Rebeca

No tenía demasiada hambre, esperaba llegar temprano a casa para recuperar el tiempo perdido con mi mujer, pero mis compañeros no tenían esa urgencia, más bien, precisaban comer el mejor sándwich en kilómetros a la redonda, eso al menos nos habían dicho en el pueblo, que no podíamos regresar a la ciudad sin probar la mano de la señora Rebecca. Por esta razón es que estábamos sentados en el comedor rústico de una casa a las afueras del pueblo, junto a un camino polvoriento y soportando a una decena de moscas que revoloteaban a nuestro alrededor y de vez en cuando se posaban en una oreja o en la calva de Oscar. La señora Rebecca no tardó en aparecer detrás del mostrador, era una anciana de pelo lila y grandes lentes fotocromáticos. Oscar, luego de espantarse la enésima mosca de la cabeza se levantó y caminó hasta la anciana para pedir cuatro sándwich y una jarra de chicha dulce.
Esperábamos pacientemente la orden, pues es bien sabido que las buenas preparaciones tardan algo, por lo que comenzamos a fijarnos, primero distraídos y luego con mayor detenimiento en nuestro entorno; mientras las moscas se tornaban un poco más molestas.
Sobre el mesón se veían dos bolsas llenas de agua que colgaban a poca distancia del techo, por lo que sé, se supone asemejan telarañas que espantan a las moscas, sin embargo, en ellas se notaban los puntos negros de las moscas que atraídas como por hipnosis se quedaban quietas.
En la pared, debajo del único ventanal que filtraba la luz mortecina de la tarde, una serie de matamoscas de diversos tamaños, colores y formas. En total eran 15 puestos uno a lado del otro como un arsenal de armas antiguas y en desuso. El cuadro bélico lo completaban unas latas de aerosol matamoscas con sus respectivas ilustraciones de moscas en medio de una explosión o con las patas para arriba. De seguro estas precausiones no asustaban a las moscas volaban a sus anchas por todas partes. De pronto nos pareció demasiado, sin embargo no emitíamos comentarios, solo las miradas significativas permitían saber qué era lo que el otro estaba pensando.
Si este era el mejor lugar para comer, dejaba mucho que desear en su apariencia, sobre todo porque todo parecía estar en función de las malditas moscas que ya nos tenían complicados, los manotazos se sucedían con tanta intensidad que me paré y fui hasta los matamoscas de la colección. No pude siquiera coger uno, pues en el marco de la ventana se amontonaban los cadáveres de cientos de moscas tornasoles, entre ellas algunas agonizaban removiendo los livianos cuerpos resecos por el paso del tiempo. Estaba embobado en esta visión cuando apareció la señora Rebecca detrás del mostrador con una sonrisa perfecta y una bandeja en sus manos. El jarro de chicha contrastaba de manera sugerente con el blanquísimo e inmaculado chaleco que la anciana vestía. Regresé a la mesa y me senté sin perderme ninguno de los lentos movimientos de la mujer que se acercaba etérea, sumida en un suave murmullo, el tiempo pareció ralentizarse en su sonrisa que llegaba hasta sus lentes y por supuesto, en el contraste del jarrón en su pecho níveo. Sobre su cabeza, las moscas describían complejos círculos erráticos, una somnolencia nos fue atrapando hasta que su voz quebró el encanto devolviéndonos a lo desagradable del asunto.
«Me disculpo por las moscas, como pueden ver están por todos lados, son una plaga que en años no he logrado erradicar… pero no se preocupen por la limpieza en la preparación, todos los ingredientes está debidamente resguardados». Dicho esto nos atrevimos a sugerirle matamoscas eléctricos, fumigación insecticida y todo tipo de soluciones que rebotaban en sus lentes que nos devolvían nuestros reflejos en muchos pequeños cuadros o mejor dicho hexágonos que llamaban a la hipnosis, pero nuevamente nos habló.
«Bueno jóvenes, no les quito más de su tiempo», nos cortó, «los sándwiches saben mejor si se comen con la adecuada temperatura». Estas palabras fueron pronunciadas en medio de un creciente zumbido y sirvió como una orden perentoria para que tomáramos nuestros emparedados y le diéramos una mordida que de inmediato provocó en todos una exclamación aprobatoria. Mientras tanto doña Rebecca llenaba los vasos con chicha roja que se hacía más sanguínea con el fondo de su inmaculado chaleco blanco. Continuamos devorando el sándwich, contentos de que el dato que habíamos recibido sobrepasara las expectativas y dejara en el olvido la incomodidad de las moscas. Ella con una mueca de satisfacción realizó una sutil reverencia y dio media vuelta para volver hacia el mesón. En ese instante tragamos con prontitud y bebimos al seco nuestra chicha, no podíamos creer lo que nuestros ojos observaban, es cierto, las moscas continuaban volando por doquier de manera frenética, pero en la espalda de doña Rebecca se concentraban cientos, sino, miles de estos repugnantes insectos que explicaban aquel zumbido que envolvía la voz de la mujer. Oscar fue el primero en vomitar sobre la mesa, de su boca salieron moscas, algunas se revocaban en los fluídos para cambiar de su estado larvario, otras volaron sin más. Una nube de ellas se abalanzó sobre los vómitos, lo que fue suficiente para que todos saliéramos corriendo y vomitando larvas y moscas en el exterior. No dábamos crédito a lo que nos sucedía, parecía tratarse de una especie de aluscinación colectiva, sin embargo, Rebecca se asomó a la puerta y nos habló, esta vez, apenas comprendimos por lo esordecedor que se tornó el zumbido en el ambiente. «No se marchen aún, todavía no han comido su sandwich»

Subimos a la camioneta justo antes de se abalanzaran sobre Rebecca miles de moscas que provenían de todas direcciones, algunas pugnaban por entrar en su boca, otras simplemente fueron cubriendo su cuerpo, la mujer dio media vuelta cubierta por una piel movediza, zumbante. Las moscas se pegaban a los vidrios, encendí el limpiaparabrisas y los cuerpos rechonchos y sanguinolientos embarraban y obstruían la visión, finalmente acelerá a fondo y huímos de aquel maldito lugar, sin embargo, el zumbido pareció acompañarnos por muchos kilómetros, hasta ingresar en la ciudad.

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