Sardonicus

A finales del verano del año 18, una gratificante serie de éxitos profesionales me condujo a un estado tal de cansancio que consideré seriamente, tomar un prolongado descanso en el continente. No había disfrutado de unas vacaciones hacía tres años, ya que, además de mi trabajo regular, había estado muy involucrado en un proyecto de investigación. En éste, mi progreso había sido tan recompensado — dicho programa estaba relacionado con los ligamentos y los músculos, y podría, era mi esperanza, ser aplicado en beneficio de algunos tipos de parálisis — que estaba poco dispuesto a dejar la ciudad por más de una semana a la vez. Como soltero, carecía de una atenta esposa que mostrara algún interés por mi salud; era tal la manera en que me había exigido a mí mismo, que llegué al punto en que unas vacaciones se habían hecho absolutamente necesarias para mi bienestar. Por esta razón, recibí con gran placer la carta que llegó a mis manos una mañana, casi al final de ese verano.

Cuando mi criado me entregó la carta, durante el desayuno, le di vueltas y vueltas: el peso de su delicado papel tenía casi la misma densidad y consistencia del pergamino y el gran sello de cera escarlata, llevaba impreso un diseño de gran complejidad que me fue difícil descifrar. La caligrafía de la dirección decía: “Sir Robert Cargrave, calle Harley, Londres”. Era caligrafía femenina, sin duda alguna, y tenía, además, algo que me resultaba familiar, tanto en su delicadeza como en su claridad —esta última una admirable cualidad poco común en la escritura de las mujeres—. La fresca claridad de esa mano —pero ¿dónde la había visto antes?—, indicaba una franqueza que parecía contraria a la casi incomprensible ornamentación de aquel sello, el cual, después de una lectura más detallada, por fin resultó ser una simple “S”, pero una “S” cuyas torcidas ondulaciones parecían hacer presuntuosos gestos hacia mí. Una “S” que parecía ser construida de algo más que estas muecas, una “S” de pretensiones tan vulgares que admito haberme molestado por un instante, y luego, un momento después, sintiéndome ridículo por el enojo, me pregunté ¿Existe acaso algo más molesto que un sello mal hecho?

Continué examinando la carta, buscando en mi mente un amigo o conocido cuyo nombre comenzara con “S”. Estaba el viejo Shipley del Colegio de Cirujanos; estaba Lord Henry Stanton, mi chistoso e ingenioso amigo. ¿Sería entonces Harry? Rara vez permanecía en un lugar por mucho tiempo y era un corresponsal talentoso y fiel. Además de eso, la firme letra de Harry estaba lejos de ser femenina, y aparte de eso, él no usaría tal sello, a menos que fuera una travesura, algo así como una extraña broma entre amigos.

Cuando mi criado me entregó la carta, me hizo saber que no había llegado por correo sino que la traía un mensajero especial, y aunque esta noticia no me pareció importante en ese momento, despertó mi curiosidad. Rompí el molesto sello y desplegué el pergamino.

El mensaje estaba escrito en esa misma letra de rasgos familiares. Mis ojos se movieron hasta el final de la carta para encontrar la firma, pero esta Madam “S” no me decía nada, ya que no tenía ninguna Madam S. entre mi círculo de amistades. Leí la carta. Está ante mí ahora, conforme pongo por escrito lo acontecido y lo voy a copiar al pie de la letra:

Mi querido Sir Robert:

En realidad, han pasado casi siete años desde la última vez que nos vimos. En aquel entonces no era usted aún Sir Robert, sino simplemente
Robert Cargrave —aunque ya lo rodeaba un aire de distinción—, y por lo tanto, me pregunto si recuerda usted a Maude Randall.

¡Recordar a Maude Randall! Mi querida Maude de melodiosa voz, de cabello castaño y grandes ojos cafés; de un temperamento de tal dulzura y
vivacidad que los jóvenes de Londres no tenían ojos para nadie más. Era de buena familia, pero durante una estadía en París supe que indiscretas
especulaciones acerca de su padre habían disminuido la fortuna de la familia, a tal grado que el desdichado había acabado con su vida y los Randall se habían desvanecido por completo de la sociedad londinense. Maude, al parecer se había casado con un caballero extranjero y todavía permanecía en Europa. Habían sido malas noticias, ya que ningún joven de Londres había admirado a Maude con más cariño que yo, y me alegraba de solo pensar que mis sentimientos eran, al menos en parte, correspondidos. ¿Qué si recordaba a Maude Randall? Sí, sí, casi lo dije en voz alta. Y ahora, siete años más tarde, ella era “Madam S.”, escribiendo con la misma caligrafía que yo había visto incontables veces en invitaciones. Continué leyendo:

A menudo pienso en usted; ya que —aunque podría parecer poco decente decirlo— la compañía de pocos caballeros solía agradarme tanto como
la suya, y las veladas londinenses que daba mi querida madre, en las que usted estuvo presente, están entre mis más preciados recuerdos. Pero en aquel
momento, la ingenuidad fue siempre mi defecto, como solía recordármelo mi madre. Ella, una dama querida y bondadosa, sobrevivió menos de un año
después de la muerte de mi pobre padre, cosa que supongo usted ya sabe. Estoy bastante bien y vivimos con gran comodidad aquí, y aunque rara
vez recibimos visitantes, nos contentamos con nuestra propia compañía la mayor parte del tiempo. El señor S. es un caballero agradable, pero de una disposición reservada, y las muchedumbres, las fiestas, los bailes, etc., van en contra de su temperamento; así que es de gran regocijo para mí que él me haya pedido expresamente que lo invitara a usted a pasar dos semanas en el castillo, o si me permite repetir sus palabras exactas: “por al menos dos semanas, o todo el tiempo que a Sir Robert le plazca estar entre tal gentuza, que es lo que creo piensa de nosotros”. ¡Ya ve, le dije que era agradable! Debo haber puesto mala cara mientras leía, ya que las palabras del señor S. no fueron muy agradables, e incluso me parecieron tan vulgares como su
absurdo sello. Aun así, me abstuve de declarar mis sentimientos, ya que sabía
que mis emociones hacia este hombre estaban un poco teñidas por los celos. A
fin de cuentas, él había cortejado y ganado a Maude Randall, una joven dama
de buen juicio y aguda sensibilidad. ¿Podría haber sido ella capaz de casarse
con un patán tan empalagoso? No lo creí probable. ¿Y un castillo? ¡Algo tan
inmensamente romántico! …invitarlo al castillo había escrito ella, pero, ¿dónde
estaba? El sobre de la carta, que no había llegado por correo, no daba ninguna
pista; luego continué leyendo:

Fue en realidad, tan solo ayer, mientras conversábamos, que yo
recordaba mi vida en Londres y mencioné su nombre. Me parece que el señor
S. se mostró interesado de repente. “Robert Cargrave”, dijo. “Existe un
reconocido médico con ese nombre, pero no creo que sea el mismo caballero”.
Reí y le dije que sí era el mismo caballero y que le había conocido antes de que
llegara a ser tan ilustre. “¿Lo conoces bien?”, preguntó entonces el señor S.;
creerá usted que soy ingenua, pero debo confesarle que por un momento pensé
que estaba celoso. Sin embargo, este no era el caso, como la conversación
subsiguiente lo comprobó; le mencioné que usted había sido amigo de la familia
y un frecuente invitado de nuestra casa. “Esta es una coincidencia muy
agradable”, dijo. “Desde hace mucho tiempo he deseado conocer a Sir Robert
Cargrave y tu pasada amistad con él te provee de una excelente oportunidad
para invitarlo a pasar unas vacaciones con nosotros”.
De esta manera, Sir Robert, cumplo con la petición del señor S., y a la
vez obedezco lo que indica mi afecto: invitarle muy cordialmente a visitarnos
durante el tiempo que usted decida. Le suplico que venga, ya que vemos a muy
poca gente por aquí y será un gran placer conversar con un viejo amigo y oír las
últimas noticias de Londres. Permítame, entonces, recibir una carta suya lo
antes posible. El señor S. no confía en el correo, es por esta razón que he
enviado a nuestro sirviente quien debía estar en Londres para un asunto
especial; por favor, envíe su respuesta con él…
Llamé a mi criado.

— ¿Está el mensajero que trajo esa carta esperando por la respuesta?— Pregunté.

—Está sentado en el vestíbulo, Sir Robert, —dijo.

—Debió habérmelo dicho.

—Sí señor.

—De todos modos, hágalo pasar. Deseo verlo.

Mi criado se fue y solo me tomó un minuto escribir apresuradamente una breve nota de aceptación. Ya estaba listo para recibir al mensajero cuando éste
entró a la habitación. Le dije:

—Así que usted es empleado de Madam…

Me di cuenta entonces que no sabía el nombre de su esposo.

El sirviente, un individuo taciturno de rasgos eslavos, habló con un marcado acento:

—Trabajo para el señor Sardónicus, señor.

¡Sardónicus! Un nombre tan extravagante como su sello, me dije a mí mismo.

—Entonces entregue esta carta, por favor, a Madam Sardónicus, tan
pronto regrese.
Hizo una ligera reverencia y tomó la nota de mi mano.
—Se la entregaré de inmediato —dijo.
Sus modales me irritaron. Le corregí.
—A su ama —le dije fríamente.
—Madam Sardónicus recibirá su mensaje, señor —respondió.
Lo despedí y sólo después me di cuenta de que no tenía la más mínima
idea de donde se encontraba el castillo del señor Sardónicus. Acudí entonces
una vez más a la carta de Maude:
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…por favor envíe su respuesta con él, la cual rezo para que sea
afirmativa, ya que espero hacer que su estancia en sea placentera.
Consulté un atlas. Descubrí que el lugar que ella mencionaba, era un
distrito situado en una remota y montañosa región de Bohemia. Lleno de
expectativas, terminé mi desayuno con renovado apetito y esa misma tarde
comencé los preparativos para mi viaje.
No soy, como lo es mi amigo Harry Stanton, un apasionado de viajar
sólo por el simple hecho de hacerlo. Harry siempre me ha reclamado esto,
diciendo que soy un académico tan seco como el polvo y un londinense
incorregible, lo cual supongo es cierto. De hecho, pocas cosas son para mí más
tediosas que los barcos, los trenes y los carruajes; y aunque encuentro profundo
placer y beneficio espiritual al visitar ciudades extranjeras, lo tedioso del viaje ha
hecho que a menudo lo piense dos veces antes de emprender una larga
jornada.
Sin embargo, menos de un mes después de haber respondido a la
invitación de Maude, me encontraba en su patria adoptiva. Viajando de Londres
a París, de allí hasta Berlín y finalmente a Bohemia, me encontré en con
un cochero que hablaba un defectuoso inglés, pero que se las arregló, en su
engolado tono, para hacerme saber que era miembro del personal del castillo
Sardónicus. Puso a mi disposición un carruaje tirado por dos caballos, y
después de tomar mis maletas, emprendimos la última parte de mi jornada.
Solo dentro del carruaje, tirité de frío ya que la brisa era muy fuerte y
estaba muy cansado. El camino estaba lleno de raíces y piedras y el viaje
estuvo lejos de ser fácil. No sentí mucho placer al mirar por la ventana, ya que
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la noche era oscura y la región, de todos modos, salvaje y cruda, no estaba
hecha para contemplarse de manera serena. Los únicos sonidos perceptibles
eran el resonar de los cascos y las ruedas, el crujir del carruaje y los
desagradables y disonantes gritos de pájaros invisibles.
“Rara vez recibimos visitantes” había escrito Maude; y ahora me dije ¡que
gran cosa! En este escabroso y diría que, inhabitable lugar, lejos de las
bondades de la sociedad civilizada, ¿quién, en éstas condiciones, querría venir
aquí o por el contrario recibir a alguien? Suspiré debido al desolado paisaje y a
la idea de lo que, probablemente, serían unas vacaciones desprovistas de
acontecimientos agradables. Todo se había combinado para llenar mi ya de por
sí, abrumado espíritu, de un humor melancólico.
Fue entonces, mientras esos sentimientos invadían mi alma, que mis ojos
se encontraron con el castillo Sardónicus; una densa y encorvada silueta al
principio, luego, gracias a un momentáneo rayo de luna, me encontré con la
enorme calavera. Al mirarla, inhalé profundamente y al exhalar, me dije entre
dientes: “vamos, vamos Sir Robert”, —me regañé a mi mismo— “es, a fin de
cuentas, sólo un castillo y no eres una jovencita que se asusta con las sombras
y se intimida con historias de medianoche”.
El castillo estaba situado donde termina el largo, empinado y escabroso
camino de la montaña. Tenía un aspecto repugnante a la vista, muy poco que
sugiera alegría o calor, cualquiera de esas cualidades que puedan asegurarle al
visitante que es bienvenido. Por el contrario, esta vasta construcción de piedra
transpiraba una fría y repulsiva austeridad, que daba la idea de misterios
ancestrales enterrados hace mucho tiempo y tenía un efluvio de tristeza y
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decadencia medievales. De noche, y particularmente en esas noches cuando la
luna es tenue o está cubierta de nubes, es sólo una gran mancha en el
horizonte; sólo una sombra que no guarda la figura de su contorno lleno de
torres; y si la luna es liberada temporalmente de su prisión de nubes, sus rayos
fugitivos conceden un alivio limitado, ya que sólo sirven para sumir al castillo en
un repentino claroscuro en que las ventanas asumen la apariencia momentánea
de círculos ciegos, que sin embargo todo lo ven. Su rastrillo se convierte, por
un instante, en una boca que bosteza y su forma golpea física y mentalmente la
mirada, cómo si se tratase de una gigantesca calavera. Pero, aunque el castillo
se había mostrado ante mí quince minutos antes, el coche había pasado por el
escarpado y tortuoso camino hacia una gran compuerta que protegía los
terrenos del castillo de los intrusos. El portón era de hierro, —que parecía
negro bajo la escasa iluminación— y estaba forjado de intrincadas figuras, las
cuales se dirigían hacia un enorme dispositivo central, con muchas curvas y que
por efecto de los no muy frecuentes destellos de luna, parecían sonreír
metálicamente hacia abajo. Luego, después de ordenar mis pensamientos,
descubrí que no era más que una versión aumentada de aquel presuntuoso
sello: una enorme letra “S”. Detrás, al final del escabroso camino, se levantaba
el castillo; oscuro, salvo por unas luces en dos de sus muchas ventanas.
Mi cochero y alguien que estaba detrás del gran portón, intercambiaron
algunas palabras en una lengua extranjera. El portón se abrió lentamente
desde adentro y mientras el coche entraba, los goznes emitieron un chillido
penetrante.
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En cuanto nos acercamos, la puerta del castillo se abrió abruptamente y
una viva luz se desbordó sobre el camino. El rastrillo, que mencioné antes, era
un notorio vestigio del pasado y ahora permanecía inactivo. El coche se dirigió
hacia un apeadero y un mayordomo, que resultó ser el mismo que había llevado
a Londres la invitación de Maude, me recibió con gran seriedad. Le saludé con
una reverencia, que contestó de igual manera y luego dijo:
—Sir Robert, Madam Sardónicus lo espera. Sígame por favor y lo llevaré
hasta donde se encuentra.
El cochero se hizo cargo de mi equipaje y seguí al mayordomo al interior
del castillo.
Me trasladé al pasado, creo que al siglo doce o trece. Armaduras,
reliquias invaluables según descubrí, se alineaban a lo largo de las enormes
salas; los tapices se hallaban por doquier y los fuertes, pesados y muy labrados
muebles estaban por todas partes. Las paredes eran de piedra, enormes
bloques grises que desafían al tiempo. El mayordomo me condujo hasta una
especie de salón con sillas cómodas, una mesa de té y un pequeño clavicordio.
Maude se puso de pie para saludarme.
—Sir Robert, —dijo en voz baja y sin sonreír—. Qué gusto verlo al fin.
Tomé su mano.
—Querida señora —dije— nos encontramos de nuevo.
—Usted luce elegante y próspero —me dijo.
—Estoy bien, pero un poco cansado a causa del viaje.
Me invitó a sentarme y ella también lo hizo, al tiempo que aseguraba que
una comida y un poco de vino me restablecerían pronto

—El señor Sardónicus nos acompañará —agregó.
Le hablé de su apariencia, diciéndole que parecía no haber envejecido un
solo día desde la última vez que la había visto en Londres. Esto era verdad,
con respecto a su apariencia física, ya que su rostro no presentaba ni una sola
arruga y su piel conservaba la misma frescura. Su espléndido cabello castaño
todavía rebosaba de color y brillaba saludablemente. Pero no mencioné el
cambio en su espíritu. Ella, que siempre había sido alegre, la atracción de las
veladas, estaba ahora distante, con un semblante serio y taciturno.
Me sentí apenado al verla así, pero lo atribuí a los siete años que habían
pasado desde su despreocupada adolescencia, a la pérdida de sus amados
padres, e incluso, a la apartada vida que llevaba en este lugar.
—Estoy ansioso por conocer a su esposo —le dije.
—Y él también lo está, Sir Robert —aseguró Maude. Pronto estará con
nosotros. Mientras tanto, cuénteme qué ha sido de su vida.
Le hablé con cierta modestia, creo, de mis éxitos en mi profesión y del
nombramiento como caballero que había recibido de la Corona. Le describí mi
apartamento en Londres, mi laboratorio y mi oficina. Además, mencioné algunos
amigos mutuos y, en términos generales, le di noticias de la vida en Londres,
hablando del teatro en particular —ya que sabía que a Maude le gustaba— y
describiéndole la última aparición del señor Macready como Macbeth en el
teatro de la calle Haymarket en Londres. Cuando Maude estuvo por última vez
en Londres, se rumoraba acerca de la construcción de una sala de la ópera
fuera del teatro Convent Garden, así que le comenté que el proyecto había sido
terminado. Hablé del estreno de la última obra de Verdi, en Londres, en casa
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de su Majestad. Cuando mencioné todos esos teatros y representaciones, los
ojos se le iluminaron, pero no fue sino hasta que hablé de la ópera, que hizo un
comentario.
—La ópera —dijo suspirando—. ¡Oh!, si tan solo usted supiera cuánto la
extraño, Sir Robert. La emoción de un estreno, las damas y los caballeros con
toda su elegancia, los estremecedores sonidos de la introducción musical y
luego, el telón levantándose. De repente dejó de hablar como si estuviera
apenada por su momentáneo arrebato de emoción.
—De todos modos, recibo las partituras más recientes y obtengo gran
satisfacción al tocarlas y cantarlas yo misma. Debo ordenar desde Roma lo más
nuevo de Verdi; se llama Hernani, ¿sabía usted?
Asentí con la cabeza, agregando:
—Con su permiso, intentaré tocar algunas de las tonadas más conocidas.
— ¡Oh!, le ruego lo haga, Sir Robert —dijo.
—Usted las encontrará, quizás, muy modernas y disonantes.
Me senté frente a la espineta y toqué, apenas de manera aceptable, y temo que
improvisando un poco al no poder recordar las notas exactas, un grupo de
melodías de la ópera.
Aplaudió mi interpretación y le solicité que tocara también, pues era una
consumada pianista y también poseía una agradable voz.
Accedió, tocando el minué de Don Giovanni y luego cantando la Voi che
sapeta de Le Nozze di Figaro. Mientras mantenía mi atención en ella, mirando
sus delicadas manos moverse sobre las teclas, escuchando los puros y claros
tonos de su voz, todos aquellos antiguos sentimientos me inundaron de repente
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y mis ojos se percataron de la absoluta dulzura y bondad de esta dama. Cuando
me pidió que me uniera a ella en el dueto Lá ci darem la mano, accedí a
hacerlo, aunque mi voz es menos que ordinaria. Al cantar por segunda vez la
palabra 'mano’ me invadió un terrible impulso y tomé su mano izquierda en la
mía. Desde luego, ella perdió la métrica y la música se volvió irregular durante
algunos compases y, entonces, me sonrojé, solté su mano y terminamos el
dueto. Prudentemente, ni me reprendió por lo que hice, ni tampoco lo aprobó; al
contrario, actuó como si el repentino nunca hubiese ocurrido.
Para disimular mi vergüenza cambié el tema de la conversación con el
fin de calmar cualquier tensión existente entre nosotros. Hablé de muchas
cosas, bagatelas principalmente, e incluso pregunté si el señor Sardónicus se
había mostrado celoso, basado en lo que ella me había comentado en su carta,
lo cual resultó ser una simple equivocación. Maude sonrió y se iluminó la
habitación, ya que fue la primera vez que su cara abandonaba su seria
expresión. En realidad, me asaltó la idea de que era la primera muestra de
júbilo que yo había mostrado desde que subí al coche; luego dijo:
— ¡Oh no! Al contrario, el señor Sardónicus dijo que entre más cercanos
hubiéramos sido en el pasado, más complacido se sentiría.
Parecía extraño, e incluso desagradable, que un hombre le dijera eso a
su esposa; a lo que jocosamente contesté:
—Espero que el señor Sardónicus estuviera sonriendo cuando dijo eso.
De golpe, la sonrisa de Maude se desvaneció; apartó la vista y comenzó
a hablar de otras cosas. Yo estaba totalmente confundido. ¿Sería posible que
mi inocente comentario la hubiese ofendido? No parecía posible. Sin embargo,
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un momento después supe la razón de su extraño comportamiento. Un
caballero alto entró en la habitación caminando con cierta dificultad y una sola
mirada a su rostro aclaró muchas cosas.
— ¿Sir Robert Cargrave? —preguntó, articulando con dificultad algunos
sonidos, como la b en Robert y la v en Cargrave, casi impronunciables para él.
Para articular estos sonidos se deben usar los labios, pero el caballero frente a
mí era víctima de una terrible aflicción que separó sus labios para siempre uno
del otro, dejando al desnudo los dientes que mostraban continuamente su
horrible sonrisa. Era la misma terrible mueca que había visto antes en el rostro
de una persona que padecía la agonía del tétano. Los médicos tenemos un
nombre para ese escalofriante gesto; un término en latín que, tan pronto lo
recordé, aclaró uno de tantos misterios, ya que el término que usamos para
describir la contracción violenta de los maxilares producida por el tétano es
Risus Sardonicus. Conforme él se acercaba, una palidez casi fosforescente
completó su pasmosa apariencia.
—Sí —le dije, ocultando mi gesto de asombro al ver su rostro—. ¿Acaso
tengo el placer de dirigirme al señor Sardónicus?
Nos estrechamos las manos, y después de intercambiar cortesías, dijo:
—Ordené que sirvan la cena en el comedor principal dentro de una hora.
Mientras tanto mi criado le mostrará sus habitaciones, ya que estoy seguro de
que querrá refrescarse un poco después de su viaje.
—Es usted muy amable.
El criado apareció —un hombre de apariencia sombría, al igual que el
sirviente y el cochero— y lo seguí por un largo pasadizo de piedra. Mientras
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caminaba detrás de él, reflexioné acerca de los rostros serios en el castillo, que
ya no me extrañaban. ¿Quién estaría dispuesto a sonreír bajo el mismo techo
que aquel que deberá sonreír para siempre? La sonrisa más espontánea
parecería una burla en presencia de tan afligido rostro. Sentí mucha lástima del
esposo de Maude: de todas las criaturas de Dios, sólo el hombre fue bendecido
con la habilidad de sonreír; pero para el amo del castillo Sardónicus, la
bendición de Dios se había convertido en una terrible maldición. Como médico,
aquella compasión estaba cargada de curiosidad profesional. Su sonrisa me
hacía recordar la expresión que tiene un enfermo de tétano; pero el tétano es
una enfermedad mortal, mientras que la cadavérica sonrisa del señor
Sardónicus estaba más viva que nunca.
Me sentí apenado por lo que había pensado anteriormente de este
caballero, ya que a alguien tan desafortunado se le pueden perdonar muchas
cosas. ¿Qué amargura estará enconándose en su pecho? ¿Qué mordaz
desesperación carcomería sus adentros?
Mis habitaciones eran espaciosas y ciertamente tan confortables como
aquel húmedo albergue de piedra lo permitía. Me prepararon un baño caliente
que mi cuerpo cansado y empolvado recibió con sumo agrado. Una vez en la
tina, comencé a experimentar una aguda sensación de hambre. Entonces, me
dispuse a cenar. Después del baño, me vestí con ropa blanca limpia y un traje
de tarde.
Saqué de mi maleta dos pequeños regalos: una botella de esencia para Maude
y una caja de habanos para su esposo. Luego abandoné la habitación.
No soy tan ingenuo como para pensar que podía encontrar el camino
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hacia el comedor por mí mismo, sin embargo, como era temprano, me aventuré
a andar por ahí un rato y dejarme impresionar por la majestuosa antigüedad del
castillo.
Tapetes que llevaban la "S" de mi anfitrión se encontraban por doquier.
Eran relativamente nuevos y de colores vivos; pero, había otros que mostraban
su desgastada grandeza. Partiendo de esto, y de la falta de título del señor
Sardónicus, deduje que el castillo no era herencia familiar, sino más bien
comprado, probablemente a algún noble sin dinero. A pesar de no tener ningún
título de nobleza, el señor Sardónicus poseía una enorme fortuna. Me pregunté
de donde procedía tal fortuna, pero la voz de Maude interrumpió mis devaneos.
Miré hacia todos lados. Los efectos acústicos que se producen en los
viejos castillos son a menudo extraños —ya lo había notado en nuestros
castillos ingleses— y como no estaba cerca de ninguna habitación o puerta,
escuché hablar a Maude como si estuviese angustiada. Me encontraba cerca de
una ventana abierta que daba a una especie de patio. Atravesando el patio
había una ventana que también estaba abierta. Supuse que era la habitación de
Maude. Su voz resaltaba de alguna manera amplificada y transportada por la
forma particular del patio y la posición de las dos ventanas. Al escuchar
atentamente, pude entender la mayoría de sus palabras. Ella decía:
— ¡No lo haré! No debe pedirme eso. Es indecente.
Luego la voz de su esposo dijo:
—Lo debe hacer y lo hará, señora. En este castillo soy yo quien decide
qué es lo decente y qué lo indecente, no usted.
Me sentí avergonzado de haber escuchado una conversación privada
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acerca de lo que obviamente era un tema penoso, así que me alejé de la
ventana para no escuchar más, pero me detuvo el sonido de mi nombre en los
labios de Maude.
—He tratado a Sir Robert con cortesía —dijo ella.
—Debe tratarlo con más que cortesía —respondió el señor Sardónicus—
debe tratarlo con pasión; debe volver a encender en su pecho el afecto que
sentía por usted en el pasado.
No pude oír más. La conversación era vil. Me alejé de la ventana. ¿Qué
clase de criatura era ese Sardónicus que lanzaba a su esposa en los brazos de
otro hombre? Como practicante de la medicina y hombre dedicado a curar las
enfermedades de la humanidad, me había persuadido a mí mismo de aprender
tantas cosas sobre la mente de los hombres como lo que sabía de su cuerpo.
Creía firmemente que, en el futuro, los médicos curarían el cuerpo usando la
mente, ya que es en esa terra incognita donde yacen ocultos todos los secretos.
Sé que el amor tiene muchas máscaras: máscaras de sumisión, de opresión, y
más aun, máscaras que hacen de la naturaleza una extraña para sí misma y
convierten la verdad de Dios en mentira como escribió San Pablo. Existe incluso
una clase de amor, si es que se le puede llamar así, que obtiene el más
anhelado placer al ver a su amada en brazos de otro. Estas desagradables
observaciones tal vez algún día sean codificadas y estudiadas por galenos.
Hasta entonces, no se debe pensar mucho en ellas, pues temo que la mente de
aquel que las piensa se vuelva mórbida y sucumba ante toda su repugnancia.
Descorazonado, busqué a un sirviente y le pedí que me llevara al
comedor. Este se encontraba a considerable distancia, así que para cuando
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llegamos allí, Sardónicus y su esposa ya estaban esperándome sentados a la
mesa. Él se incorporó y con esa repugnante sonrisa en su rostro, me indicó
donde sentarme. Ella también se levantó y me tomó por el brazo, dirigiéndose a
mí como: "querido Sir Robert", y me condujo hasta mi lugar. El contacto de su
piel, que antes me hubiese hecho sentir bien, ya no era de mi agrado.
Una falsa jovialidad invadió la mesa durante la cena. La risa de Maude
me pareció desatinada y falsa. Sardónicus tomó demasiado vino y su manera
de hablar se volvió aun más confusa. Busqué la manera de hablar de cosas
triviales, repitiendo algunas anécdotas acerca del teatro de Londres, que había
relacionado hasta ahora con Maude y también describiendo la interpretación del
señor Macready en Macbeth.
—Algunos actores —dijo Sardónicus— interpretan al capitán escocés
como una criatura compuesta de pura maldad, desprovisto totalmente de
buenas cualidades. Dichas interpretaciones son hechas a menudo por aquellos
que piensan que ningún ser humano puede ser tan terriblemente perverso.
— ¿Está de acuerdo Sir Robert?
— ¡No! —le dije llanamente, mientras lo miraba a la cara; y agregué—:
Me parece totalmente posible que un hombre carezca de virtudes y sea un
demonio de carne y hueso.
De inmediato empezó una discusión acerca del personaje de Iago, quien
se saciaba con endemoniado deleite cuando torturaba a sus semejantes.
La cena fue, supongo, excelente y el vino de buena cosecha, pero
confieso haber degustado poco de lo que había frente a mí. Al final de la cena,
Maude se retiró un momento y Sardónicus me escoltó hasta la biblioteca, donde
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ordenó que se sirviera el brandy. Abrió la caja de habanos y expresó su
admiración por ellos; me dio las gracias y luego me los ofreció. Tomé uno y nos
dispusimos a fumar. El hecho de fumar hizo que Sardónicus se viera aun más
grotesco: siendo incapaz de sostener el cigarro entre sus labios, lo asió con
fuerza entre sus dientes, siempre visibles, creando un espectáculo único.
Sirvieron el brandy y bebí sin medida, pues aunque no acostumbro a beber en
exceso, me pereció que le haría bien a mi desanimado espíritu.
—Usted usó la palabra "endemoniado" hace un momento, Sir Robert —
dijo Sardónicus. Es una de esas palabras que uno usa fácilmente en una
conversación; se la emplea sin detenerse a pensar en su significado. Pero, en
mi opinión, no es un término que deba usarse a la ligera. Cuando se hace, se
debe tener en mente la firme y constante imagen de un "ogro".
—Quizás la tenía —le dije.
—Quizás —admitió—. O quizás no. Busquemos una definición exacta
para esta palabra.
Se levantó y se dirigió a uno de los estantes que cubrían las paredes de
la habitación. Alcanzó un gran diccionario de dos volúmenes.
—Veamos —murmuró—. Queremos el volumen uno, que va de la A a la
O, ¿verdad? Ahora, déjeme ver: oficioso…, ofidio…, ofrenda…, ofuscar…, ¿una
palabra interesante, verdad, Sir Robert? Deslumbrar, engañar, impedir que
alguien vea bien. Ogaño…, ah, "ogro". Entre las naciones de Europa del Este,
demonio imaginario que saquea las tumbas y se alimenta de los cuerpos. ¿Uno
debería decir entonces que él "juega a las escondidas en la oscuridad"? Sonrió
entre dientes. Regresó a su silla y se sirvió un poco más de brandy.
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—Cuando usted describió el proceder de Iago como endemoniado —
continuó— ¿pensó en él como un habitante de Europa del Este? O ¿tal vez
quiso decir que un ser imaginario como el que estuvo en contra de Otelo y
Desdémona? ¿Y pretendía usted sugerir seriamente que éste acostumbraba
profanar las tumbas y luego alimentarse con lo que encontraba dentro?
—Usé la palabra en sentido figurado —le dije.
—Ah —dijo Sardónicus— es quizás porque usted es inglés y no cree en
los ogros. Si usted fuera de Europa Central, como yo, creería que existen y no
se vería tentado a usar esa palabra sino literalmente. En mi país (nací en
Polonia) entendemos estas cosas. Yo, de hecho, conozco a un ogro. Se detuvo
por un momento, luego me miró y dijo:
—Ustedes los ingleses son tan aburridos; nada los impresiona. Estoy
aquí sentado mientras le digo algo espantoso, y usted ni siquiera parpadea.
¿Será acaso que no me cree?
—Sería grosero dudar de la palabra de mi anfitrión —le dije.
—Un inglés puede ser muchas cosas, pero nunca un patán, ¿verdad, Sir
Robert? Permítame llenar su copa una vez más, mi amigo, y luego déjeme
hablarle de los ogros, que por ningún motivo son imaginarios, ni están
restringidos a morar sólo en Europa del Este, como ese estúpido diccionario
pretende hacernos creer. Tampoco se alimentan necesariamente de carroña, ya
que están interesados, muy interesados, en el desagradable contenido de las
tumbas. Déjeme contarle una historia de mi país, Sir Robert, una historia que, si
es que tengo dotes de narrador, hará que usted crea profundamente en los
ogros. Se divertirá usted un poco, espero, y también incrementará su
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conocimiento. Aprenderá, por ejemplo, lo bajo que puede caer el ser humano y
lo verdaderamente monstruoso puede ser un hombre.
—Debe usted transportarse mentalmente —dijo Sardónicus— unos años
atrás, a la parte rural de la tierra en que nací. Ahí conocerá a una familia del
campo, trabajadora, respetuosa de la ley, con temor a Dios y de recursos
moderados. El jefe de esta familia era un simple feligrés llamado Tadeusz
Boleslawski. Era un hombre de temperamento tranquilo, dispuesto siempre a
ayudar al prójimo, amante esposo de su devota mujer y padre de cinco fuertes
muchachos. También iba a la iglesia con regularidad y rara vez se le oyó usar el
nombre de Dios en vano. Las elegantes mujeres que se ocupan de sus oficios
en ciertas casas cerca de la gran ciudad, Varsovia, no le atraían, aunque
algunos de sus vecinos del sexo masculino, sucumbían ante tales
demostraciones de afecto con mucha regularidad en sus visitas a la metrópolis.
No bebía en exceso: un vaso de cerveza con la cena o una copa o dos de vino
en ocasiones especiales. Tampoco bebía licores fuertes, ni usaba vocabulario
grotesco o buscaba a las mujeres fáciles. Ésas no eran las debilidades de
Tadeusz Boleslawski. Su debilidad era el juego.
»Cada mes viajaba a Varsovia a vender sus productos en el mercado y
comprar algunas cosas necesarias para su hogar. Mientras sus camaradas
visitaban los burdeles, Tadeuzs se ocupaba estrictamente de sus negocios,
salvo por una desviación menor. Compraba un billete de lotería, y lo guardaba
seguro dentro del pequeño y apretado bolsillo de su mejor chaleco, el cual
usaba sólo los domingos o cada vez que viajaba a la cuidad; luego se olvidaba
de él por completo hasta el siguiente mes, cuando, al llegar a la ciudad, sacaría
23
el billete del bolsillo y revisaría de manera atenta la lista de ganadores. Luego,
después de haber rasgado metódicamente el billete hasta convertido en tiras —
ya que Tadeuzs nunca vivió para ganar la lotería— compraba otro. Este ritual
era parte de su vida: lo llevó a cabo cada mes durante veintitrés años y el hecho
de nunca haber ganado no lo desalentó. Su esposa conocía su hábito, pero
como era el único defecto de este buen hombre, ella nunca le reclamó.
Afuera pude escuchar cómo soplaba el viento de manera funesta. Me
serví un poco más de brandy mientras Sardónicus continuaba con su relato:
»Los años pasaron. Tres de los cinco hijos se casaron; dos, Henryk y
Marek, el menor, todavía vivían con sus padres, cuando Tadeuzs, quien
siempre había sido saludable, colapsó un día en el campo y murió. Voy a ser
breve en el recuento del pesar de la familia; los hijos regresaron con sus
esposas para asistir a las exequias en el pequeño cementerio de la comunidad,
etc. El buen hombre había dejado unas pocas posesiones que fueron divididas
entre sus herederos. De acuerdo con lo estipulado en su testamento, por
supuesto, la mayor cuota le correspondió al hijo mayor. Aunque esto era una
costumbre, los otros hijos no pudieron evitar sentirse un poco enfadados, pero
la mayoría mantuvo la calma, especialmente el menor, Marek, quien era quizás
el más tranquilo de ellos; un muchacho callado por naturaleza, interesado en
mejorar su suerte a través de lo que aprendía en los libros.
»Imagine, señor, la alegría de la viuda cuando, exactamente tres
semanas después del funeral de su esposo, recibió de un hombre la noticia de
que el billete de lotería de Tadeuzs había sido el ganador. Era una terrible
ironía, pero por supuesto, las condiciones habían sido duras para la pobre mujer
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y empeorarían con su marido ahora muerto, así que no tenía tiempo para
ponerse a pensar en esa ironía. Se dispuso a buscar el billete de lotería entre
las pertenencias del marido. Vaciaron los cajones sobre el piso; rebuscaron en
cajas y armarios; sacudieron la Biblia de la familia. Años antes, Tadeuzs había
tenido el hábito de esconder temporalmente el dinero bajo una de las tablas del
piso en su habitación. Esta cavidad todavía estaba ahí, pero la búsqueda fue en
vano. Enviaron a pedir a sus hijos los pocos efectos personales que habían
heredado. ¿Se habría extraviado el billete ahí? ¿Estaría en la caja de rapé? En
alguna prenda? Y en ese momento, Sir Robert, el hijo mayor saltó:
»— ¡Una prenda!” —gritó. “Nuestro padre siempre usó su chaleco de los
domingos para ir a la ciudad cuando compraba sus tiquetes de lotería, el mismo
chaleco con el que fue sepultado.
»—Sí, sí —gritaron todos excepto Marek. Y así comenzaron a tramar el
plan para la exhumación del cuerpo. En ese momento, la viuda habló con
firmeza:
»—Su padre descansa en paz —dijo— y no debe ser molestado.
Ninguna cantidad de oro confortará nuestros corazones si perturbamos su paz.
»Sus hijos protestaron con vehemencia, pero la viuda se mantuvo firme.
»—Ninguno de mis hijos profanará la tumba de su padre, a menos que
primero mate a su madre.
»A regañadientes, los hijos desistieron de sus planes. Pero aquella
noche, Marek despertó y se dio cuenta de que su madre no estaba en la casa.
Sintió miedo, ya que esa no era su forma habitual de proceder. Su intuición lo
llevó hasta la tumba, donde encontró a su madre guardando vigilia en la tumba
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de su esposo, protegiéndolo de la codicia de los saqueadores de tumbas. Marek
le imploró que se alejara de ese frío lugar y volviera a la casa. Al principio se
rehusó; fue sólo hasta cuando Marek le ofreció vigilar toda la noche que ella
cedió y regresó a la casa, dejando a su hijo menor para que resguardara la
tumba de una profanación.
»Marek esperó durante una hora y después sacó de debajo de su camisa
una pequeña pala. Era un joven fuerte, pero la codicia del hijo menor despojado
de su herencia sumó fortaleza a sus brazos. Cavó con persistencia,
deteniéndose pocas veces a descansar, hasta que el féretro quedó al
descubierto. Entonces, levantó la rechinante tapa. Un baho fétido inundó sus
fosas nasales y casi lo hizo desfallecer, pero él sacó fuerzas de flaqueza y
buscó en los bolsillos del deteriorado chaleco del muerto.
»La luna fue su ruina —Sir Robert— ya que sus rayos, hasta entonces
ocultos, bañaron el rostro del padre. Al ver su cara, el joven retrocedió y se fue
dando vueltas contra la pared de la fosa mientras respiraba con dificultad. Ahora
como usted debe de saber, el solo hecho de mirar a su padre, incluso en un
avanzado estado de descomposición, hizo que no pudiera resistir; pero lo que
no pudo anticipar…
En ese momento, Sardónicus se me acercó y su semblante, pálido y
sonriente, era todo lo que veía.
»Pero lo que no pudo anticipar, mi querido señor, fue que el rostro de su
padre en su rigor de muerte, lo mirara de manera horrenda a la cara.
La voz de Sardónicus se convirtió en un silbido de serpiente.
»Y Sir Robert —agregó— lo más terrible y lo más inesperado de todo fue
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que los labios del cadáver estaban replegados sobre los dientes en una
constante y desgarradora sonrisa.
No sé si fue lo horripilante de su historia; mirar su horroroso rostro cerca
del mío; el deprimente silbido del viento afuera; el brandy que había bebido o la
combinación de todo eso, pero cuando Sardónicus susurró esas últimas
palabras, una fría sensación se apoderó de mi corazón y por un momento, un
interminable momento arrancado de la esencia del tiempo, me convencí de que,
más allá de cualquier duda, más allá de todo razonamiento lógico, el rostro que
estaba mirando era el de un cadáver revivido, por algún arte oscuro, para
caminar entre los vivos, y que aunque muerto, permanecía vivo.
Finalmente, el momento de horror pasó y triunfó la razón. Sardónicus,
considerablemente afectado por su propio relate se recostó temblando en su
silla. Después de un largo rato, habló otra vez.
—El recuerdo de aquella noche, Sir Robert, aunque han pasado ya
muchos años, todavía me llena de terror. Usted comprenderá cuando le cuente
lo que probablemente ya sepa: que yo soy ese endemoniado hijo, Marek.
No lo había adivinado; pero como no deseaba decirle que por un instante
había pensado que él era el padre muerto, no dije nada.
»Cuando recobré el sentido —dijo Sardónicus—, salí "de la tumba y corrí
tan rápido como mis piernas me lo permitieron. Acababa de llegar a la puerta
del cementerio, cuando me percaté de que no había logrado el propósito de mi
misión. El billete de lotería todavía estaba en el bolsillo de mi padre.
»Pero de seguro —comencé a decir— ¿de seguro ignoraría el hecho y
continuaría corriendo?
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»No, Sir Robert— a pesar de mi terror, me detuve, y me obligué a mí
mismo a volver sobre mis apresurados pasos. Aunque estaba aterrorizado,
descendí una vez más dentro de la fosa. A pesar de mi disgusto, alcancé el
bolsillo del chaleco de mi padre y extraje el billete. Debo agregar que esta vez
alejé mis ojos de su cara.
»Pero aún no había pasado el terror; en realidad, ese era solo el
principio. Regresé a casa a altas horas de la noche, y todos dormían, lo que fue
un alivio para mí, ya que mis vestimentas estaban cubiertas de tierra y todavía
temblaba debido a mi aterradora experiencia. Sin hacer ruido, puse agua en un
lebrillo y me dispuse a lavar parte de la tierra del cementerio de mi cara y mis
manos. Al momento de lavarme me miré al espejo y grité tan fuerte que
desperté a todos en la casa.
»Mi cara estaba como la ve ahora, una réplica de la cara de mi difunto
padre: los labios echados hacia atrás en una perpetua sonrisa de burla. Traté de
cerrar la boca, pero no pude. Los músculos permanecían inmóviles, como
atrapados por el gélido rigor de la muerte. Escuché que mi familia se acercaba
guiada por mis gritos, pero como no deseaba que me miraran, huí de la casa,
Sir Robert, para nunca regresar.
»Mientras vagaba por los caminos rurales, mi mente buscaba la causa de
la desgracia que había caído sobre mí. A pesar de ser un aldeano, había leído
mucho y tenía una mente clara y racional que no era susceptible a explicaciones
simples de lo sobrenatural. No creo que Dios haya puesto una maldición sobre
mí para castigarme por mis actos. No es posible que algún maligno poder de
más allá de la tumba haya emergido para marcar mi rostro. Al fin, comencé a
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pensar que fue esa terrible impresión la que dejó mi rostro como usted lo ve
ahora, y que mi gran sentimiento de culpa hizo que quedara igual al rostro de mi
padre. Conmoción y culpa: grandes poderes, ni de Dios, ni del enemigo de
abajo, sino desde lo más profundo de mi ser, de mi cerebro, de mi alma.
»Permítame terminar rápidamente esta historia, Sir Robert. Usted debe
saber que a pesar de mi desagradable rostro, cambié el billete de lotería y de
esa forma obtuve una cantidad de dinero que a usted no le parecería grande,
pero que era más de lo que había visto en aquel tiempo. Fue el apoyo a partir
del cual trabajé con ahínco y me convirtió, como resultado de mi astuta
perspicacia, en uno de los hombres más ricos de Europa Central. Naturalmente,
busqué médicos y les imploré que volvieran mi rostro a su estado original.
Ninguno lo logró, a pesar de que les ofrecí grandes sumas si lo hacían. Mi rostro
permaneció fijo en esta maldita e incesante sonrisa y mi corazón conoció la más
profunda desesperación imaginable. Ni siquiera puedo pronunciar mi propio
nombre. Por una terrible ironía, las iniciales de mi primer y último nombre son
imposibles de pronunciar para mis labios paralizados.
»Esto parecía la suprema humillación. Debo reconocer que, en aquel
momento, estuve peligrosamente al borde de mi autodestrucción, pero el
espíritu de supervivencia prevaleció y sobreviví a esa desgracia. Cambié mi
nombre. Había leído acerca del Risus Sardonicus y sus horribles características
vinieron a mi mente amargada; así me convertí en Sardónicus, un nombre que
puedo pronunciar sin dificultad.
Sardónicus hizo una pausa y bebió un sorbo de brandy.
»Se preguntará —dijo luego— de qué manera le concierne a usted mi
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historia.
Podría haberlo adivinado pero dije:
—Yo soy…
»Sir Robert —dijo— usted es muy conocido en el mundo de la medicina.
La mayoría de los legos tal vez no han oído hablar de usted, pero uno como yo,
un lego que lee ávidamente los diarios médicos en busca de las noticias de
descubrimientos recientes relacionados con la cura de músculos paralizados, he
escuchado de usted una y otra vez. Sus investigaciones sobre estos problemas
le han hecho ganar una gran reputación profesional, así como le han hecho
merecedor de su título de nobleza. Algunas veces he pensado visitar Londres y
buscarlo. He consultado a muchos médicos, personas renombradas: Keller en
Berlín, Morignac en París, Buonagente en Milán, pero ninguno ha sido capaz de
ayudarme. Mi desesperanza ha sido total e impidió que hiciera el largo viaje
hasta Inglaterra. Pero cuando supe, sublime coincidencia, que mi esposa lo
conocía, recobré las esperanzas. Sir Robert, le pido honestamente que me
cure; que me libre de esta maldición; que me haga lucir una vez más como un
hombre; que pueda caminar bajo el sol otra vez, entre mis prójimos, como
cualquiera de ellos, en vez de ser una espantosa gárgola que es rechazada,
temida y ridiculizada. ¿Seguro que no lo hará, no me lo negará?
Como un péndulo, mis sentimientos por Sardónicus se inclinaron otra vez
a su favor. Su historia, su predicamento, habían calado en mi corazón y pensé
una vez más en que un hombre en su situación debería ser perdonado. Por un
momento olvidé la extraña conversación que había escuchado antes entre él y
Maudé y le dije:
—Lo examinaré, señor Sardónicus. Hizo bien en decírmelo; nunca
debemos perder la esperanza. Entrelazó sus manos y dijo:
—Ay señor, bendito sea para siempre.
Llevé a cabo el examen ahí mismo. Aunque no se lo dije, nunca había
visto unos músculos tan rígidos como los de su cara. Sólo podría compararlos
con una roca; así de rígidos estaban.
—No obstante —le dije—, mañana comenzaremos el tratamiento. Calor
y masaje.
—Ya se intentó —respondió— sin resultados positivos.
—Los masajes difieren de un par de manos a otro —le contesté—. He
tenido éxito con mis técnicas y, además, tengo fe en ellas. Quédese tranquilo
señor y tenga confianza.
Tomó mis manos entre las suyas y dijo:
—Debo hacerlo. Pero si usted, si usted Sir Robert Cargrave, falla…
No completó la oración, pero sus ojos asumieron un aspecto tan amargo,
tan lleno de odio, tan extrañamente frío y ardiente a la vez, que esa noche
flotaron en mis sueños.
No dormí bien. Desperté muchas veces con una fiebre causada por la
bebida y las emociones turbulentas. Cuando los primeros rayos del sol
alcanzaron mi almohada, me levanté sin haber descansado como debía.
Después de un baño frío y un desayuno liviano en mi habitación, bajé al salón
donde alguien tocaba una pieza musical. Maude ya estaba ahí, interpretando
una pequeña pieza en la espineta. Levantó la vista y me saludó.
—Buenos días, Sir Robert, ¿conoce la música del señor Gottschalck? Es
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un pianista de América. Este tema se llama: "El sonrojo de la doncella.
¿Encantador, verdad?
—Totalmente encantador —le dije con respeto, aunque no estaba de
humor para los buenos modales.
Maude pronto terminó la pieza y cerró la partitura. Se volvió hacia mí y
dijo en tono serio:
— Ya me informaron lo que va a hacer por mi pobre esposo, Sir Robert.
No puedo más que expresar mi gratitud.
—No es necesario —le aseguré— como médico, y también como su
viejo amigo, no podría hacer menos. Espero que comprenda, de todas maneras,
que no puedo garantizar su cura. Trataré y trataré hasta el límite de mis
posibilidades, pero más que eso, no puedo prometer nada.
La súplica brillaba en sus ojos:
—Cúrelo, Sir Robert, se lo imploro.
—Entiendo sus sentimientos señora —le dije—. Es natural que usted
abogue fervientemente por su recuperación: una esposa devota no podría
pensar de otra manera.
—0h, señor —dijo ella, con una voz que mostraba cierta ironía— usted
me malentiende. Mi ferviente esperanza brota del más absoluto egoísmo.
— ¿Cómo puede ser eso posible? —pregunté.
—Si usted no logra curado —dijo— sufriré.
Comprendo pero…
—No, usted no comprende —dijo ella— pero no puedo explicarle un poco
más sin ofender. Hay algunas cosas que de las cuales es mejor no hablar; es
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suficiente decir que, para obligarlo a hacer su mejor esfuerzo, hasta el límite de
sus posibilidades, como usted dijo, mi esposo pretende alargar su estadía
amenazando con castigarme si no hace lo que él dice.
—Eso es monstruoso —grité—. Esto no puede tolerarse. ¿Pero de que
manera, por Dios, se atrevería a castigarla? ¡No me diga que sería capaz de
golpearla!
—Desearía que una mera golpiza fuese suficiente para él suspiró—,
pero su intelecto conoce una tortura más sutil. No, él me detiene y a usted a
través de mí. Un castigo mucho mayor, un castigo, ¡créame! tan repulsivo a los
sentidos, tan vil y degradante sin duda, que mi mente se angustia de solo
pensarlo. Ahórrese sus preguntas, señor, se lo imploro, pues describir ese
castigo me sumergiría en un abismo de humillación y vergüenza.
Ella comenzó a sollozar y las lágrimas le corrieron por las mejillas. Sin
poder contener más mis sentimientos hacia ella, me arrojé a su lado y tomé sus
manos entre las mías.
—Maude —le dije—, ¿puedo llamarte así? En el pasado me dirigía a ti
sólo como la señorita Randall, ahora sólo te puedo llamar la señora Sardónicus.
Pero en mi corazón, entonces y ahora, tú eres, siempre has sido y siempre
serás, simplemente Maude, mi querida Maude.
—Robert —susurró—, mi querido Robert. Todos estos años he anhelado
escuchar de tus labios mi nombre de pila.
—El cariño que sentimos —le dije —, nunca, por honor, llegará a ser algo
más. Pero, confía en mí, querida Maude, de alguna manera te libraré de la
tiranía de esa criatura; te lo juro.
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—No tengo esperanzas —me dijo—, salvo en ti. Que siga como estoy o
que sea victima de un indescriptible horror, está en tus manos. Mi destino está
en tus manos, esas prodigiosas y fuertes manos, Sir Robert.
Su voz se convirtió en un susurro:
— ¡No me falles, por favor, no me falles!
—Domina tus miedos —le dije—. Regresa a tu música; ponte de buen
humor; y si no puedes, finge. Ahora, iré a tratar a tu esposo y a confrontarlo con
lo que me acabas de decir.
— ¡No! —gritó—. No lo hagas, te lo suplico, Robert. Temo que, en caso
de que falles, él planee grandes atrocidades además de la agonía a la que va a
someterme.
—Bien —le dije—. No hablaré de esto con él, pero mi corazón sufre al no
conocer la naturaleza del tormento al que temes.
—No preguntes más. Robert —dijo ella volteándose. —Ve con mi esposo
y cúralo, así no temeré más a esos tormentos.
Estreché su hermosa mano y salí del salón. Sardónicus me esperaba en
su habitación. Los sirvientes trajeron al lugar cantidades de agua caliente y pilas
de toallas según lo ordené.
Sardónicus estaba desnudo hasta la cintura; mostraba un torso fuerte y
musculoso, que empero conservaba la misma palidez fosforescente de su
rostro. Era, y ahora lo entiendo, la palidez de alguien que ha evitado la luz del
sol por años.
—Como puede ver, señor —me dijo—, estoy listo para sus curaciones.
Le ordené reclinarse sobre el sofá para comenzar el tratamiento. Nunca
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he trabajado tanto con tan pocos resultados. Después de alternar las
aplicaciones de calor y masajes por un periodo de cuarenta y cinco minutos, no
logré ningún progreso. Los músculos de su cara permanecían tan duros como el
mármol; no se habían relajado ni por un instante. Yo estaba terriblemente
cansado. El ordenó que trajeran el almuerzo a la habitación; y luego de un corto
descanso, comencé otra vez. El reloj dio las seis cuando por último, caí rendido
en una silla, temblando de cansancio debido al gran esfuerzo que implicó el
tratamiento. Su rostro no había sufrido cambio alguno.
— ¿Qué falta por hacer, señor? —preguntó.
—No lo voy a engañar —dije—. Está más allá de mi habilidad aliviar su
condición. No puedo hacer nada más.
Se levantó rápidamente del sillón. Debe hacer más —gritó— ¡usted es mi
última esperanza!
—Señor —aseguré—, siempre hay nuevos descubrimientos médicos.
Deposite su confianza en Aquel que lo creó.
—Deje de hablar incoherencias de una vez por todas —reclamó.
—Su tonto sentimentalismo me enferma. Reanude el tratamiento.
Me rehusé.
—He aplicado todo mi conocimiento y todo mi arte a su aflicción, se lo
aseguro.
—Reanudar el tratamiento seria inútil y tonto, ya que como usted lo
anticipó, esa condición es producto de su mente.
—Anoche, mientras cenábamos —afirmó Sardónicus— conversamos
acerca del personaje de Macbeth ¿Recuerda usted lo que él le dijo a su doctor?
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“¿No puedes calmar su espíritu enfermo, arrancar
de su memoria los arraigados pesares, borrar las
angustias grabadas en el cerebro, y con un dulce
antídoto olvidador arrojar de su seno oprimido
las peligrosas materias que pesan sobre el corazón?”
—Lo recuerdo —le dije—, y también la respuesta del doctor:
“En tales casos, el paciente debe ser su mismo médico”.
Me levanté y me dirigí a la puerta.
—Un momento, Sir Robert —replicó.
Me volví.
—Disculpe mi precipitada reacción de hace un momento. No obstante la
naturaleza mental de mi aflicción y el hecho de que este tipo de tratamiento
haya fallado, ¿seguramente existe algún otro?
—Ninguno —le dije—, que haya sido suficientemente probado. Ninguno
que me atreviese a aplicar en un cuerpo humano.
—Ah, entonces sí existen otros tratamientos.
Me encogí de hombros.
—No piense en ellos, señor. En este momento no están disponibles para
usted—. Me compadecí de él y añadí —lo siento.
—Doctor, le imploro que use cualquier tratamiento que existe, así no
haya sido probado.
—Esos tratamientos están cargados de riesgos —le dije.
— ¿Peligro? —sonrió—. ¿Peligro de qué? ¿De quedar desfigurado? De
seguro ningún hombre ha quedado más desfigurado que yo. ¿De muerte? Estoy
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dispuesto a jugarme la vida.
—Yo no estoy dispuesto a jugar con su vida. Toda vida es preciosa;
incluso la suya.
—Sir Robert, le pagaré mil libras.
—No es cuestión de dinero.
—Cinco mil libras, Sir Robert. Diez mil libras!
— ¡No!
Se sentó en el sofá.
—Muy bien —me dijo—, entonces voy a ofrecerle un último aliciente.
—Aunque fuese un millón de libras, no podría persuadirme.
—El aliciente del que hablo, no es dinero. ¿Escuchará entonces?
Me senté.
—Hable señor —le dije—, si así lo desea, pero nada me va a persuadir
para que use un tratamiento cuyo precio pueda ser su propia vida.
—Sir Robert —dijo después de hacer una pausa—, ayer por la tarde,
cuando bajé a conocerlo por primera vez, escuché alegres melodías en el salón.
Usted cantaba una encantadora melodía con mi esposa. Luego, no pude más
que notar cómo miraba a mi esposa.
—No fueron recíprocas señor, le ofrezco las más humildes disculpas por
mi inapropiada conducta.
—No me entiende —me dijo—. Usted ha sido su amigo desde los viejos
tiempos en Londres; en aquel momento, sentía usted un ardiente afecto por ella,
me parece. Esto no me sorprende ya que se trataba de una dama cuyo rostro y
figura prometen voluptuosos placeres y, sin embargo, con los más decorosos y
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correctos modales. Me atrevería a anticipar que su ardor no ha disminuido con
los años; y que, al mirarla, se avivan los rescoldos. No, señor, escúcheme; ¿qué
diría usted, Sir Robert, si yo le dijera que puede apagar esas llamas?
Hice cara de pocos amigos.
— ¿Qué significa eso señor?
— ¿Es que debo hablarle más claramente? Le estoy ofreciendo una
oportunidad de oro para que disfrute ese amor que arde en su corazón. Para
devolvérselo en una sola noche, si es suficiente para usted; o por un periodo
más amplio de digamos semanas; meses; un año, si así lo desea; tanto como
quiera.
— ¡Villano! —grité— y me levanté con violencia.
No me prestó atención y continuó hablando:
—Como mi invitado, Sir Robert le ofrezco un verdadero paraíso oriental
de ilimitados placeres. —Sonrió y luego hizo un recuento de las bondades de su
esposa. —Considere, señor —dijo— ese incomparable seno semejante al
alabastro— que ha sido teñido del suave color de la rosa; esas exquisitas
extremidades.
— ¡Suficiente! —increpé—. No estoy dispuesto a escuchar más sus
porquerías.
Me dirigí hacia la puerta.
—Sí, lo hará, Sir Robert —dijo inmediatamente—. Va a escuchar mucho
más de mis porquerías. Va a tener que oír lo que planeo hacerle a su amada
Maude. ¿Fallaría en su intento por librarme de esta deformidad?
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De nuevo, me detuve y me di vuelta sin pronunciar una sola palabra, y
esperé que continuara hablando.
—Creo haber llamado su atención —dijo —. Escuche: si usted cree que
antes hablé de manera inapropiada, pronto se verá forzado a aceptar que mis
anteriores palabras fueron, por comparación, tan puras como las de El libro de
la Liturgia de la Iglesia Anglicana. Si las gratificaciones no lo tientan, tal vez las
amenazas puedan contenerlo. En conclusión, Maude será castigada si usted
falta a su obligación, Sir Robert.
—Ella es inocente.
—En efecto. Por lo tanto, así de exquisita e insoportable deberá ser para
usted la idea de su castigo.
Mi mente empezó a dar vueltas. No podía creer que hubiese dicho
semejantes palabras.
—Muy profundo, en las entrañas de este viejo castillo están los calabozos
—dijo Sardónicus—. Supongamos que le diga que mi intención es arrastrar a
mi esposa hacia aquel lugar y extender su delicado cuerpo en el potro hasta que
no resista más.
— ¡No se atreverá! —grité.
—Que me atreva o no, no es la cuestión aquí. Hablo del potro sólo
porque puedo asegurarle que Maude preferiría infinitamente esa terrible
máquina al castigo que en verdad preparé para ella. Se lo voy a describir.
Supongo que querrá sentarse.
—Permaneceré de pie.
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—Quizás le asombre el hecho de que Maude se haya casado conmigo,
justo cuando abundaban hombres de tan buena presencia, hombres como
usted, que la adoraban. Entonces, ¿por qué ella eligió casarse con un monstruo,
una criatura horrorosa a la vista, quien, además, no poseía ningún don que lo
redimiera, ni de belleza espiritual, bondad o encanto?
»Conocí a Maude Randall por primera vez en París. Digo “conocí,” pero
sería más exacto decir que simplemente la vi, de hecho, desde la ventana de mi
hotel. Incluso en la sociedad parisina, en donde abundan damas de
extraordinaria pulcritud, ella era aún más extraordinaria. Usted probablemente
dirá que me enamoré de ella, pero no me gusta la palabra “amor”; yo
simplemente diría que el solo mirarla encantó mis sentidos de la manera más
agradable. Decidí hacerla mía. ¿Pero cómo? ¿Mostrándole mi cara
irresistiblemente atractiva? Difícilmente. Comencé de manera metódica:
contraté a unos investigadores privados para que averiguaran todo acerca de
ella, de su madre y de su padre, quienes aún vivían para entonces. Descubrí
que su padre tenía la costumbre de hacer inversiones. Entonces me encargué
de que recibiera información supuestamente muy confiable, la cual no lo era del
todo. Él hizo una gran inversión, pero de súbito quedó en la ruina. Debo decir
que no planeé su consecuente suicidio, pero cuando ocurrió éste trágico evento,
me llené de regocijo, ya que esto actuó a mi favor. Me presenté con la
inconsolable viuda y su hija, diciéndoles que las excelentes cualidades del señor
Randall eran ampliamente conocidas en el mundo de los negocios, y que me
consideraba casi un amigo muy cercano. Me ofrecí para ayudarles en lo que
fuese posible. A fuerza de excesiva humildad y persuasión, gané su confianza y
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logré disminuir su aversión a mi rostro. Esto, como comprenderá, ocupó un
periodo de muchos meses de principio a fin. No mencioné el matrimonio, no di
señales de afecto hacia la hija, al menos durante seis de todos esos meses;
cuando lo hice, otra vez con mucho respeto y sumisión, ella me rechazó con
dulzura. Lo volví a intentar caballerosamente, afirmando que solo deseaba
conservar su amistad y la de su madre. Ella contestó que también compartía mi
deseo, y que, aunque nunca podría mirarme como objeto de su amor, en
realidad me consideraba su amigo. La madre, se deprimió profundamente
después de la muerte del padre y al poco tiempo exhaló su último aliento; otro
incidente no planeado, pero bien recibido por mí. Ahora, la adorable criatura
estaba sola en el mundo, en una ciudad extraña, sin dinero, sin nadie que la
guiara y sin nadie en quién apoyarse, salvo el benévolo Sardónicus. Esperé
muchas semanas y luego le pedí una vez más que se casara conmigo. Durante
algunos días continuó rechazando la oferta, pero sus negativas se hicieron más
y más débiles, hasta que, al fin, un día me dijo:
»—Señor, lo aprecio de manera considerable como amigo y benefactor,
aunque mis otros sentimientos hacia usted no hayan cambiado. Si usted
pudiera estar satisfecho con tan singular condición, si usted pudiera estar de
acuerdo en casarse con una dama y aun así, aceptarla sólo como una
acompañante que tiene algún parentesco con usted; si la perspectiva de un
matrimonio sin pasión y sin hijos no le resulta repulsiva —como bien podría
serlo— entonces, señor, mis desafortunadas circunstancias me obligarían a
aceptar su bondadosa oferta.
41
»De inmediato, le hice saber que mi respeto por ella era de la más pura y
elevada variedad; que las urgencias de la carne eran desconocidas para mí;
que vivía en un plano espiritual y que únicamente deseaba su dulce y estimable
compañía a través de los años. Todo esto, por supuesto, era mentira. Lo
contrario era la verdad. Pero esperé, con este engaño, persuadirla para que
aceptara casarse, para que luego, mediante un lento y estratégico proceso,
lograr su sumisión y poseerla. Ella todavía dudaba por la razón, según me
comentó, francamente de que creía que el amor era una parte noble e integral
del matrimonio, que un matrimonio sin este, solo podría ser una cosa vacía y
que aunque yo no conociera las urgencias de la carne, honestamente ella no
podría decir lo mismo de sí. Empero, reiteró, que en lo que a mí concernía, una
relación platónica era todo lo que podría existir entre nosotros. Calmé sus
temores y poco tiempo después ya estábamos casados.
»Y ahora, Sir Robert, le contaré algo sorprendente; me he declarado
amante de los placeres terrenales. Como físico y como hombre de mundo,
usted sabe que un caballero de fuertes apetitos no puede reprimirlos por mucho
tiempo sin fomentar la inquietud y el sufrimiento en su corazón. Y, sin embargo,
señor, ni una sola vez en todos nuestros años de matrimonio —ni una sola vez,
se lo digo— he sido capaz de persuadir o seducir a mi esposa para que ceda y
rompa los estrictos términos de nuestro convenio matrimonial. Cada vez que lo
he intentado, ella se ha alejado de mí con horror y disgusto. Esto no se debe a
ninguna aversión hacia los placeres carnales -—como ella misma lo ha admitido
—sino a causas de mi monstruosa cara.
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»Quizás ahora comprenda mejor la indispensable necesidad de esta
cura; y tal vez también comprenderá la magnitud del dolor que sentirá Maude si
usted fallara al efectuar esa cura. Así que, obsérveme bien, si usted falla, ella
se convertirá en una verdadera esposa para mí, por la fuerza y no por una
pasajera hora, sino todos los días y las noches de su vida, cuando yo lo quiera y
cualquiera que sea la manera que yo escoja para expresar mi privilegio
conyugal.
Como una reflexión agregó:
»Soy imaginativo por naturaleza.
Me sentía desconcertado. Solo podía mirarlo con incredulidad. Luego
continuó:
»Si usted lo considera un leve castigo Sir Robert, entonces no conoce la
profunda aversión que siente ella por mí. No conoce el odio que se acumula
dentro de ella cuando poso mis dedos sobre su brazo. No conoce la fuerza que
requiere su garganta para contenerse de gritar cuando beso su mano. Piénselo,
entonces, piense en el horror que ella sentiría si mis intenciones fueran más
ardientes, más exigentes. Destrozaría su mente, señor, de eso estoy seguro, ya
que ella preferiría abrazar a un reptil.
Sardónicus se levantó y se puso la camisa.
»Sugiero que ambos comencemos a vestirnos para la cena —dijo—.
Mientras se viste, reflexione. Pregúntese a sí mismo, Sir Robert: ¿Podría usted
alguna vez mirarse de nuevo al espejo con la vergüenza y el disgusto de haber
sacrificado a la hermosa e inocente Maude Randall en aras de la más profana
depravación? Considere lo mal que dormirá en su lecho londinense, noche tras
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noche, sabiendo que ella está sufriendo en ese preciso instante porque usted la
abandonó, porque usted permitió que se convirtiera en el pasatiempo de un
monstruo.
Los días que pasaron después de aquella ocasión fueron tediosos y
todavía llenos de ansiedad. Durante esos días, se trajeron algunas provisiones
de Londres y otros lugares; Sardónicus no escatimó los gastos con tal de
procurarme todo lo que le indiqué era necesario para el tratamiento. Evité su
compañía tanto como pude, escapando incluso de su mesa, dando
instrucciones a los sirvientes de traer mis comidas a la habitación. Por otra
parte, buscaba por todos lados la compañía de Maude, esforzándome por
consolarla y por mitigar sus temores. En aquellas horas cuando su esposo
estaba ocupado en asuntos de negocios, conversábamos juntos en el salón y
escuchábamos música. Así, aquellos fueron días salpicados de pequeños
placeres que parecían maravillosos, por haber sido arrebatados de la sombra de
la infelicidad.
En ese tiempo llegué a conocer a Maude, mejor de lo que la había
conocido en Londres. La adversidad eliminó los estratos de cortesía de nuestra
relación y hablamos sinceramente. Llegué a conocer su calidez, así como
también su fortaleza. Le hablé sin reservas de mi amor, aunque en el siguiente
respiro le aseguré que estaba consciente de la desesperanza de ese amor. No
le hablé de la “recompensa” que su esposo me había ofrecido —la cual había
rechazado— y me sentí feliz de saber —indirectamente— que aunque
Sardónicus le había hecho jurar que sería excesivamente amistosa conmigo, no
había revelado el último e innoble propósito de tal cordialidad.
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—Robert, dijo ella de repente, — ¿será posible que él se cure?
No le dije lo imposible que era.
—Por tu bien, Maude —le dije— persistiré más de lo que nunca lo he
hecho en mi vida por lograrlo.
Por fin, llegó el día en que había reunido todo lo necesario: algunas
plantas del nuevo mundo, algún equipo de Londres y un instrumento vital
proveniente de Escocia. Trabajé por mucho tiempo y hasta muy tarde, en
completa soledad, destilando un licor que necesitaba de las plantas. Al día
siguiente, hice traer algunos perros con vida y luego se los llevaron muertos.
Tres días después de eso, un perro salió vivo de mi laboratorio y mis labores de
destilación terminaron.
Le hice saber a Sardónicus que estaba listo para administrar el
tratamiento. Vino a mi laboratorio y me pareció percibir una satisfacción cruel
en su inmóvil sonrisa.
—Estos son los frutos de un gran esfuerzo —dijo—. El hombre es una
criatura indolente, pero encienda el fuego del temor bajo sus pies y verá cuál
milagro no es capaz de hacer.
—No hable de milagros —afirmé—. Pienso que las oraciones no le
harían ningún daño ahora, ya que pronto su vida estará en peligro.
Lo llevé hasta la mesa y le pedí que se acostara sobre ella; lo hizo y luego
comencé a explicarle el tratamiento.
—El explorador Magallanes —dije— escribió acerca de una sustancia
usada en los dardos por los salvajes que habitan en el continente suramericano.
Esta mataba instantáneamente, derribando a animales mientras corrían.
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Extraían esa sustancia de algunas plantas, y es, en esencia, la misma sustancia
que he estado extrayendo estos días atrás.
—¿Un veneno, Sir Robert? —preguntó alterado.
—Cuando se usa con todo su poder este mata causando la relajación
total de los músculos, particularmente los de los pulmones y el corazón. He
pensado mucho que una dilución podría, de manera benéfica, ablandar los
músculos tensos de los pacientes paralizados.
—Muy ingenioso, señor —dijo.
—Debo advertirle —continué— que este extracto nunca ha sido usado en
humanos; podría matarlo. Yo debo, por fuerza, instarlo de nuevo a no usarlo, a
aceptar su suerte y a poner fin a la amenaza de castigo que pesa sobre su
esposa.
—Intenta asustarme, doctor, —dijo entre dientes Sardónicus—; sembrar
desconfianza en mi corazón. Sin embargo, no le temo; un caballero inglés y
respetado médico nunca llevaría a cabo un hecho tan poco honorable como el
de matar a propósito a un paciente bajo su cuidado. Usted no será capaz de
ejercer su poder debido tanto a su código de caballero así como a su juramento
profesional. Sus virtudes son, en suma, el mejor aliado de mis vicios.
Me ericé.
—No soy un asesino como usted. Si me obliga a usar este tratamiento,
haré todo lo que esté a mi alcance para asegurar el éxito, pero no puedo ocultar
la posibilidad de su muerte.
—Supongamos que vivo —dijo fríamente—. Pero si muero, mis hombres
los matarán a ambos, a usted y a mi esposa. No los matarán inmediatamente sí
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soy curado. De suceder lo contrario, Maude será sometida a una suerte a la que
teme más que a la más lenta de las torturas.
No dije nada.
—Pues bien, tráigame ese elixir inmediatamente —dijo— y déjeme
beberlo hasta la última gota para darle fin a esto.
—Esto no es para beber.
Sonrió.
— ¿Planea usted untarlo en los dardos como los salvajes?
—Es una buena broma, —le dije—. En realidad planeo introducirlo en su
cuerpo por medio de un instrumento puntiagudo no muy conocido aún, que me
enviaron de Escocia. La idea original fue puesta en práctica en la Universidad
de Oxford hace mas o menos doscientos años por el doctor Christopher Wren,
pero es recientemente que ha sido desarrollada por mi amigo, el doctor Wood
de Edimburgo, quien le ha dado un uso práctico. Esto, no es más que una
jeringa —le enseñé el instrumento— atada a una aguja. Sólo que la aguja es
hueca, así que, cuando punza la piel, puede llevar drogas curativas de manera
directa al flujo sanguíneo.
—Las artes médicas nunca dejarán de maravillarme —dijo Sardónicus.
Llené la jeringa. Mi paciente dijo:
—Espere.
—¿Tiene miedo —le pregunté.
—Desde aquella noche memorable en la tumba de mi padre —
respondió— no he conocido el temor. Me harté de él en aquel momento y para
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el resto de mi vida. No, simplemente quiero darle instrucciones a uno de mis
hombres.
Se levantó de la mesa y dirigiéndose a la puerta le pidió a uno de sus
ilotas que trajera a Madam Sardónicus al laboratorio.
— ¿Porqué ella debe estar aquí? —pregunté.
—Su presencia —dijo— puede servirle a usted como un recordatorio de
lo que le espera en caso de que yo muera o de aquel otro castigo con el que
puede contar si su tratamiento no resulta efectivo.
Maude entró en la habitación. Observó mi equipo (las burbujeantes
retortas y los tubos, la puntiaguda jeringa) con asombro y horror. Comencé a
explicarle los principios del tratamiento, pero Sardónicus interrumpió:
—La señora no es uno de sus estudiantes Sir Robert. No es necesario
que conozca estos detalles. No se retrase más; comience de una vez.
Se acostó de nuevo sobre la mesa y fijó sus ojos en mi. Le di una mirada
de consuelo a Maude y me dirigí hacia mi paciente. Él no se estremeció cuando
introduje la aguja de la jeringa en el lado izquierdo y luego en el lado derecho de
su cara.
—Ahora, señor —le dije, y me sorprendió el temblor de mi voz—
debemos esperar diez minutos.
Me acerqué a Maude y conversé con ella en voz baja, manteniendo
siempre los ojos en el paciente. Él miraba hacia el cielo raso; su cara
permanecía solidificada en aquel gesto profano. Exactamente diez minutos
después, un leve suspiro se le escapó; corrí a su lado y Maude me siguió.
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Lo miramos con absorbente fascinación conforme aquella cara rígida
lentamente se suavizaba, se relajaba y cambiaba; los labios se acercaban más
uno al otro, cubriendo gradualmente aquellos desnudos dientes y encías,
mientras las arrugas esculpidas se desplegaban y alisaban. Antes de que
pasara un minuto, estábamos mirando la cara de un hombre de serena
apostura. Sus ojos relampaguearon de placer e hizo como si fuera a hablar.
—No —le dije—, no intente hablar todavía. Los músculos de su rostro
están tan relajados que en este momento no podrá mover los labios pero le
pasará. Mi voz resonó con gran júbilo y por un momento olvidé nuestra
enemistad. Él asintió, saltó de la mesa y se dirigió rápidamente hacia un
espejo que colgaba de una pared cercana. Aunque su cara todavía no podía
expresar su alegría, todo su cuerpo pareció extenderse en un gran gesto de
triunfo y un grito de felicidad salió de su garganta.
Se volteó y tomó mi mano; luego miró a Maude directamente a la cara.
Después de un momento, ella dijo:
— Me alegro por usted señor —y desvió la mirada.
Una áspera risa salió de la garganta de Sardónicus. Luego se acercó a mi mesa
de trabajo; arrancó una hoja de uno de mis libros de apuntes y escribió deprisa
y sin cuidado sobre ella. Se la entregó a Maude, que la leyó y luego me la
entregó a mí. El escrito decía: No tema, señora. No será obligada a tolerar mis
caricias. Sé muy bien que la restaurada belleza de mi rostro no influirá un ápice
en el balance de su atracción o repugnancia hacia mí. Por medio de este
documento, queda disuelto nuestro matrimonio. Usted, que ha sido mi esposa
sólo de palabra, ya no es, ni siquiera eso. Le doy su libertad.
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Levanté la vista del papel; Sardónicus había escrito algo más. Arrancó
otra hoja de mi libro de apuntes y me la entregó directamente. Leí: Esta nota es
su salvoconducto fuera del castillo y dentro de la villa. Tendrá todo el oro que
quiera, pero me pregunto si sus escrúpulos ingleses le permiten aceptar mi
dinero. Espero que haya abandonado este lugar antes del amanecer llevándola
a ella con usted.
—Partiremos en una hora —le dije, y llevé a Maude hasta la puerta.
Antes de abandonar la habitación, volteé por última vez hacia Sardónicus.
—Por sus obscenas amenazas —le dije—, por el asesinato indirecto,
pero no menos intencionado de los padres de esta dama; por la avaricia y poca
humanidad que lo llevaron a cometer tales atrocidades aun antes de que su
rostro desfigurado le diese una excusa para comportarse de esa manera; por
estos y por aquellos crímenes que desconozco que infaman su historial, acepte
esta muestra de censura y odio.
Lo golpeé violentamente en la cara. No respondió. Aún seguía en el
laboratorio cuando abandoné la habitación con Maude.
Este extraño acontecimiento probablemente termina aquí. No hay nada
más que decir de este personaje ya que ni Maude ni yo volvimos a verlo ni a
saber nada de él después de esa noche. Y de nosotros no hay nada que decir
más que hemos estado felizmente casados durante doce años y somos los
padres un vigoroso niño y dos niñas que son la adorable imagen de su madre.
Como quiera que sea, he mencionado a mi amigo Lord Henry Stanton, el
inveterado viajero y fiel escritor de cartas; y voy a copiar ahora parte de una
misiva que recibí de él hace sólo una semana; la cual, de hecho, ha sido el
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motivo que me impulsó a revelar la historia completa del señor Sardónicus.
—…pero, mi querido Bobbie –escribió Stanton—,
…en realidad, existe cierto placer de estar en esta parte del mundo, y debo
alegrarme de ver Londres otra vez. Los placeres y el drama se han ido (si en
realidad, alguna vez existieron) y uno debe contentarse con las historias que se
cuentan alrededor de la chimenea en las posadas, con las flamas chispeando y
el vino caliente picándote la garganta agradablemente. Los lugareños se
identifican más con historias desgarradoras, cuentos de sangre y hechos
horripilantes, fantasmas y ogros, así como hechos lúgubres; y debo confesar
que siento cierta afinidad con tales entretenimientos. Le mostrarán una mancha
en la pared y le dirán que es la sangre de una inocente que fue asesinada en
ese lugar hace cincuenta años: no importa cuántas veces se lave, nada
eliminará la mancha, dicen en tono sepulcral y de verdad se hace más profunda
y oscura cierto día del año, en el aniversario de esa muerte violenta. Esperan
que uno asienta de manera preocupada, y por supuesto, uno lo hace, si quiere
alentarlos a seguir contando más historias. Hace mucho, en el siglo XI, le
hubiesen dicho que un batallón de invasores extranjeros fue vencido por los
esqueletos de los patriotas muertos hace mucho tiempo, que se levantaron de
sus tumbas para defender su tierra natal y luego retomar a la tierra una vez que
sus enemigos fuesen expulsados de sus fronteras. (Y cómo están dispuestos a
enseñarte la tumbas de esos huesos vivientes, ¿cómo puedes dejar de creerles,
Bobbie?) Incluso señalarán hacia las ruinas de un desolado castillo —en este
lugar abundan estas deprimentes edificaciones— y te contarán de un espectral
tirano que, escasamente una docena de años atrás, perdió la esperanza y murió
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allí solo, abandonado por sus sirvientes, que siempre lo odiaron, la horripilante
criatura vagó por la villa, pálida y cadavérica; su mente destrozada; implorando
en silencio el favor de incluso los más humildes pordioseros. Y digo, en silencio,
que es la mejor parte de esta gran historia, que me contaron alrededor de la
fogata, estos inventivos aldeanos, ya que ese desafortunado no podía hablar,
no podía comer ni beber nada. ¿Te preguntas por qué? Por la simple razón de
que aunque se desgarraba horriblemente la cara y pidió la ayuda de algunos
hombres muy fuertes para hacerlo, le fue absolutamente imposible abrir la boca.
Maldecido por Lucifer, dicen ellos, padeció de sed y hambre en medio de la más
opulenta riqueza, rodeado por cuñetes de bebidas y mesas llenas de las más
selectas viandas; sufriendo las torturas de Tántalo, hasta que finalmente murió.
Ah, Bobbie, los esfuerzos de nuestros novelistas son descoloridos comparados
con esto. Los literatos ingleses no tienen la desvergonzada y salvaje
imaginación de esta gente. Nunca volveré a leer a la señora Radcliffe con
placer, te lo aseguro; y el fantasma del Rey Hamlet, de hoy en adelante, no
aterrorizará mi alma y llenará mi corazón de miserable lástima. De hecho, ya he
viajado suficiente por regiones exóticas y extraño Inglaterra y a esa pasividad
inglesa que sólo es aliviada por ti y tu querida dama (a quien debes
encomendarme muy calurosamente.) Permaneceré aquí hasta el próximo mes,
tu errante amigo,
Harry Stanton (Bohemia, marzo de 18—)
Ahora no será una difícil hazaña para la mente asumir inmediatamente
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que el hombre desafortunado del último cuento era Sardónicus. De hecho, es
por esa razón que todavía no le he mostrado a Maude la carta de Stanton, ya
que, aunque temía profundamente a Sardónicus, ella es de una naturaleza tan
susceptible y llena de compasión que se afligiría al saber que sufrió tan
horrenda muerte. Pero soy un hombre de ciencia y no saco conclusiones de tan
escasa evidencia. Harry no mencionó la provincia de Bohemia, la cual se
supone fue el lugar de tan terrible drama; y su carta, aunque escrita en
Bohemia, no fue enviada hasta que llegó a Berlín, así que el sello no me dice
nada. Los castillos como el de Sardónicus no son singulares en Bohemia y el
mismo Harry dice que en ese lugar abundan esas estructuras, así que planeo
abstenerme de pensar en cualquier conclusión hasta no recibir a Harry en casa
y obtener de él detalles más precisos sobre ese lugar. Y si es que esa desolada
ruina en forma de calavera es el castillo Sardónicus, y si creo en la historia del
hombre hambriento, entonces existe un hecho curioso y aterrador que me
sorprenderá.
Tardé cinco días en destilar un licor de unas plantas de Sudamérica.
Durante esos días hice que trajeran perros vivos a mi laboratorio. Maté a las
pobres criaturas con el veneno sin diluir, para impresionar a Sardónicus con su
poder letal. Nunca fue mi intención preparar una dosis segura de esa droga letal
ya que sus propiedades eran desconocidas y su potencial muy peligroso. El
líquido que le inyecté a Sardónicus era simplemente agua destilada, nada más.
Ese fue siempre mi plan. El hablar de medicamentos de tierras lejanas no fue
más que una elaborado ardid diseñado para influir, no sobre la parte física de
Sardónicus, sino en su mente. Ya que las técnicas de masajes de Keller,
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Morignac, Buonagente y las propias habían fallado, estaba convencido que sólo
su propia mente podría curarlo. Era necesario persuadirlo, no obstante, de que
un poderoso medicamento le sería administrado. Su mente, como así lo esperé,
proveería el resto, que fue en verdad lo que pasó.
Si la historia del tirano espectral resulta cierta, debemos entonces
contemplar la mente humana con asombro y terror ya que en ese caso no había
nada, ningún impedimento físico, que le impidiera a esa desdichada criatura
abrir la boca y alimentarse. Solo en aquel castillo, con alimentos por doquier al
alcance de los dedos, sufrió un horrendo castigo que no le sobrevino; para
parafrasear las mismas palabras de Sardónicus, ni de Dios en las alturas, ni de
Satanás en el abismo, sino desde su propio pecho, de su mente, de su alma.

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