiento, y aunque en esa ocasión Williams le pareció un hombrecito demasiado común, si acaso también demasiado serio, conocía historias que lo pintaban como una persona fría, desagradable y de crueldades inesperadas.

–Voy para allá –contestó Bruce.

Apagó el videófono y recorrió con la mirada la biblioteca: Frida ya no estaba.

***

Una de las cosas que Frida apreciaba más en Bruce eran sus costumbres fijas. Todos los sábados pasaba por ella al colegio para llevarla a desayunar al McDonalds de la colonia Roma, el restaurante más popular de la ciudad, y después iban directo a la casa que Bruce tenía en la colonia Juárez, una pequeña residencia con todas las comodidades a las que sólo un nativo de Mundo Real podía acceder. El resto del día lo pasaban escuchando música, viendo películas y hojeando libros de pintura, la mayoría de las veces bajo los efectos de algún derivado de la mescalina. Al llegar la noche, invariablemente, Bruce se despedía, echaba llave a las puertas, y se iba a dormir a la casa que compartía con Lola, su joven amante, en Chapultepec Heights. Al día siguiente, domingo, se repetía el menú: Bruce recogía a Frida, iban a desayunar a McDonalds, luego música, libros, alguna película, tal vez un poco más de mescalina y después, tras asegurarse de que Frida estuviera más o menos sobria y presentable, de regreso al colegio.

A Frida le gustaba la música que ponía Bruce durante aquellos encuentros, le gustaba en particular el cine (esos mundos capturados en una pantalla), y observar los cuadros que había pintado la Frida de Mundo Real. Le gustaba también que Bruce fuera un hombre poderoso, que no hubiera puerta que permaneciera cerrada para él, aunque eso incluía un aspecto desagradable: que la tratara como a una mascota de lujo. El que Bruce fuera tan generoso con ella no hacía mejores las cosas, sin mencionar su comportamiento de la última semana… Sin aviso ni advertencia, la noche del último domingo Bruce se quedó a dormir en la casa de la colonia Juárez, a la mañana siguiente no hizo ademán alguno de salir a la calle, ni a la oficina, ni siquiera a su casa de Chapultepec Heights. Permaneció en la sala, callado, escuchando música, dormitando la mayor parte del tiempo. Tal vez fuera que estaba cansado, triste o enfermo, Frida no podía saber, pero se sentía acorralada por la pesadumbre de su tutor, así que esa tarde, en cuanto Bruce atendió el videófono por primera vez en la semana, Frida decidió escaparse por unas horas. Que el gran hombre arreglara sus asuntos mientras ella daba un paseo.

Frida tragó un par de capsulas que había robado a Bruce y que suponía eran esa droga suave que tomaban por las tardes, se armó con un walkman y una cinta de The Clash, audífonos aislantes, anteojos negros, y salió a caminar sobre Paseo de la Reforma. La gente llevaba sombreros de copa y de bombín, e incluso de charro, pero también gorras de beisbolista y sombreros texanos. Los vestuarios se completaban con botas de charol y capas de terciopelo, camisas de seda y de manta, camisetas estampadas, gafas negras, chamarras de motociclista y los jeans que llegaban al por mayor desde Mundo Real. Sobre el arroyo era posible ver viejas carretas a caballo y toscas camionetas armadas en talleres mecánicos junto a los extraños automóviles diseñados en Mundo Real. La propaganda de las cercanas elecciones presidenciales, con los rostros del candidato oficial, Francisco Villa, y su opositor, Álvaro Obregón, invadían las paredes y los árboles.

Justo a la altura de la fuente de Neptuno, en la Alameda central, las manos de Frida comenzaron a sudar, profusas, al igual que sus axilas y su frente. Su corazón se hinchaba y deshinchaba con violencia. La sensación de bienestar que sintiera minutos antes dejó paso a la ansiedad. Sintió asfixia. Nauseas. Su estómago se contrajo. Vomitó. Aquello que había tomado no era lo que esperaba. Sus piernas temblaron. El paisaje se volvió una mancha y después oscuridad.

Un hombre vestido de traje impidió que la niña se golpease al caer. Con delicadeza la llevó hasta el interior trasero de un auto donde una mujer de cabello gris y pequeños anteojos miraba con preocupación. El hombre le quitó los audífonos y las gafas negras a la niña, dejando al descubierto un rostro pálido.

– ¿Se encuentra bien? –preguntó la mujer, inspeccionando con atención a la niña y sacando de su bolso un folleto turístico que hojeó excitada.

–Está drogada –respondió el hombre tras sentir el pulso de la niña–, pero pronto estará bien. Si quiere podemos dejarla aquí mismo, no…

–Llévanos de regreso al hotel –interrumpió la mujer, eufórica. Había encontrado en el folleto la fotografía que estaba buscando–. Se quedará conmigo.

***

Bruce entró a su oficina y sacó del escritorio una botella de whisky, se sirvió medio vaso y lo bebió de un trago. Quiso servirse otro pero le pareció un exceso. Se observó en el espejo y no le gustó lo que vio. Ojeras, bolsas bajo los ojos, una cara abotagada y mal rasurada. Hubo un tiempo, no muy lejano, en que sólo se permitía beber algunos fines de semana, y nunca hasta emborracharse. Ahora en cambio bebía todos los días, había empezado a consumir psicotrópicos y superanfetaminas como si fuesen caramelos, y se había ausentado de la oficina durante cinco días sin más aviso que un par de llamadas a su secretario. Lo cierto era que se lo merecía, eran las primeras vacaciones que se tomaba luego de seis años, y nadie podía dudar de lo duro que había trabajado. Había pacificado el país y, sobretodo, había conseguido uno de los índices más altos en producción petrolera que registraba el Project World Expedition. Se merecía mucho más que unos cuantos días de asueto.

Bruce vio la luz verde que anunciaba la llamada de Richard Williams y activó el videófono, estaba listo. Se encontró ante una mueca de preocupación y enojo que volvían a su interlocutor todavía más desagradable de lo que recordaba.

–Tenemos problemas, señor secretario –dijo Williams, ahorrándose el protocolo– Observe.

La grabación mostró a tres hombres colocando una bomba; uno de ellos, de acuerdo a sus ropas y al equipo que usaba, nativo de Mundo Real; los otros dos eran perfectamente identificables, o al menos la insignia en su hombro derecho, que los señalaba como miembros de la División del Norte, ejercito al mando del gobernador de Durango, Francisco Villa, a quien cuatro años atrás el mismo Bruce encargó someter las huelgas obreras y los levantamientos campesinos en el sur del país.

El enojo de Williams estaba justificado, pensó Bruce, no era un sabotaje cualquiera, tenía origen en Mundo Real, y aunque el explosivo fue localizado y desactivado, aquello era una grave señal de alerta. Richard Williams tenía enemigos poderosos, todos ellos a la espera de un tropiezo, y fuese quien fuese el responsable algo estaba seguro: lo volvería a intentar.

Las preocupaciones de Bruce no eran menos serias. Si el ejército de la División del Norte estaba implicado en el intento de sabotaje, entonces la cosa era mucho más grave de lo que parecía. Francisco Villa no era un político tradicional, actuaba con astucia y sangre fría, su liderazgo era auténtico, lo había demostrado al arrasar las fuerzas de Emiliano Zapata en el sur, pero sobre todo al ganarse la confianza de Bruce y convertirse en el candidato presidencial oficial. ¿Cuánto de todo eso sabía Williams? Bruce lo ignoraba, pero no podía perder un minuto más.

Bruce subió a su auto y tomó el camino a Chapultepec Heights, recogería algunas cosas y después buscaría la manera de llegar a Durango lo antes posible. En la base aérea tendrían que ayudarlo. Pensó en lo que le esperaba al llegar a casa, ya podía imaginar a Lola con su negra melena y los párpados exageradamente maquillados, vestida con ajustados jeans y una camiseta sin mangas. Discutirían, tal vez ella le echaría en cara su ausencia de la última semana, y entonces tal vez la discusión se volvería una escena con gritos, lágrimas, y tal vez sexo de reconciliación… Pero sería otro día, antes que cualquier otra cosa Bruce tenía que hablar con Villa, saber qué estaba pasando, matarlo allí mismo si era necesario.

Bruce era un hombre con recursos, eficaz. A los padres de Lola les prometió dinero, automóviles, propiedades, pero sobretodo el cine, la fama, la pantalla grande… Les prometió educación para la niña en las mejores escuelas de arte dramático, castings con los directores más importantes de Mundo Real. Todo lo que desean escuchar unos padres que sueñan con la estrella que su hija puede llegar a ser. Con Frida sucedió algo parecido, su padre formaba parte de un pequeño grupo guerrillero que preparaba un atentado contra Bruce. El grupo fue detenido y encarcelado, y entonces la familia Khalo quedó desprotegida, presa fácil de las ofertas de Bruce, que incluían, además de una importante ayuda económica, atención médica y una beca para que Frida estudiase en la mejor escuela del país. ¿Cómo resistirse ante eso?

Sus musas, sus niñas. Nadie sabía lo que significaban para él. Bastaba estar junto a Frida para experimentar una fascinación que era a la vez terror y maravilla. Nunca se hubiera atrevido a tocarla. Con Lola era distinto, en lo que a él concernía ella era una mujer hecha y derecha, la concupiscencia y la pasión, el desdén, era esa parte suya que había despertado luego de dormir cuarenta y ocho años.

Y no pensaba renunciar a ninguna de ellas.

Entró a su despacho y revisó que no faltara nada en su backpack, se detuvo a observar una fotografía de Lola. Adoraba incluso su nombre. Se dijo que no existía otra razón para lo que estaba a punto de hacer, ni siquiera las mezquinas necesidades de Richard Williams y todos los parásitos de Mundo Real. Metió la mano en una gaveta de su escritorio y sacó la rigurosa botella de whisky. Se sirvió un trago doble y lo bebió de golpe.

Bajaba las escaleras cuando las náuseas se apoderaron de él. Se detuvo, pálido. Una oleada de ácidos gástricos subió quemante hasta la garganta. Bruce soltó el portafolios y buscó el barandal, pero el dolor en el centro de su pecho era insoportable, las piernas no lo sostuvieron, la habitación comenzó a girar.

Lola salió de la cocina con paso lento al escuchar el golpe de la caída, la mirada desorbitada y los dedos entrelazados; llegó hasta el cuerpo convulso de su amante y sobre él se deshizo en lágrimas.

– ¡Perdóname, mi amor, perdóname!

Veinte minutos más tarde la joven Dolores fue vista por última vez corriendo sobre la carretera que llevaba de la casa de Bruce a la Ciudad de México.

***

Si Eleanor aceptó lo que le parecía un precio excesivo por un viaje de vacaciones a México, así fuera el México de 1921, fue porque en el folleto decía que era posible encontrarse con algunos famosos, entre ellos Frida Kahlo. Ahora, luego de su hallazgo, le parecía que cada centavo gastado se justificaba, con suerte conseguiría que la muchacha pintase algo exclusivo para ella.

Para Frida esos días resultaron verdaderas vacaciones, al fin tenía la oportunidad de pintar (¡por primera vez en su vida!), gracias al lienzo, el caballete, los pinceles y las pinturas que le ofreció su anfitriona, pero lo mejor de todo era que allí Bruce no podía encontrarla. Estaba harta de él y no deseaba volver a verlo.

Frida ignoraba lo que sucedía en el exterior de aquél hotel de lujo. Ignoraba que Bruce Mitchell, Secretario de Asuntos Mexicanos, fue encontrado muerto en la casa que compartía con su amante, Dolores Asunsolo, de dieciséis años, quien se encontraba desaparecida y era principal sospechosa. Frida tampoco sabía que el Ejercito de la División del Norte, comandado por Francisco Villa, había hecho volar el oleoducto más importante de Tamaulipas y declarado una revolución. Mucho menos sabía que ese había sido tan sólo el primero de una serie de levantamientos armados, desde Veracruz hasta Abu Dhabi.

Eleanor tampoco lo sabía.

– ¿Puedo ver? –preguntó Eleanor, acercándose hasta donde su huésped colocó el caballete.

Frida respondió con un movimiento afirmativo de cabeza.

Eleanor se quedó sin habla ante lo que observó: un retrato de dos Fridas sentadas frente a frente sobre sillas de madera, una de ellas era una mujer adulta con las piernas cubiertas con una manta, la otra era una adolescente en jeans; cada una sostenía un globo terráqueo sobre su regazo, un globo cuyos ríos salían directamente de las venas de los brazos de ambas mujeres, y esas venas que primero se transformaban en ríos, súbitamente se volvían grises tuberías interconectadas, de manera que los mundos, las mujeres, los ríos de sangre y de petróleo, formaban un mismo sistema.

–Se llama “Las dos Fridas” –dijo la niña, sin ocultar su orgullo.

Y Eleanor, sin saber que en una semana se vería obligada a regresar a casa, que habrían de cerrar el Portal, que no volvería a encontrarse con Frida, que estaban por venir tiempos de sangre y fuego, al mirar la pintura sintió un escalofrío crecer como un tumor maligno dentro de su pecho.

Si no se indica lo contrario, el contenido de esta página se ofrece bajo Creative Commons Attribution-ShareAlike 3.0 License