Siempre al Corazon

No siempre abrían los ojos. Ese era un detalle que las películas interpretaban erróneamente. Pero si abrían los ojos, había que introducir la estaca bien y deprisa, antes de que pudieran chillar y despertar a los demás.

Las películas siempre simplifican los problemas. Esa es una de las primeras cosas que aprendí, después de conocer a los vampiros. Vampiros reales, no sombras en una película, seres auténticos, parte de un mundo de polución, semáforos y tiendas abiertas toda la noche. Estaba a punto de escribir «carne y sangre» auténtica. He tenido que contenerme. Los vampiros no son nada de eso.

Los ojos de Verónica, o los ojos del ser que antaño había sido Verónica, se abrieron bruscamente cuando coloqué la afilada madera en el espacio situado entre sus pechos. Ella era una vampira fuerte, yo siempre lo había sabido. Golpeé la estaca con el mazo de hierro, introduciéndola
por el esternón hasta el corazón antes de que ella se resistiera. Antes de que ella pudiera recobrar su poder. No tuvo tiempo de chillar. Sus ojos reflejaron horror, su boca se abrió en un jadeo que mostró sus afiladísimos dientes. Y todo acabó. La madera atravesó el corazón.

Verónica se estremeció un momento y quedó inmóvil. Saqué el machete de la caja de herramientas y separé cabeza y cuerpo, de modo que Verónica no pudiera nunca volver a ser vampira. Como última medida, llené la boca de ajos. Siempre es útil estar seguro en tales asuntos.

Deposité el mazo, el machete y los ajos restantes en la caja de herramientas y cerré con fuerza la tapa. Regresé a la ventana por donde había entrado. Por entonces había hecho lo mismo tantas veces que casi era una rutina. Pero no podía consentirme un nuevo descuido.

Había sido descuidado una vez, y los vampiros estuvieron a punto de vencerme.

Todavía estaba pagando ese error. Me habían enviado a Verónica. Son muy listos. Casi me convertí en uno de ellos. Se enteraron de mi existencia
gracias a mi primer fallo. Yo había mostrado piedad, y vacilé cuando lo correcto es matar. La noticia de mi misión se propagó por su comunidad,
difundida por la vampira a la que permití vivir una sola noche más.

A partir de entonces me conocían. Sabían cuáles iban a ser mis sentimientos hacia Verónica, y que ella iba a introducirse en mi vida cuando yo más la necesitaba.

Me han oído hablar de películas. Así recuerdo a Verónica, como si la hubiera conocido en una película. La vi por primera vez en un restaurante, avanzando bamboleante entre las mesas. Caminó hacia mí igual que si Ingrid Bergman hubiera salido de «Casablanca».

Era después del anochecer, por supuesto. Prefiero lugares concurridos en cuanto anochece. La multitud, siempre había pensado yo, me protegía de ellos. Estaba cenando solo. Ella lucía un vestido negro, una prenda de sencillo corte que hacía fascinante su figura. Su largo cabello era castaño oscuro, y su cara estaba pálida bajo él. Me resultó imposible apartar la vista de ella. Primero me sedujo la carnosidad de sus labios, luego el ángulo de sus pómulos y finalmente el color de sus ojos. Los tenía verdes, verdes con motas azules.

En cuanto la vi comprendí que tenía que hablar con ella. Verónica me miró un momento y pasó junto a mí. Experimenté el primer instante de miedo. Habría hecho cualquier cosa con tal de que ella no se alejara de mi vida.

Pero ella volvió a mirarme, y no vio al camarero. La bandeja le golpeó un hombro. El camarero equilibró la bandeja con destreza, pero Verónica cayó contra una silla.

Yo estaba de pie ya cuando eso sucedía. Ella había recuperado la estabilidad cuando me acerqué. Le pregunté si estaba bien. Verónica sonrió y contestó que sí.

—Si no fuera tan terca siempre. —Se echó a reír—. Tantas dificultades sólo porque me he quedado sin cigarrillos.

Le ofrecí uno de los míos. Ella lo aceptó y me preguntó si me importaría que se sentara un momento. Creía haberse torcido un poco el tobillo.

Si bien caminaba como Ingrid Bergman, fumaba como Bette Davis; con lentitud, aspirando profundamente mientras se contemplaba los dedos. Después alzó los ojos hacia mí y sonrió. Siempre sonreía con los labios cerrados.

Verónica me explicó que esperaba a cierta persona desde hacía horas. Un ex amante, supuse. Dijo que estaba nerviosa y que por eso fumaba mucho. Pasamos la noche hablando, y más tarde la llevé a mi casa.

¡Cómo te engañan los sentidos cuando la mente no quiere ver! Verónica me pareció dulce, cordial y humana la primera vez que hicimos el amor. Tal
era su poder, por supuesto. Tal era su propósito. Los vampiros auténticos alteran tu forma de pensar, y te ocultan su verdad, son personalidades frías.

Si tu voluntad es bastante fuerte, a veces te das cuenta a pesar de todo. Yo lo comprendí casi demasiado tarde, y mientras tanto ella iba extrayendo mi sangre en secreto noche tras noche.

Lo habían planeado bien, tentarme con la trampa de Verónica. Ella y yo éramos inseparables entonces. A diferencia de sus otras hermanas
nocturnas, le habían concedido una familia, una madre y una hermana, ambas humanas. O eso pensaba yo entonces. Ella me llevó a conocerlas, a
la luz del día. Otro punto que las películas falsean. Aunque en el «Drácula» de Stoker no había error. A veces los vampiros fuertes pueden pasear a la luz del día.

Yo era feliz entonces, hasta el día en que ella insistió en marcharse. Ese fue su fallo. Pensó que ella dominaba la situación por completo. No bastaba que yo aceptara sin quejas sus insignificantes críticas. No, Verónica tenía que coger su poder y retorcerlo, obligarme a serpear. Me dijo que yo era demasiado posesivo. Mis atenciones eran halagadoras, pero…

Me di cuenta entonces de cuán fría era su cara. Siempre había sido fría, esa era la verdad, pero su poder me había impedido verlo. Siempre usan su poder para aplastar a las víctimas. Otro detalle al que las películas no se han aferrado; los vampiros no sólo tratan de robarte la sangre, sino también el alma.

Pero Verónica estaba muy segura de sí misma, era demasiado voraz. Por fin miré su pálida y exangüe cara tal como realmente era, y noté el filo natural de sus dientes.

Tenía que cumplir mi deber otra vez. Igual que con Carolyn, Sandra, Karen y Sally, la primera que logró que yo me descuidara. Y tal vez tuviera que hacer lo mismo con la madre y la hermana de Verónica. De nuevo trepé por la ventana, salté a la habitación y vi la cara de Verónica, pacífica mientras dormía, pálida bajo su oscuro cabello. Su piel era totalmente blanca a la luz de la luna. Dormía desnuda en su cama. Sus espléndidos pechos subían y bajaban con la respiración, y tardé un instante en situar la estaca sin tocar de momento la piel.

La estaca y el mazo deben colocarse precisamente así. Hay que ser cuidadoso en estos asuntos. Hay que golpear con fuerza y seguridad, antes de que tengan tiempo de chillar.

Y siempre hay que apuntar al corazón.

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